Balance del año 2006 realizado por Benedicto XVI

En el discurso a la Curia romana

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CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 6 enero 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI a los cardenales, arzobispos, obispos y prelados superiores de la Curia romana el pasado 22 de diciembre de 2006, en el que hizo un balance del año 2006.

* * *

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos hermanos: 

Con gran alegría me encuentro hoy con vosotros y os dirijo a cada uno mi cordial saludo. Os agradezco vuestra presencia en esta cita tradicional, que tiene lugar en la inminencia de la santa Navidad. Doy las gracias, en particular, al cardenal Angelo Sodano por las palabras con que se ha hecho intérprete de los sentimientos de todos los presentes, tomando como punto de partida el tema central de la encíclica Deus caritas est. En esta significativa circunstancia, deseo renovarle la expresión de mi gratitud por el servicio que durante tantos años ha prestado al Papa y a la Santa Sede, sobre todo en calidad de secretario de Estado, y pido al Señor que lo recompense por el bien que ha realizado con su sabiduría y su celo por la misión de la Iglesia.

Al mismo tiempo, quiero renovar mis mejores deseos al cardenal Tarcisio Bertone por la nueva misión que le he encomendado. Extiendo de buen grado estos sentimientos a todos los que, a lo largo de este año, han entrado al servicio de la Curia romana o de la Gobernación, a la vez que con afecto y gratitud recordamos a los que el Señor ha llamado a sí de esta vida.

El año que se acerca a su fin, como ha dicho usted, eminencia, queda grabado en nuestra memoria con la profunda huella de los horrores de la guerra que se ha librado cerca de la Tierra Santa, así como, en general, del peligro de un enfrentamiento entre culturas y religiones, un peligro que se cierne aún como una amenaza sobre nuestro momento histórico.

Así, el problema de los caminos hacia la paz se ha convertido en un desafío de la máxima importancia para todos los que se preocupan por el hombre. Esto vale de modo especial para la Iglesia, para la cual la promesa que acompañó sus inicios significa a la vez una responsabilidad y una tarea:  «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres que él ama» (Lc 2, 14).

Este saludo del ángel a los pastores en la noche del nacimiento de Jesús en Belén revela una conexión inseparable entre la relación de los hombres con Dios y su relación mutua. La paz en la tierra no puede lograrse sin la reconciliación con Dios, sin la armonía entre el cielo y la tierra. Esta correlación del tema de «Dios» con el tema de la «paz» fue el aspecto fundamental de los cuatro viajes apostólicos de este año, a los que quiero referirme en este momento.

Ante todo tuvo lugar la visita pastoral a Polonia, país natal de nuestro amado Papa Juan Pablo II. El viaje a su patria era para mí un íntimo deber de gratitud por todo lo que me dio personalmente a mí, y sobre todo por lo que dio a la Iglesia y al mundo, durante el cuarto de siglo de su servicio. Su don más grande para todos nosotros fue su fe inquebrantable y el radicalismo de su entrega. En su lema, «Totus tuus«, se reflejaba todo su ser.

Sí, se entregó sin reservas a Dios, a Cristo, a la Madre de Cristo y a la Iglesia, al servicio del Redentor y de la redención del hombre. No se reservó nada; se dejó consumir totalmente por la llama de la fe. Nos mostró cómo, siendo hombre de nuestro tiempo, se puede creer en Dios, en el Dios vivo que se hizo cercano a nosotros en Cristo. Nos mostró que es posible una entrega definitiva y radical de toda la vida y que, precisamente al entregarse, la vida se hace grande, amplia y fecunda.

En Polonia, en todos los lugares que visité, encontré la alegría de la fe. Allí se podían experimentar como una realidad las palabras que el escriba Esdras dirigió al pueblo de Israel recién vuelto del destierro, en medio de la miseria del nuevo inicio:  «La alegría del Señor es vuestra fuerza» (Ne 8, 10). Me impresionó profundamente la gran cordialidad con que fui acogido por doquier. La gente veía en mí al Sucesor de Pedro, a quien está encomendado el ministerio pastoral para toda la Iglesia. Veían a aquel a quien, a pesar de toda su debilidad humana, se dirige hoy como entonces la palabra del Señor resucitado:  «Apacienta mis ovejas» (cf. Jn 21, 15-19); veían al sucesor de aquel a quien Jesús dijo cerca de Cesarea de Filipo:  «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18). Pedro, por sí mismo, no era una roca, sino un hombre débil e inconstante. Sin embargo, el Señor quiso convertirlo precisamente a él en piedra, para demostrar que, a través de un hombre débil, es él mismo quien sostiene con firmeza a su Iglesia y la mantiene en la unidad.

Así, la visita a Polonia fue para mí, en el sentido más profundo, una fiesta de la catolicidad. Cristo es nuestra paz, que reúne a los separados:  él es la reconciliación, por encima de todas las diferencias de las épocas históricas y de las culturas. Mediante el ministerio petrino experimentamos esta fuerza unificadora de la fe que, partiendo de los numerosos pueblos, construye continuamente el único pueblo de Dios. Con alegría hemos hecho realmente esta experiencia:  procediendo de numerosos pueblos, formamos el único pueblo de Dios, su santa Iglesia. Por eso, el ministerio petrino puede ser el signo visible que garantiza esta unidad y forma una unidad concreta. Por esta conmovedora experiencia de catolicidad quisiera dar gracias una vez más, de modo explícito y de todo corazón, a la Iglesia que está en Polonia.

