CIUDAD DEL VATICANO, martes, 16 mayo 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje que ha enviado Benedicto XVI a los participantes en la sesión plenaria de la Congregación para las Causas de los Santos.
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Al venerado hermano
Señor cardenal
JOSÉ SARAIVA MARTINS
Prefecto de la Congregación para las causas de los santos
Con ocasión de la sesión plenaria de esa Congregación para las causas de los santos, deseo dirigirle a usted, señor cardenal, mi cordial saludo, que de buen grado extiendo a los señores cardenales, a los arzobispos y a los obispos que participan en los trabajos. Saludo, asimismo, al secretario, al subsecretario, a los consultores, a los peritos médicos, a los postuladores y a todos los que forman parte de ese dicasterio. Además de saludaros, os expreso mis sentimientos de aprecio y gratitud por el servicio que esa Congregación presta a la Iglesia, promoviendo las causas de los santos, que «son los verdaderos portadores de luz en la historia, porque son hombres y mujeres de fe, esperanza y amor», como escribí en la encíclica Deus caritas est (n. 40).
Por eso la Iglesia, desde el inicio, ha honrado mucho su memoria y su culto, dedicando, a lo largo de los siglos, una atención cada vez mayor a los procedimientos que llevan a los siervos de Dios al honor de los altares. En efecto, las causas de los santos se consideran «causas mayores», tanto por la nobleza de la materia tratada como por su influjo en la vida del pueblo de Dios. A la luz de esta realidad, mis predecesores intervinieron a menudo, con especiales disposiciones normativas, para mejorar su celebración y su estudio. Este era el fin de la misma institución de la Sagrada Congregación de Ritos, realizada por Sixto V en 1588.
¿Cómo no recordar, además, la próvida legislación de Urbano VIII, el Código de derecho canónico de 1917, las normas de Pío XI para las causas antiguas, el motu proprio Sanctitas clarior y la constitución apostólica Sacra Rituum Congregatio de Pablo VI? En particular, es preciso mencionar con gratitud a mi predecesor Benedicto XIV, con razón considerado «el maestro» de las causas de los santos. Más recientemente, en 1983, el amado Juan Pablo II promulgó la constitución apostólica Divinus perfectionis Magister, a la que siguió, en el mismo año, la publicación de las Normae servandae in inquisitionibus ab Episcopis faciendis in causis Sanctorum.
La experiencia de más de veinte años de aquel texto ha sugerido a esa Congregación preparar una oportuna «Instrucción para el desarrollo de la investigación diocesana en las causas de los santos». Este documento se dirige principalmente a los obispos diocesanos y constituye el primer tema del orden del día de vuestra plenaria. Dicho documento quiere facilitar la aplicación fiel de las citadas Normae servandae, para salvaguardar la seriedad de las investigaciones que se llevan a cabo en los procesos diocesanos sobre las virtudes de los siervos de Dios, sobre los casos de martirio afirmado o sobre los eventuales milagros.
Las causas se han de incoar y estudiar con sumo cuidado, buscando diligentemente la verdad histórica, a través de pruebas testimoniales y documentales omnino plenae, puesto que su única finalidad es la gloria de Dios y el bien espiritual de la Iglesia y de todos los que buscan la verdad y la perfección evangélica. Los pastores diocesanos, decidiendo coram Deo cuáles son las causas que merecen ser incoadas, han de valorar ante todo si los candidatos al honor de los altares gozan realmente de una sólida y difundida fama de santidad y de milagros o de martirio. Esta fama, que el Código de derecho canónico de 1917 quería que fuera «spontanea, non arte aut diligentia procurata, orta ab honestis et gravibus personis, continua, in dies aucta et vigens in praesenti apud maiorem partem populi» (can. 2050, 2), es un signo de Dios que indica a la Iglesia quiénes merecen ser puestos en el candelero para «iluminar a todos los que están en la casa» (Mt 5, 15). Es evidente que no se podrá iniciar una causa de beatificación y canonización si no se ha comprobado la fama de santidad, aunque se trate de personas que se distinguieron por su coherencia evangélica y por particulares méritos eclesiales y sociales.
El segundo tema que afronta vuestra plenaria es el «milagro en las causas de los santos». Es sabido que desde la antigüedad el itinerario para llegar a la canonización incluye la comprobación de las virtudes y de los milagros atribuidos a la intercesión del candidato al honor de los altares. Además de asegurarnos de que el siervo de Dios vive en el cielo en comunión con Dios, los milagros constituyen la confirmación divina del juicio expresado por la autoridad eclesiástica sobre su vida virtuosa. Deseo que la plenaria profundice este tema a la luz de la tradición de la Iglesia, de la teología actual y de los avances más acreditados de la ciencia.
