CASTEL GANDOLFO, lunes, 25 agosto 2005 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció este jueves Benedicto XVI al recibir las cartas credenciales del nuevo embajador de Venezuela ante la Santa Sede, Iván Guillermo Rincón Urdaneta.
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Señor Embajador:
1. Me es grato recibir las Cartas que le acreditan como Embajador de la República Bolivariana de Venezuela ante la Santa Sede, en este acto que me ofrece también la feliz oportunidad de darle mi más cordial bienvenida al asumir las funciones asignadas por su Gobierno.
Deseo manifestarle también sincero agradecimiento por sus amables palabras, así como por el deferente saludo del Señor Presidente Hugo Rafael Chávez Frías, del que se ha hecho portavoz, rogándole que le haga llegar mi aprecio por ello, junto con mis sinceros sentimientos de cercanía y afecto al pueblo venezolano, por el cual ruego al Todopoderoso para que, en la actual singladura de su vida social y económica, busque con tesón las soluciones más idóneas para alcanzar metas cada vez más altas de justicia, solidaridad y progreso, según el espíritu cristiano que tanto ha contribuido a forjar la propia identidad nacional.
2. Como usted ha recordado en sus palabras, su País tiene una antigua y honda tradición católica –según decía con énfasis el libertador Simón Bolívar- y se caracteriza por una entrañable estima y veneración al Sucesor de Pedro. No es, pues, de extrañar el relieve que el Gobierno ha dado al luto por el fallecimiento de mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, y las delegaciones enviadas con este motivo y también con ocasión del solemne comienzo de mi pontificado. Por su parte, la Santa Sede sigue muy de cerca los acontecimientos de esa querida «tierra de gracia», y así lo ha puesto de manifiesto en numerosas ocasiones.
Por todo ello, le expreso mis mejores deseos de que, durante el ejercicio de su importante misión, las ya tradicionales e históricas relaciones entre Venezuela y la Santa Sede se vean fortalecidas con un espíritu de colaboración leal y constructiva.
3. La tierra venezolana ha sido dotada pródigamente por el Creador de recursos naturales, lo cual conlleva la responsabilidad de custodiar y cultivar los dones recibidos (cf. Gn 2, 15) para que todos sus moradores tengan la posibilidad de llevar una vida acorde con la dignidad que corresponde al ser humano.
En esta tarea nadie puede sentirse eximido de colaborar activamente, especialmente ante el fenómeno de la pobreza o marginación social. La constante labor de la Iglesia en Venezuela, realizada a veces con precariedad de recursos humanos y materiales, se ha concretado en numerosas actividades de promoción humana en favor de la vida desde su concepción y de la familia, así como en proyectos asistenciales para consolidar instituciones básicas de la sociedad como la educación, la asistencia médica y las estructuras de beneficencia, tanto en el medio urbano, con una apreciable acción entre los más pobres, como en las zonas más apartadas de la geografía nacional, entre las poblaciones indígenas.
Por ello la acción educativa y de asistencia social de la Iglesia sigue aportando beneficios a toda la sociedad. Esto es particularmente evidente en el caso de las escuelas católicas, que siempre han prestado y siguen prestando una enorme contribución a la educación de los niños y jóvenes venezolanos, inspirándose en los valores humanos y espirituales según el deseo y libre opción de sus padres, que son los primeros educadores de sus hijos y a quienes los ampara el derecho natural y legal de escoger la forma de educación que ellos desean para los mismos.
En este sentido, soy consciente de la importancia que dan las Autoridades públicas venezolanas a estos aspectos, vitales para el desarrollo armónico del País, a través de los diversos programas de alfabetización, educación o atención sanitaria. Se trata de actividades que requieren una contribución generosa y concertada por parte de todos los ciudadanos y de las diversas instituciones, haciendo crecer unas actitudes generalizadas de solidaridad que, junto con un orden social justo y equilibrado, sea la mejor garantía para que se alcancen resultados duraderos y no terminen siendo iniciativas parciales o fugaces. Para ello es imprescindible el diálogo leal y respetuoso entre todas las partes sociales, como medio para un consenso sobre los aspectos que conciernen al bien común.
