MADRID, viernes, 18 febrero 2005 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del profesor de Facultad de Teología «San Dámaso»(Madrid), Alfonso Carrasco Rouco, pronunciada en la última videoconferencia mundial sobre el tema «Fides et Ratio» («Fe y Razón») organizada por la Congregación vaticana para el Clero (www.clerus.org).
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El interés de la Iglesia por la filosofía
Prof. Alfonso Carrasco Rouco
Facultad de Teología «San Dámaso»
Madrid
1. La Iglesia no es ni puede ser ajena al camino de búsqueda del hombre, que vive humanamente precisamente cuando siente la urgencia de conocer la verdad de las cosas y de su propia existencia, para comprender su sentido y orientar su realización[1]. Entre los medios de que dispone el hombre en esta búsqueda destaca la filosofía, que surge y se desarrolla cuando la persona comienza a interrogarse sobre el porqué y la finalidad de la realidad. Así entendida, como «amor a la sabiduría», la filosofía es una de las tareas más nobles de la humanidad[2].
Por su parte, la Iglesia ha recibido en el Misterio pascual «el don de la verdad última del hombre»[3] y, por ello, la diaconía de la verdad es parte integrante de su misión en medio del mundo. Acompañando a los hombres en los caminos de la historia, se siente responsable de anunciar las certezas adquiridas, en la conciencia de que constituyen una etapa hacia «la verdad total que se manifestará en la revelación última de Dios»[4].
Así, desde los inicios, la Iglesia ha afirmado su cercanía a la búsqueda filosófica de la sabiduría, consciente de que el uso riguroso de la razón y el esfuerzo auténtico del hombre por alcanzar la verdad están llamados a culminar en el encuentro creyente con el Logos divino hecho carne. Pues la razón no se contrapone ni contradice a la fe, sino que, al revés, ambas se refuerzan y se debilitan conjuntamente[5], como «las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad»[6]. De hecho, «es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y la radicalidad del ser»[7].
El interés de la Iglesia por la filosofía se enraíza, pues, en su reconocimiento del significado constitutivo de este pensar para la humanidad de cada hombre que busca comprender el sentido y dar forma a la propia existencia. Por ello, el interés por filosofía no es sólo preliminar, como un preámbulo que podría ser dejado atrás en el camino de la fe; sino que la Iglesia «considera a la filosofía como una ayuda indispensable para profundizar en la inteligencia de la fe y comunicar la verdad del Evangelio a cuantos aún no la conocen»[8].
2. En esta responsabilidad ante la existencia y el destino del hombre, la Iglesia quiere reafirmar, en primer lugar, «la necesidad de reflexionar sobre la verdad»[9], y también en las formas rigurosas propias de la investigación filosófica, hoy un poco oscurecida.
Pues, en nuestro tiempo, parece dominar una reducción de la reflexión filosófica a verdades parciales y provisionales, prescindiendo «de la cuestión radical sobre la verdad de la vida personal, del ser y de Dios»[10] y rechazando la apertura de la razón a una verdad que pueda trascender las fuerzas naturales del hombre.
Surge así una desconfianza ante la capacidad del hombre de alcanzar la verdad, una indiferencia para la cual todas las posiciones son opiniones igualmente válidas y, por ende, irrelevantes. Este relativismo o agnosticismo, convertido en fuerza social dominante, paraliza el pensar humano libre, el recurso de la conciencia a la verdad, y deja al hombre en el ámbito de la sola razón instrumental, con el solo criterio del pragmatismo y del poder tecnocrático.
En esta situación, la Iglesia no puede dejar de interesarse por la filosofía, ya que, puesto en cuestión el acceso a la verdad, nuevas generaciones «se ven privadas de auténticos puntos de referencia», de una «base sobre la cual construir la existencia personal y social»[11]. En ello tienen responsabilidad los que están llamados a un trabajo cultural y, en primer lugar, la filosofía, cuya vocación es formar el pensamiento por medio de la búsqueda de la verdad. En su diaconía propia, la Iglesia siente también el deber de intervenir, para devolver al hombre la confianza en su capacidad cognoscitiva (la razón) y para estimular la labor filosófica.
3. En este sentido puede valorarse ya la encíclica Aeterni Patris, en la que León XIII desarrolla las enseñanzas del concilio Vaticano I sobre la relación entre la fe y la razón, resaltando el valor magistral de la síntesis llevada a cabo por Tomás de Aquino. Recibió así un nuevo vigor el estudio histórico y sistemático sobre el pensamiento de Sto. Tomás, que condujo al florecer de la tradición tomista a lo largo del siglo XX, así como, en general, a un renovado esfuerzo filosófico del mundo católico, que ha mantenido vivo el diálogo con la filosofía moderna.
