CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 2 febrero 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la celebración de las vísperas de la solemnidad de la Conversión de San Pablo al concluir la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, el 25 de enero de 2006.
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Queridos hermanos y hermanas:
En este día, en el que se celebra la Conversión del apóstol san Pablo, concluimos, reunidos en fraterna asamblea litúrgica, la Semana anual de oración por la unidad de los cristianos. Es significativo que la memoria de la conversión del Apóstol de las gentes coincida con la última jornada de esta importante Semana, en la que pedimos a Dios con especial intensidad el valioso don de la unidad entre todos los cristianos, haciendo nuestra la invocación que Jesús mismo elevó al Padre por sus discípulos: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21).
La aspiración de toda comunidad cristiana y de cada uno de los fieles a la unidad, y la fuerza para realizarla, son un don del Espíritu Santo y son paralelas a una fidelidad cada vez más profunda y radical al Evangelio (cf. «Ut unum sint», 15). Somos conscientes de que en la base del compromiso ecuménico se encuentra la conversión del corazón, como afirma claramente el concilio Vaticano II: «El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior, porque los deseos de unidad brotan y maduran como fruto de la renovación de la mente, de la negación de sí mismo y de una efusión libérrima de la caridad» («Unitatis redintegratio», 7).
«Deus caritas est», «Dios es amor» (1 Jn 4, 8. 16). Sobre esta sólida roca se apoya toda la fe de la Iglesia. En particular, se basa en ella la paciente búsqueda de la comunión plena entre todos los discípulos de Cristo: fijando la mirada en esta verdad, cumbre de la revelación divina, las divisiones, aunque conserven su dolorosa gravedad, parecen superables y no nos desalientan. El Señor Jesús, que con la sangre de su Pasión derribó «el muro de separación», «la enemistad» (Ef 2, 14), seguramente concederá a los que lo invocan con fe la fuerza para cicatrizar cualquier herida. Pero es preciso recomenzar siempre desde aquí: Deus caritas est».
Al tema del amor he querido dedicar mi primera encíclica, que se ha publicado precisamente hoy, y esta feliz coincidencia con la conclusión de la Semana de oración por la unidad de los cristianos nos invita a considerar este encuentro y, más aún, todo el camino ecuménico a la luz del amor de Dios, del Amor que es Dios. Si ya desde el punto de vista humano el amor se manifiesta como una fuerza invencible, ¿qué debemos decir nosotros, que «hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él» (1 Jn 4, 16)?
El auténtico amor no anula las diferencias legítimas, sino que las armoniza en una unidad superior, que no se impone desde fuera; más bien, desde dentro, por decirlo así, da forma al conjunto. Es el misterio de la comunión, que, como une al hombre y la mujer en la comunidad de amor y de vida que es el matrimonio, forma a la Iglesia como comunidad de amor, juntando en la unidad a una multiforme riqueza de dones, de tradiciones. Al servicio de esa unidad de amor está la Iglesia de Roma, que, según la expresión de san Ignacio de Antioquía, «preside en la caridad» (Ad Rom., 1, 1). Ante vosotros, queridos hermanos y hermanas, deseo hoy renovar la consagración a Dios de mi peculiar ministerio petrino, invocando sobre él la luz y la fuerza del Espíritu Santo, a fin de que favorezca siempre la comunión fraterna entre todos los cristianos.
Las dos breves lecturas bíblicas de la liturgia vespertina de hoy están profundamente unidas por el tema del amor. En la primera, la caridad divina es la fuerza que transforma la vida de Saulo de Tarso y lo convierte en el Apóstol de las gentes. Escribiendo a los cristianos de Corinto, san Pablo confiesa que la gracia de Dios ha obrado en él el acontecimiento extraordinario de la conversión: «Por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí» (1 Co 15, 10).
Por una parte, siente el peso de haber impedido la difusión del mensaje de Cristo, pero al mismo tiempo vive con la alegría de haberse encontrado con el Señor resucitado y haber sido iluminado y transformado por su luz. Recuerda constantemente ese acontecimiento que cambió su existencia, acontecimiento tan importante para la Iglesia entera, que en los Hechos de los Apóstoles se hace referencia a él tres veces (cf. Hch 9, 3-9; 22, 6-11; 26, 12-18). En el camino de Damasco, Saulo escuchó la desconcertante pregunta: «¿Por qué me persigues?». Cayendo en tierra, turbado en su interior, preguntó: «¿Quién eres, Señor?», y obtuvo la respuesta que está en la raíz de su conversión: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9, 4-5). Pablo comprendió en un instante lo que después expresaría en sus escritos: que la Iglesia forma un solo cuerpo, cuya cabeza es Cristo. Así, de perseguidor de los cristianos se convirtió en el Apóstol de las gentes.
