Juan Pablo II: Cristo, «imagen del Dios invisible»

Comentario al cántico de san Pablo del inicio de la carta a los Colosenses

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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 24 noviembre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles dedicada a comentar el cántico de la carta de san Pablo a los Colosenses (1, 3.12-20), «Himno a Cristo».

Damos gracias a Dios Padre,
que nos ha hecho capaces de compartir
la herencia del pueblo santo en la luz.

Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas,
y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido,
por cuya sangre hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.

Él es imagen de Dios invisible,
primogénito de toda criatura;
porque por medio de Él
fueron creadas todas las cosas:
celestes y terrestres, visibles e invisibles,
Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades;
todo fue creado por Él y para Él.

Él es anterior a todo, y todo se mantiene en Él.
Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia.
Él es el principio, el primogénito de entre los muertos,
y así es el primero en todo.

Porque en Él quiso Dios que residiera toda la plenitud.
Y por Él quiso reconciliar consigo todos los seres:
los del cielo y los de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz.

1. Acaba de resonar el gran himno cristológico con el que comienza la carta a los Colosenses. En él sobresale la figura gloriosa de Cristo, corazón de la liturgia y centro de toda la vida eclesial. Ahora bien, muy pronto el horizonte del himno se amplía a toda la creación y a la redención, abarcando a todo ser creado y a toda la historia.

En este canto se puede percibir el ambiente de fe y de oración de la antigua comunidad cristiana y el apóstol recoge su voz y testimonio, imprimiendo al mismo tiempo al himno su impronta.

2. Después de una introducción en la que se da gracias al Padre por la redención (Cf- versículos 12-14), el cántico, que la Liturgia de las Vísperas presenta cada semana, se articula en dos estrofas. La primera celebra a Cristo como «primogénito de toda criatura», es decir, ha sido generado antes de todo ser, afirmando así su eternidad que trasciende el espacio y el tiempo (Cf. versículos 15-18a). Él es la «imagen», el «icono» de Dios que permanece invisible en su misterio. Ésta fue la experiencia de Moisés, quien en su ardiente deseo de contemplar la realidad personal de Dios, escuchó esta respuesta: «Mi rostro no podrás verlo, porque no puede verme el hombre y seguir viviendo» (Éxodo 33, 20; Cf. Juan 14, 8-9).

Por el contrario, el rostro del Padre creador del universo se hace accesible en Cristo, artífice de la realidad creada: «por medio de Él fueron creadas todas las cosas… y todo se mantiene en Él» (Colosenses 1, 16-17). Cristo, por tanto, por un lado es superior a las realidades creadas, pero por otro, está involucrado en su creación. Por este motivo, puede ser visto como «imagen del Dios invisible», cercano a nosotros a través del acto creativo.

3. La alabanza en honor de Cristo avanza, en la segunda estrofa (Cf. versículos 18b-20), hacia otro horizonte: el de la salvación, la redención, la regeneración de la humanidad creada por Él, pero que al pecar había caído en la muerte.

Ahora la «plenitud» de gracia y de Espíritu Santo que el Padre ha dado al Hijo permite el que, al morir y resucitar, pueda comunicarnos una nueva vida (Cf. versículos 19-20).

4. Él es celebrado, por tanto, como «el primogénito de entre los muertos» (1,18b). Con su «plenitud» divina, pero también con su sangre derramada en la cruz, Cristo «reconcilia» y «hace la paz» entre todas las realidades, celestes y terrestres. De este modo les restituye su situación originaria, recreando la armonía primigenia, querida por Dios según su proyecto de amor y de vida. Creación y redención están, por tanto, ligadas entre sí como etapas de una misma historia de salvación.

5. Como de costumbre, dejamos ahora espacio a la meditación de los grandes maestros de la fe, los Padres de la Iglesia. Uno de ellos nos guiará en la reflexión sobre la obra redentora realizada por Cristo con su sangre.

Al comentar nuestro himno, san Juan Damasceno, en el «Comentario a las cartas de san Pablo» que se le atribuye, escribe: «san Pablo habla de la “sangre por la que hemos recibido la redención” (Efesios 1, 7). Se nos da como rescate la sangre del Señor, que lleva a los prisioneros de la muerte a la vida. Los que estaban sometidos al reino de la muerte sólo podían liberarse a través de Aquél que se hizo partícipe con nosotros de la muerte… Con su venida, hemos conocido la naturaleza de Dios que existía antes de su venida. De hecho, es obra de Dios el haber extinguido la muerte, restituido la vida y reconducido a Dios al mundo. Por ello, dice: “Él es imagen de Dios invisible” (Colosenses 1, 15), para manifestar que es Dios, aunque no es el Padre, sino la imagen del Padre, y tiene su misma identidad, si bien no es Él» («Los libros de la Biblia interpretados por la gran tradición» –«I libri della Bibbia interpretati dalla grande tradizione»–, Bolonia 2000, pp. 18.23).

Después Juan Damasceno concluye echando una mirada de conjunto a la obra salvadora de Cristo: «La muerte de Cristo salvó y renovó al hombre; y dio a los ángeles la alegría primitiva, a causa de los salvados, y unió las realidades inferiores con las superiores… Hizo la paz y quitó de en medio la enemistad. Por eso decían los ángeles: “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra”» (ibídem, p. 37).

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, uno de los colaboradores del Papa leyó esta síntesis de su intervención en castellano:]

Queridos hermanos y hermanas:
En el himno cristológico de la Carta a los Colosenses que acabamos de proclamar, resalta la figura gloriosa de Cristo, corazón de la liturgia y de toda la vida eclesial. En él se percibe el espíritu de oración y la fe de la primitiva comunidad cristiana en el Señor Jesús, celebrado como primogénito de toda criatura y de los que resucitan de entre los muertos.

Con su plenitud divina, y también con su sangre derramada en la Cruz, Cristo reconcilia consigo todos los seres, celestes y terrestres, y los conduce a su fin último, querido por Dios según su proyecto de amor y vida.

[A continuación, el Santo Padre dirigió este saludo en castellano:]

Saludo cordialmente a los peregrinos de España y América Latina, especialmente a los de las diócesis de Mallorca y de Huelva, así como al grupo de Castilla y León, y a los mexicanos de Guadalajara ¡Gracias por vuestra presencia!

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ZENIT Staff

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