Estas riquezas han confluido en el concilio Vaticano II, que tiene en cuenta las riquezas y los problemas mayores del camino filosófico contemporáneo. Por una parte, recuerda la incapacidad de toda ideología para explicar suficientemente al ser humano y a la historia, así como los errores del ateísmo, «sobre todo en relación con la dignidad inalienable del hombre y su libertad»[12]. Por otra parte, propone casi un compendio sobre el valor de la persona humana, creada a imagen de Dios, su dignidad y superioridad sobre el resto de la creación y la capacidad trascendente de su razón[13].
La encíclica Fides et ratio, de modo comparable a Aeterni Patris, desarrolla estas enseñanzas del Vaticano II, insistiendo en el significado de la filosofía para el hombre y para la fe cristiana, y buscando aplicar esta enseñanza y estimular la labor filosófica en primer lugar en los centros propios de la Iglesia.
Observa, en particular, que en muchas escuelas de pensamiento católico se da una escasa estima no sólo de la filosofía escolástica, sino del estudio de la filosofía misma. Entre los motivos se encuentra el influjo de corrientes filosóficas contemporáneas que desconfían de la razón y de su capacidad de abrirse al ser, limitándose a cuestiones particulares y regionales. Ello ha favorecido muchas veces el contentarse con el recurso a las ciencias humanas, cuyas aportaciones, sin embargo, apelan y no sustituyen la reflexión filosófica. A veces, en Iglesias jóvenes inmersas en un proceso de inculturación de la fe, la referencia a las propias tradiciones y a la sabiduría popular puede también dejar en segundo plano la investigación filosófica, que, en cambio, está llamada a mostrar los aspectos positivos de estas tradiciones y a facilitar su relación con el anuncio del Evangelio.
La Iglesia subraya, pues, la importancia del estudio de la filosofía para los propios centros de formación, por ser necesaria para «enfrentarse a las exigencias del mundo contemporáneo»[14], tanto en la tarea pastoral como en el propio esfuerzo de comprensión de la fe. Por el contrario, la desaparición de un estudio serio de la filosofía causa graves carencias, produciendo de hecho falta de interés por el pensamiento y la cultura moderna, que se traduce luego en una falta de discernimiento, que impide todo diálogo fecundo, por un rechazo o una acogida indiscriminada de cualquier filosofía[15].
En conclusión, ante las exigencias de la vida y de la misión de la Iglesia en el mundo de hoy, ante su necesidad para la inteligencia de la fe y para la comprensión y el diálogo con el hombre contemporáneo, la Encíclica con
sidera urgente subrayar «el gran interés que la Iglesia tiene por la filosofía; más aún, el vínculo íntimo que une el trabajo teológico con la búsqueda filosófica de la verdad»[16].
La razón ante el misterio
1. La actividad de la razón, la búsqueda de la verdad, no puede ser considerada inútil y vana; pues en sí misma implica ya una primera respuesta positiva, ya que el hombre «no comenzaría a buscar lo que desconociese del todo o considerase absolutamente inalcanzable»[17]. Esta dinámica es manifiesta en el conocimiento científico, que no se detiene ante errores o fracasos, sino que busca y espera encontrar la respuesta adecuada; pero es válida igualmente en el ámbito de las preguntas esenciales que el hombre se plantea para orientar la propia existencia.
Existen, pues, diversas formas de verdad, evidencias inmediatas, verdades experimentales o de carácter filosófico y religioso, verdades en las relaciones interpersonales, a través de cuyo conocimiento el hombre pretende alcanzar, al final, la verdad misma de su persona y la realización de su vida.
La Iglesia, por su parte, defiende esta dinámica de la razón, la búsqueda de la verdad, contra su posible paralización, y anima a los filósofos «a confiar en la capacidad de la razón humana», a «no perder la pasión por la verdad última y el anhelo por su búsqueda»[18]. Por otra parte, como testigo de Cristo, tiene también la responsabilidad de indicar aquello que le parece incompatible con la verdad revelada, en relación con Dios, el hombre, su libertad, etc., prestando así una ayuda al pensamiento humano. Pero la Iglesia «no propone una filosofía propia ni canoniza una filosofía particular en menoscabo de otras»[19]; pues no puede ni quiere sustituir este pensar humano, realizado en toda la seriedad y rigor que exige la propia existencia.
2. La defensa del movimiento propio de la razón implica hoy día rechazar una posible pretensión de autosuficiencia, de poder construir desde sí misma un sistema absoluto, que abarcaría al hombre y al ser.
Esta pretensión no sólo ha demostrado históricamente su falsedad, generando planteamientos totalitarios y violentos, que han querido reducir la realidad y al hombre a la medida de tales sistemas; sino que además está equivocada, al no ser la realidad y sobre todo el hombre –su razón y su libertad– un «sistema» cerrado, sino abierto, indefinible e inabarcable por ningún concepto absoluto. Por ello, «ninguna forma histórica de filosofía puede legítimamente pretender abarcar toda la verdad, ni ser la explicación plena del ser humano, del mundo y de la relación del hombre con Dios»[20].