4. La Iglesia Católica, que ha estado presente y ha acompañado al pueblo venezolano en todas las etapas de su historia, comparte también actualmente sus preocupaciones y sus esperanzas de un futuro mejor. En cumplimiento de su propia misión, anuncia el Evangelio, proclama el perdón y la reconciliación que, ofrecido y recibido de corazón, es el único modo de llegar a una concordia estable, sin que las legítimas discrepancias lleguen a convertirse en enfrentamientos agresivos. Invita a fomentar los valores básicos de toda sociedad, como son el amor a la verdad, el respeto de la justicia, la honestidad en el desempeño de las propias responsabilidades o la generosa disponibilidad a servir al bien de todos los ciudadanos antes que a intereses de parte.
Además, es bien conocido que la situación social no mejora aplicando exclusivamente medidas técnicas, sino que ha de ponerse atención sobre todo a la promoción de los valores, respetando la dimensión ética propia de la persona, de la familia y de la vida social. De este modo será más fácil asegurar un desarrollo integral para todos los miembros de la comunidad nacional, basado en el respeto de sus derechos y libertades fundamentales, como es propio de un Estado de derecho.
La Iglesia, que no puede dejar de proclamar y defender la dignidad de la persona humana en su integridad y apertura a la trascendencia divina, reclama poder disponer, de modo estable, del espacio indispensable y de los medios necesarios para cumplir su misión y su servicio humanizador. En este sentido, y respetando las respectivas competencias, hay numerosos ámbitos en que resulta conveniente establecer diversas formas de colaboración fecunda entre el Estado y la Iglesia con el fin de prestar un mejor servicio al desarrollo de las personas y promover un espíritu de convivencia en libertad y solidaridad, lo que redundará en beneficio de todos.
5. Usted, Señor Embajador, ha recordado el indiscutible valor de la libertad, la cual es una gran bien que permite al ser humano realizarse plenamente. La Iglesia necesita esta libertad para ejercer su misión, escoger a sus Pastores y guiar a sus fieles. Los Sucesores de Pedro se han esforzado siempre por defender esta libertad. Por otra parte, los Gobiernos de los Estados nada deben temer por la acción de la Iglesia, que en el ejercicio de su libertad sólo busca llevar a cabo su propia misión religiosa y contribuir al progreso espiritual de cada País.
Juan Pablo II, en el discurso al Cuerpo Diplomático ante la Santa Sede a principios de este año, afirmaba: «No hay que temer que la justa libertad religiosa sea un límite para las otras libertades o perjudique la convivencia civil. Al contrario, con la libertad religiosa se desarrolla y florece también cualquier otra libertad, porque la libertad es un bien indivisible y prerrogativa de la misma persona humana y de su dignidad… La Iglesia sabe distinguir bien, como es su deber, lo que es del César y lo que es de Dios (cf. Mt 22,21); coopera en el bien común de la sociedad, porque rechaza la mentira y educa para la verdad; condena el odio y el desprecio e invita a la fraternidad; promueve siempre por doquier – como es fácil reconocer por la historia – las obras de caridad, las ciencias y las artes. La Iglesia quiere solamente libertad para poder prestar un servicio válido de colaboración con todas las instancias públicas y privadas que se interesan por el bien del hombre» (10 enero 2005, 8).
Al hacer mías esta
s palabras, espero vivamente que se disipen las dificultades actuales en las relaciones Iglesia-Estado y se vuelva a una fecunda colaboración en continuidad con la noble tradición venezolana.
6. Señor Embajador, al concluir este encuentro le renuevo mi cordial saludo y bienvenida, con los mejores votos para el desempeño de la alta misión encomendada, esperando vivamente que las relaciones de Venezuela con la Santa Sede se refuercen y progresen. Cuente con la acogida y apoyo necesario para hacer realidad tan importante propósito.
También le deseo que su estancia en Roma sea enriquecedora para usted y su familia, contribuyendo así a acrecentar la sensibilidad de tantos venezolanos que aman entrañablemente a su Patria y que, al mismo tiempo, pueden sentirse ciudadanos del mundo e hijos muy queridos de la Iglesia.
Confío todos estos sentimientos y esperanzas a Nuestra Señora de Coromoto, a la que invoco fervientemente para que interceda ante su divino Hijo por el pueblo venezolano, sobre el cual imploro abundantes bendiciones del Altísimo.
[Texto original en castellano]