En el pasaje evangélico de san Mateo que se acaba de proclamar, el amor actúa como principio de unión de los cristianos y hace que su oración unánime sea escuchada por el Padre celestial. Dice Jesús: «Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, se lo concederá mi Padre que está en los cielos» (Mt 18, 19). El verbo que usa el evangelista para decir «se ponen de acuerdo» es synphōnēsōsin, que encierra la referencia a una «sinfonía» de corazones. Esto es lo que influye en el corazón de Dios. Así pues, el acuerdo en la oración resulta importante para que la acoja el Padre celestial. El pedir juntos implica ya un paso hacia la unidad entre los que piden.
Ciertamente, eso no significa que la respuesta de Dios esté, de alguna forma, determinada por nuestra petición. Como sabemos bien, la anhelada realización de la unidad depende, en primer lugar, de la voluntad de Dios, cuyo designio y cuya generosidad superan la comprensión del hombre e incluso sus peticiones y expectativas. Precisamente contando con la bondad divina, intensifiquemos nuestra oración común por la unidad, que es un medio necesario y muy eficaz, como recordó Juan Pablo II en la encíclica «Ut unum sint»: «En el camino ecuménico hacia la unidad, la primacía corresponde sin duda a la oración común, a la unión orante de quienes se congregan en torno a Cristo mismo» (n. 22).
Analizando más profundamente estos versículos evangélicos, comprendemos mejor la razón por la cual el Padre acogerá positivamente la petición de la comunidad cristiana: «Porque —dice Jesús— donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Es la presencia de Cristo la que hace eficaz la oración común de los que se reúnen en su nombre.
Cuando los cristianos se congregan para orar, Jesús mismo está en medio de ellos. Son uno con Aquel que es el único mediador entre Dios y los hombres. La constitución sobre la sagrada liturgia del concilio Vaticano II se refiere precisamente a este pasaje del evangelio para indicar uno de los modos de la presencia de Cristo: «Cuando la Iglesia suplica y canta salmos, está presente el mismo que prometió: «Donde están dos o tres congregados en mi nombre ahí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20)» («Sacrosanctum Concilium», 7).
San Juan Crisóstomo, comentando este texto del evangelio de san Mateo, se pregunta: «Pues bien, ¿no hay dos o tres que se reúnen en su nombre? Sí, los hay —responde—, pero raramente» (Homilías sobre el evangelio de san Mateo, 60, 3). Esta tarde siento una inmensa alegría al ver una asamblea tan numerosa y orante, que implora de modo «sinfónico» el don de la unidad. A todos y a cada uno dirijo mi cor
dial saludo. Saludo con particular afecto a los hermanos de las otras Iglesias y comunidades eclesiales de esta ciudad, unidos en el único bautismo, que nos convierte en miembros del único Cuerpo místico de Cristo.
Han pasado sólo cuarenta años desde que, precisamente en esta basílica, el 5 de diciembre de 1965, el siervo de Dios Pablo VI, de feliz memoria, celebró la primera oración común, al concluir el concilio Vaticano II, con la solemne presencia de los padres conciliares y la participación activa de los observadores de las otras Iglesias y comunidades eclesiales. Luego, el amado Juan Pablo II continuó con perseverancia la tradición de concluir aquí la Semana de oración. Estoy seguro de que esta tarde ambos nos miran desde el cielo y se unen a nuestra oración.
Entre los que participan en esta asamblea quisiera saludar en especial al grupo de los delegados de Iglesias, de Conferencias episcopales, de comunidades cristianas y de organismos ecuménicos que trabajan en la preparación de la III Asamblea ecuménica europea, que tendrá lugar en Sìbiu (Rumanía), en septiembre de 2007, sobre el tema: «La luz de Cristo ilumina a todos. Esperanza de renovación y unidad en Europa».
Sí, queridos hermanos y hermanas, los cristianos tenemos la tarea de ser, en Europa y en medio de todos los pueblos, «luz del mundo» (Mt 5, 14). Que Dios nos conceda llegar pronto a la anhelada comunión plena. El restablecimiento de nuestra unidad dará mayor eficacia a la evangelización. La unidad es nuestra misión común; es la condición para que la luz de Cristo se difunda más eficazmente en todo el mundo y los hombres se conviertan y se salven.
¡Cuánto camino nos queda aún por recorrer! Pero no perdamos la confianza; al contrario, con más ahínco reanudemos el camino juntos. Cristo nos precede y nos acompaña. Contamos con su indefectible presencia. A él le imploramos humilde e incansablemente el valioso don de la unidad y la paz.
[Traducción distribuida por la Santa Sede]