CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 10 mayo 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Benedicto XVI en la audiencia general de este miércoles dedicada a explicar en qué consiste «La sucesión apostólica».
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Queridos hermanos y hermanas:
En las últimas dos audiencias hemos meditado en lo que es la Tradición de la Iglesia y hemos visto que es la presencia permanente de la palabra y de la vida de Jesús en su pueblo. Pero la palabra, para estar presente, tiene necesidad de una persona, de un testigo. De este modo nace esta reciprocidad: por una parte, la palabra tiene necesidad de la persona, pero, por otra parte, la persona, el testigo, está ligado a la palabra que le ha sido confiada y que él no ha inventado. Esta reciprocidad entre contenido –palabra de Dios, vida del Señor– y persona que lo transmite es una característica de la estructura de la Iglesia, y hoy queremos meditar sobre este aspecto personal de la Iglesia.
El Señor lo había comenzado, como habíamos visto, al convocar a los doce, que representaban al futuro Pueblo de Dios. En la fidelidad al mandato recibido por el Señor, en un primer momento, los doce, tras su Ascensión, completan su número con la elección de Matías en lugar de Judas (Cf. Hechos 1,15-26), y luego asocian progresivamente a otros a las funciones que les han sido confiadas para que continúen su ministerio. El Resucitado mismo llama a Pablo (Cf. Gálatas 1, 1), pero Pablo, a pesar de que había sido llamado por el Señor como apóstol, confronta su Evangelio con el Evangelio de los doce (Cf. ibídem 1,18), se preocupa por transmitir lo que ha recibido (Cf. 1 Corintios 11, 23; 15, 3-4) y en la distribución de las tareas misioneras es asociado a los apóstoles, junto a otros, por ejemplo, Bernabé (Cf. Gálatas 2, 9). Así como al inicio de la condición del apóstol se encuentra una llamada y un envío del Resucitado, del mismo modo la sucesiva llamada e invitación a otros tendrá lugar, con la fuerza del Espíritu, por obra de quien ya ha sido constituido en el ministerio apostólico. Este es el camino por el que continuará este ministerio que, después, comenzando por la segunda generación, se llamará ministerio episcopal, «episcopé».
Quizá es útil explicar brevemente lo que quiere decir obispo. Es la forma italiana [el adejetivo «episcopale», nota del traductor] de la palabra griega «epíscopos». Esta palabra hace referencia a uno que tiene una visión de lo alto, uno que mira con el corazón. De este modo, el mismo san Pedro, en su primera Carta, llama al Señor Jesús «pastor y guardián de vuestras almas» (2, 25). Y, según este modelo del Señor, que es el primer obispo, guardián y pastor de las almas, los sucesores de los apóstoles han sido llamados después «obispos» «epíscopoi». Se les confía la función del «episcopé». Esta función precisa del obispo se desarrollará progresivamente con respecto a los inicios hasta asumir la forma, ya claramente testimoniada por Ignacio de Antioquia, en los inicios del siglo II (Cf. «Ad Magnesios», 6,1: PG 5,668), de la triple función de obispo, presbítero y diácono. Es un desarrollo guiado por el Espíritu de Dios, que asiste a la Iglesia en el discernimiento de las formas auténticas de la sucesión apostólica, definidas cada vez mejor entre una pluralidad de experiencias y de formas carismáticas y ministeriales, presentes en la comunidad de los orígenes.
De este modo, la sucesión en la función episcopal se presenta como continuidad del ministerio apostólico, garantía de la perseverancia en la Tradición apostólica, palabra y vida, que nos han sido confiadas por el Señor. El lazo entre el Colegio de los obispos y la comunidad originaria de los apóstoles se entiende, ante todo, en la línea de la continuidad histórica. Como hemos visto, a los doce se les asocia en primer lugar Matías, y después, Pablo, y luego Bernabé, y más tarde otros, hasta la formación, en la segunda y tercera generación, del ministerio del obispo. Por tanto, la continuidad se expresa en esta cadena histórica. Y en la continuidad de la sucesión se encuentra la garantía de perseverancia en la comunidad eclesial, en el Colegio apostólico, reunido a su alrededor por Cristo. Pero esta continuidad, que vemos antes en la continuidad histórica de los ministros, debe entenderse también en sentido espiritual, pues la sucesión apostólica en el ministerio es considerada como lugar privilegiado de la acción y de la transmisión del Espíritu Santo. Un eco claro de estas convicciones puede constatarse, por ejemplo, en este texto de Ireneo de Lyón (segunda mitad del siglo II): «la Tradición de los Apóstoles ha sido manifestada al universo mundo en toda la Iglesia, y podemos enumerar a aquellos que en la Iglesia han sido constituidos obispos y sucesores de los Apóstoles hasta nosotros […] [Los apóstoles] querían que aquellos a quienes dejaban como sucesores fuesen en todo «perfectos e irreprochables» (1 Tim 3,2; Tt 1,6-7), para encomendarles el magisterio en lugar suyo: si obraban correctamente se seguiría grande utilidad, pero, si hubiesen caído, la mayor calamidad» («Adversus haereses», III, 3,1: PG 7,848).
