CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 1 enero 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Benedicto XVI en la audiencia general del miércoles 27 de diciembre, celebrada en el Aula Pablo VI, durante la que profundizó en el sentido de la Navidad, recién celebrada.
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Queridos hermanos y hermanas:
El encuentro de hoy se desarrolla en el clima navideño penetrado de íntima alegría por el nacimiento del Salvador. Acabamos de celebrar, anteayer, este misterio, cuyo eco se extiende en la liturgia de todos estos días. Es un misterio de luz que los hombres de cada época pueden revivir en la fe. Resuenan en nuestro ánimo las palabras del evangelista Juan, de quien precisamente hoy celebramos su fiesta: «Et Verbum caro factum est – El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). En Navidad, por lo tanto, Dios ha venido a habitar entre nosotros; ha venido por nosotros, para quedarse con nosotros. Una pregunta recorre estos dos mil años de historia cristiana: “¿Pero por qué lo hizo, por qué Dios se ha hecho hombre?”.
Nos ayuda a responder a este interrogante el canto que los ángeles entonaron en la gruta de Belén: “Gloria a Dios en lo alto del cielo y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor” (Lc 2,14). El cántico de la noche de Navidad, que entra en el Gloria, forma parte ya de la liturgia como los otros tres cánticos del Nuevo Testatmento, que se refieren al nacimiento y a la infancia de Jesús: el Benedictus, el Magnificat y el Nunc dimittis. Mientras estos tres últimos están situados respectivamente en Laudes, por la mañana, en la oración de la tarde de Vísperas, y en la nocturna de Completas, el Gloria halló su colocación precisamente en la Santa Misa. A las palabras de los ángeles, desde el siglo II se añadieron algunas aclamaciones: “Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias”, y más tarde otras invocaciones: “Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre, que quitas los pecados del mundo…”, hasta formular un airoso himno de alabanza que se cantó por vez primera en la Misa de Navidad y después en todos los días de fiesta. Situado al inicio de la Celebración eucarística, el Gloria subraya la continuidad existente entre el nacimiento y la muerte de Cristo, entre la Navidad y la Pascua, aspectos inescindibles del único y mismo misterio de salvación.
Relata el Evangelio que la multitud angélica cantaba: “Gloria a Dios en lo alto del cielo y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor”. Los ángeles anuncian a los pastores que el nacimiento de Jesús “es” gloria para Dios en lo alto del cielo; y “es” paz en la tierra para los hombres que Él ama. Oportunamente, por lo tanto, se suelen colocar en la gruta estas palabras angélicas como explicación del misterio de Navidad, que se ha realizado en el pesebre. El término “gloria” (doxa) indica el esplendor de Dios que suscita la agradecida alabanza de las criaturas. Dirá San Pablo: es “el conocimiento de la gloria divina que refleja el rostro de Cristo” (2 Cor 4,6). “Paz” (eirene) sintetiza la plenitud de los dones mesiánicos, la salvación que, como observa también el Apóstol, se identifica con Cristo mismo: “Él es nuestra paz” (Ef 2,14). Está finalmente la referencia a los hombres “de buena voluntad”. “Buena voluntad” (eudokia), en el lenguaje común, hace pensar en la “buena voluntad” de los hombres, pero aquí está indicado más bien el “buen deseo” de Dios hacia los hombres, que no conoce límites. Y he aquí entonces el mensaje de Navidad: con el nacimiento de Jesús, Dios ha manifestado su buen querer hacia todos.
Volvamos a la cuestión: “¿Por qué Dios se ha hecho hombre?”. Escribe San Ireneo: “El Verbo se ha hecho dispensador de la gloria del Padre para utilidad de los hombres… Gloria de Dios es el hombre que vive –vivens homo– y y su vida consiste en la visión de Dios” (Adv. Haer. IV, 20,5.7). La gloria de Dios se manifiesta, por lo tanto, en la salvación del hombre, a quien tanto ha amado Dios “que le dió –como afirma el evangelista Juan- a su Hijo único para que quien cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Así que es el amor la razón última de la encarnación de Cristo. Al respecto es elocuente la reflexión del teólogo H. U. von Balthasar, quien escribió: Dios “no es, en primer lugar, poder absoluto, sino amor absoluto cuya soberanía no se manifiesta en tener para sí lo que le pertenece, sino en su abandono” (Mysterium paschale I, 4). El Dios que contemplamos en el pesebre es Dios-Amor. En este punto el anuncio de los ángeles resuena para nosotros también como una invitación: “haya” gloria a Dios en lo alto del cielo, “haya” paz en la tierra a los hombres que Él ama. El único modo de glorificar a Dios y de construir la paz en el mundo consiste en la humilde y confiada acogida del don de Navidad: el amor. El canto de los ángeles puede encontes convertirse en una oración para pronunciar frecuentemente, no sólo en este tiempo navideño. Un himno de alabanza a Dios en lo alto del cielo y una ferviente invocación de paz sobre la tierra, que se traduzca en un compromiso concreto a construirla con nuestra vida. Éste es el compromiso que la Navidad nos confía.
[Traducción del original del italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
La audiencia de hoy se desarrolla en un clima de íntima alegría por el nacimiento del Salvador. Resuenan en nosotros las palabras del evangelista Juan: «Et Verbum caro factum est«. «La Palabra se hizo carne». Dios ha venido a habitar entre nosotros.
Pero, ¿por qué Dios se ha hecho hombre?. El canto de los ángeles en la noche de Navidad nos ayuda a responder a esta pregunta: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor». El término «gloria» indica el esplendor de Dios, que suscita la alabanza agradecida de las criaturas. «Paz» sintetiza la plenitud de los dones mesiánicos; la salvación que se identifica con el mismo Cristo, que es nuestra paz. La gloria de Dios se manifiesta, pues, en la salvación del hombre, al que Dios ha amado hasta el extremo de entregar a su Hijo unigénito. El amor es, por tanto, la razón última de la encarnación de Cristo. Dios es amor absoluto. El Dios que contemplamos en el pesebre es Dios-Amor. Y el único modo de glorificar a Dios y de construir la paz en el mundo consiste en la humilde y confiada acogida del don de la Navidad: el amor.
Saludo cordialmente a los peregrinos de España y Latinoamérica, especialmente a los de la parroquia de Nuestra Señora la Antigua, de Monteagudo. Repitamos con frecuencia el canto de los ángeles: «Gloria a Dios en el cielo». Que esta oración se traduzca en hechos concretos para construir la paz con nuestra vida. Este es el compromiso que la Navidad nos confía.
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