El pensar originario del hombre no podrá, pues, ser encerrado nunca en ningún sistema, y tampoco en sus formas «débiles» actuales, que convierten el relativismo y el agnosticismo en nuevos «sistemas», que paralizan el movimiento de la razón y la libertad de la conciencia humana.
En efecto, «el deseo de conocer es tan grande y supone tal dinamismo que el corazón del hombre, incluso desde la experiencia de su límite insuperable, suspira hacia la infinita riqueza que está más allá», hacia «la respuesta satisfactoria para cada pregunta no resuelta»[21].
El conocimiento humano se abre así al misterio, en una búsqueda que no se detiene, y que no puede basarse en el «orgullo»[22] de quien piensa que todo está llamado a caer en el propio poder. Pues, al contrario, el camino de la razón, partiendo de la experiencia natural del mundo, lleva a reconocer la existencia de Aquel que es Principio y Fin de todas las cosas, pero precisamente como Aquel cuya Verdad es más grande que las fuerzas de la razón humana, que no alcanza a conocerlo tal como es.
Así, en su momento de mayor grandeza, la razón llega a reconocer que hay una realidad que la sobrepasa[23], que la verdad que ha alcanzado no es el todo, no se identifica con el Absoluto, no puede ser considerada suficiente para explicar la verdad del hombre y del mundo sin cometer un grave error y una injusticia. En palabras de Sto. Tomás: «conocemos a Dios tanto más perfectamente en esta vida, cuanto más entendemos que Él excede la comprensión de nuestra inteligencia»[24].
Este momento crítico ante toda pretensión de absoluto de la razón es imprescindible para su camino en esta vida y para salvaguardar la posibilidad de un diálogo razonable con el prójimo. Pero la razón no queda completamente satisfecha con el reconocimiento de la existencia de una Verdad más grande que la trasciende; pues ello no elimina su dinámica de búsqueda, su exigencia profunda de conocimiento. De modo que la dignidad suprema de la razón estará, al final, en un gesto consciente de espera, en mantener viva la expectativa de recibir de algún modo la presencia plena del Ser y de la Verdad, a la que reenvía constantemente la realidad. Esta espera última es lo más correspondiente con el movimiento íntimo de la razón y con la promesa sugerida por la existencia de todo ser finito.
3. La Revelación hace presente en la historia la verdad última y universal, y, por ello, induce al pensar del hombre a no detenerse ya nunca; si es acogida por la libertad, refuerza definitivamente el movimiento de la razón, eliminando toda desconfianza paralizadora, y sostiene el esfuerzo moral implicado en este camino plenamente humano. Pues la Revelación, manifestada plenamente en Jesús de Nazaret, permite a todos afirmar de nuevo el «sentido» de la propia vida y la relación con la realidad, reconocida como signo verdadero y bueno del ser.
No es posible, en cambio, prescindir o no tomar en consideración el hecho introducido en la historia por la Revelación, sin que el hombre ponga en juego su acceso a la comprensión del misterio de la existencia. Pues tal actitud no sólo implica la negación de la apertura de la razón a la trascendencia y de su expectativa vigilante de la Verdad plena, sino que conlleva también generalmente la parálisis de la dinámica humana de búsqueda de sentido.
Ante la presencia misteriosa del Señor, la razón encuentra respuesta y correspondencia a su movimiento más intrínseco, y la libertad es interpelada a la aceptación de la gratuidad y del amor, a abandonar la pretensión orgullosa de la autosuficiencia solitaria. También hoy día, condicionados por una mentalidad inmanentista, limitados por el dogma del relativismo y la fuerza de un pragmatismo tecnocrático, la Revelación sigue siendo la posibilidad real y única para el hombre de encontrar «el proyecto originario de amor iniciado con la creación», de «mirar más allá de sí mismo» y «recuperar la relación auténtica con la vida, siguiendo el camino de la verdad», cuya meta última es el «gozo pleno y duradero de la contemplación del Dios uno y trino»[25].
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[1] Cf. FR 1,2
[2] Cf. FR 3
[3] FR 3
[4] FR 2
[5] Cf. FR 17
[6] FR, intr.
[7] FR 48
[8] FR 5
[9] FR 6
[10] FR 5
[11] FR 6
[12] FR 60
[13] Cf. GS 14-15; FR 60
[14] FR 60
[15] Cf. FR 62
[16] FR 63
[17] FR 29
[18] FR 56
[19] FR 49
[20] FR 51
[21] FR 17
[22] FR 18
[23] Cf. B. Pascal, Pensées, 267
[24] Summa Theologiae, II-II, q.8 a.7
[25] FR 15