Ireneo, después, al presentar esta red de la sucesión apostólica como máxima garantía de la perseverancia en la palabra del Señor, se concentra en esa Iglesia, entre «las más antiguas y de todos conocidas, la Iglesia fundada y constituida en Roma por los dos gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo», subrayando la Tradición de la fe anunciada, que en ella llega hasta nosotros a través de los apóstoles mediante las sucesiones de los obispos. De este modo, para Ireneo y para la Iglesia universal, la sucesión episcopal de la Iglesia de Roma se convierte en el signo, el criterio y la garantía de la transmisión sin interrupción de la fe apostólica: «Es necesario que cualquier Iglesia esté en armonía con esta Iglesia, cuya fundación es la más garantizada -me refiero a todos los fieles de cualquier lugar-, porque en ella todos los que se encuentran en todas partes han conservado la Tradición apostólica» («Adversus haereses», III, 3, 2: PG 7,848). La sucesión apostólica, verificada en virtud de la comunión con la de la Iglesia de Roma, es por tanto el criterio de permanencia de cada una de las Iglesias en la Tradición de la fe común apostólica, que a través de este canal ha podido llegar hasta nosotros desde los orígenes: «Por este orden y sucesión ha llegado hasta nosotros la Tradición que inició de los apóstoles. Y esto muestra plenamente que la única y misma fe vivificadora que viene de los apóstoles ha sido conservada y transmitida en la Iglesia hasta hoy» (ibídem, III, 3, 3: PG 7,851).
Según estos testimonios de la Iglesia antigua, la apostolicidad de la comunión eclesial consiste en la fidelidad a la enseñanza y a la práctica de los apóstoles, a través de los cuales se garantiza la unión histórica y espiritual de la Iglesia con Cristo. La sucesión apostólica del ministerio episcopal es el camino que garantiza la fiel transmisión del testimonio apostólico. Lo que representan los apóstoles en la relación entre el Señor Jesús y la Iglesia de los orígenes, lo representa análogamente la sucesión ministerial en la relación entre la Iglesia de los orígenes y la Iglesia actual. No es una mera concatenación material; es más bien el instrumento histórico del que se sirve el Espíritu para hacer presente al Señor Jesús, cabeza de su pueblo, a través de quienes son ordenados por el ministerio por medio de la imposición de las manos y de la oración de los obispos. Entonces, a través de la sucesión apostólica, Cristo llega a nosotros: en la palabra de los apóstoles y de sus sucesores Él nos habla; mediante sus manos Él actúa en los sacramentos; en su mirada, su mirada nos envuelve y nos hace sentirnos amados, acogidos en el corazón de Dios. Y también hoy, al igual que al inicio, Cristo mism
o es el verdadero pastor y guardián de nuestras almas, a quien nosotros seguimos con gran confianza, gratitud y alegría.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. Estas fueron sus palabras en castellano:]
Queridos hermanos y hermanas:
Por voluntad de Jesús y en torno a Él, la Iglesia comenzó su camino en la historia. Confiada inicialmente al grupo de los Doce, éstos asociaron a su ministerio a otros, que recibieron el Espíritu y fueron constituidos sucesores de los Apóstoles para continuar la misión de Cristo a través de los tiempos. Esta sucesión, avalada por la unión en la fe y la caridad con la Iglesia y el Obispo de Roma, es principio de la íntima comunión del Colegio apostólico y garantía de la permanencia de la fe apostólica en cada comunidad, llegando hasta nuestros días, como vínculo histórico y espiritual de la Iglesia con Cristo.
Los obispos, sucesores de los Apóstoles, son el instrumento histórico del que se sirve el Espíritu Santo para hacer presente entre nosotros al Señor Jesús, Cabeza de su pueblo. A través de ellos lo escuchamos, recibimos su gracia y nos sentimos amados y acogidos en el corazón de Dios.
Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española, en particular a los seminaristas de Valladolid, al Círculo Sabadellés con su Obispo diocesano, así como a los siguientes grupos: Organización Colegial de Enfermería, Guardiamarinas, y peregrinos de Guadalajara, México. Invito a todos a orar por vuestros pastores, con gratitud a Dios por el don precioso de su ministerio en la Iglesia.
¡Muchas gracias!
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