El purpurado trazó con tres rasgos característicos la fe contagiante de quien se convirtió, junto con Juan Pablo II, en el creador de las Jornadas Mundiales de la Juventud: Dios Padre, la Virgen y la Cruz.
Estos tres amores, explicó en el Palacio Apostólico Lateranense, sede del vicariato de Roma, le dieron la valentía a Pironio para no retroceder ni siquiera cuando recibió amenazas de muerte en su país.
La apertura de la fase diocesana se realiza en Roma por ser ésta la diócesis en la que vivió sus últimos años y en la que falleció el 5 de febrero de 1998.
El cardenal Pironio, nacido el 3 de diciembre de 1920, tuvo un destacado papel en la historia de la Iglesia del último cuarto del siglo XX.
Juan Pablo II le nombró presidente del Consejo Pontificio para los Laicos el 8 de abril de 1984 y desde ese dicasterio vaticano se convirtió en la mano derecha del pontífice en su labor pastoral entre los jóvenes del mundo.
Anteriormente, había sido prefecto para la Congregación de los Institutos de Vida Consagrada, dicasterio vaticano que se encuentra al frente de los más de un millón de religiosos y consagrados esparcidos en todo el mundo. Mantuvo cercanía espiritual con sor Lucía, la vidente de Fátima.
En el cónclave de 1978 en el que fue elegido Papa Karol Wojtyla, el cardenal Pironio fue uno de los llamados «papables».
Pablo VI lo creó cardenal el 24 de mayo de 1976, después de haber trabajado durante muchos años en el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) primero como secretario y después como presidente. En Argentina, fue obispo de Mar de Plata. Era el menor de una familia de inmigrantes italianos de 22 hijos.
En su homilía de su funeral, el 7 de febrero de 1998, Juan Pablo II recordó que «aprendió su fe en las rodillas de su madre, mujer de formación cristiana sólida, aunque sencilla, que supo imprimir en el corazón de sus hijos el genuino sentido evangélico de la vida».
«En la historia de mi familia –dijo en una entrevista a Zenit el cardenal– hay algo de milagroso. Cuando nació su primer hijo, mi madre tan sólo tenía 18 años y se enfermó gravemente. Cuando se recuperó, los médicos le dijeron que no podría tener más hijos, pues, de lo contrario, su vida correría un grave riesgo. Fue entonces a consultar al obispo auxiliar de La Plata, que le dijo: «Los médicos pueden equivocarse. Usted póngase en las manos de Dios y cumpla sus deberes de esposa». Mi madre desde entonces dio a luz a otros 21 hijos —yo soy el último—, y vivió hasta los 82 años. Pero lo mejor no acaba aquí, pues después fui nombrado obispo auxiliar de La Plata, precisamente en el cargo de aquel que había bendecido a mi madre».
El día de mi ordenación episcopal –continuó diciendo el cardenal Pironio– el arzobispo me regaló la cruz pectoral de aquel obispo, sin saber la historia que había detrás. Cuando le revelé que debía la vida al propietario de aquella cruz, lloró».