No hay que olvidar que en el examen de los acontecimientos milagrosos afirmados confluye la competencia de los científicos y de los teólogos, aunque la palabra decisiva corresponde a la teología, la única capaz de dar una interpretación de fe del milagro. Por eso, en el procedimiento de las causas de los santos se pasa de la valoración científica de la consulta médica o de los peritos técnicos al examen teológico por parte de los consultores y, sucesivamente, de los cardenales y obispos. Además, hay que tener presente claramente que la práctica ininterrumpida de la Iglesia establece la necesidad de un milagro físico, pues no basta un milagro moral.
El tercer tema sometido a la reflexión de la plenaria concierne al martirio, don del Espíritu y patrimonio de la Iglesia de cada época (cf. Lumen gentium, 42). El venerado Pontífice Juan Pablo II, en la carta apostólica Tertio millennio adveniente, afirmó que, dado que la Iglesia ha vuelto a ser Iglesia de mártires, «en la medida de lo posible no debe perderse (…) su testimonio» (n. 37). Los mártires de ayer y los de nuestro tiempo dan la vida (effusio sanguinis) libre y conscientemente, en un acto supremo de caridad, para testimoniar su fidelidad a Cristo, al Evangelio y a la Iglesia.
Aunque el motivo que impulsa al martirio sigue siendo el mismo y tiene en Cristo su fuente y modelo, han cambiado los contextos culturales del martirio y las estrategias «ex parte persecutoris», que cada vez trata de manifestar de modo menos explícito su aversión a la fe cristiana o a un comportamiento relacionado con las virtudes cristianas, pero que simula diferentes razones, por ejemplo, de naturaleza política o social.
Ciertamente, es necesario recoger pruebas irrefutables sobre la disponibilidad al martirio, como derramamiento de la sangre, y sobre su aceptación por parte de la víctima, pero también es necesario que aflore directa o indirectamente, aunque siempre de modo moralmente cierto, el «odium fidei» del perseguidor. Si falta este elemento, no existirá un verdadero martirio según la doctrina teológica y jurídica perenne de la Iglesia. El concepto de «martirio», referido a los santos y a los beatos mártires, ha de entenderse, de acuerdo con la enseñanza de Benedicto XIV, como «voluntaria mortis perpessio sive tolerantia propter fidem Christi, vel alium virtutis actum in Deum relatum» (De Servorum Dei beatificatione et Beatorum canonizatione, Prato 1839-1841, Lib. III, cap. 11, 1). Esta es la enseñanza constante de la Iglesia.
Los temas que va a estudiar vuestra plenaria son de indudable interés, y las reflexiones, con las eventuales propuestas que surgirán de ella, darán una valiosa aportación a la consecución de los objetivos
indicados por Juan Pablo II en la constitución apostólica Divinus perfectionis Magister, donde afirma: «Me ha parecido conveniente revisar una vez más el procedimiento en la incoación de las causas (de los santos), y reformar la misma Congregación para las causas de los santos a fin de que responda a las exigencias de los estudiosos y a los deseos de nuestros hermanos en el episcopado, los cuales en repetidas ocasiones han solicitado una mayor agilidad en los procesos, pero conservando la seriedad de las investigaciones en un asunto de tanta importancia. Asimismo, pienso que, a la luz de la doctrina sobre la colegialidad propuesta por el concilio Vaticano II, conviene que los obispos mismos se asocien más a la Sede apostólica para tratar las causas de los santos».
De acuerdo con estas indicaciones, una vez elegido a la Cátedra de Pedro, he cumplido de buen grado este deseo generalizado de que en la modalidad de las celebraciones se subraye más la diferencia sustancial entre la beatificación y la canonización, y que en los ritos de beatificación se implique más visiblemente a las Iglesias particulares, quedando claro que sólo al Romano Pontífice le compete conceder el culto a un siervo de Dios.
Señor cardenal, le agradezco el servicio que esa Congregación presta a la Iglesia y, deseando un trabajo fecundo a los que participan en la plenaria, por intercesión de todos los santos y de la Reina de los santos, invoco sobre cada uno de vosotros la luz del Espíritu Santo. Por mi parte, os aseguro un recuerdo en la oración, a la vez que bendigo de corazón a todos.
Vaticano, 24 de abril de 2006
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