En mis desplazamientos en Polonia no podía faltar la visita a Auschwitz-Birkenau, lugar de la barbarie más cruel, del intento de borrar al pueblo de Israel, de hacer así vana también la elección realizada por Dios, de expulsar a Dios mismo de la historia. Para mí fue motivo de gran consuelo ver aparecer en el cielo en ese momento el arco iris mientras yo, ante el horror de aquel lugar, con la actitud de Job, clamaba a Dios, turbado por el temor de su aparente ausencia y al mismo tiempo sostenido por la certeza de que, incluso en su silencio, no deja de existir y de permanecer con nosotros. El arco iris era como una respuesta:  Sí, yo existo, y también hoy siguen siendo válidas las palabras de la promesa, de la Alianza, que pronuncié tras el diluvio (cf. Gn 9, 12-17).

El viaje a España, a Valencia, se centró en el tema del matrimonio y de la familia. Fue hermoso escuchar, ante la asamblea de personas de todos los continentes, el testimonio de cónyuges que, bendecidos con muchos hijos, se presentaron delante de nosotros y hablaron de sus respectivos caminos en el sacramento del matrimonio y en sus familias numerosas. No ocultaron que han tenido también días difíciles, que han pasado tiempos de crisis. Pero precisamente en el esfuerzo por soportarse mutuamente día tras día, precisamente al aceptarse siempre en el crisol de los afanes cotidianos, viviendo y sufriendo a fondo el «sí» inicial, precisamente en este camino del «perderse» evangélico habían madurado, se habían encontrado a sí mismos y habían llegado a ser felices. El sí que se habían dado recíprocamente, con la paciencia del camino y con la fuerza del sacramento con que Cristo los había unido, se había transformado en un gran «sí» ante sí mismos, ante los hijos, ante el Dios creador y ante el Redentor Jesucristo.

Así, del testimonio de estas familias nos llegaba una ola de alegría, no de una alegría superficial y mezquina, que desaparece en seguida, sino de una alegría madurada incluso en el sufrimiento, de una alegría muy profunda que realmente redime al hombre. Ante estas familias con sus hijos, ante estas familias en las que las generaciones se dan la mano y en la
s que el futuro está presente, el problema de Europa, que aparentemente casi ya no quiere tener hijos, me penetró en el alma.

Para un extraño, esta Europa parece cansada; más aún, da la impresión de querer despedirse de la historia. ¿Por qué están así las cosas? Esta es la gran pregunta. Seguramente las respuestas son muy complejas. Antes de buscar esas respuestas es necesario dar las gracias a los numerosos cónyuges que también hoy, en nuestra Europa, dicen «sí» al hijo y aceptan las molestias que esto conlleva:  los problemas sociales y económicos, así como las preocupaciones y los trabajos de cada día; la entrega necesaria para abrir a los hijos el camino hacia el futuro.

Aludiendo a estas dificultades tal vez se aclaran un poco las razones por las cuales a muchos les parece demasiado grande el riesgo de tener hijos. El niño necesita atención amorosa. Eso significa que debemos darle algo de nuestro tiempo, del tiempo de nuestra vida. Pero precisamente esta «materia prima» esencial de la vida —el tiempo— parece escasear cada vez más. El tiempo de que disponemos apenas basta para nuestra propia vida:  ¿cómo podríamos cederlo, darlo a otro? Tener tiempo y dar tiempo es para nosotros un modo muy concreto de aprender a entregarnos nosotros mismos, de perdernos para encontrarnos.

A este problema se añade el cálculo difícil:  ¿qué normas debemos imponer al niño para que siga el camino recto? Y, al hacerlo, ¿cómo debemos respetar su libertad? El problema se ha vuelto tan difícil, entre otras causas, porque ya no estamos seguros de las normas que conviene transmitir; porque ya no sabemos cuál es el uso correcto de la libertad, cuál es el modo correcto de vivir, qué cosas son un deber moral y, al contrario, qué cosas son inaceptables. El espíritu moderno ha perdido la orientación, y esta falta de orientación nos impide ser para los demás señales que indiquen el camino recto.

Pero el problema es aún más profundo. El hombre de hoy siente gran incertidumbre con respecto a su futuro. ¿Se puede enviar a alguien a ese futuro incierto? En definitiva, ¿es algo bueno ser hombre? Tal vez esta profunda incertidumbre acerca del hombre mismo —juntamente con el deseo de tener la vida totalmente para sí mismos— es la razón más profunda por la que el riesgo de tener hijos se presenta a muchos como algo prácticamente insostenible.

De hecho, sólo podemos transmitir la vida de modo responsable si somos capaces de transmitir algo más que la simple vida biológica, es decir, un sentido que sostenga también en las crisis de la historia futura y una certeza en la esperanza que sea más fuerte que las nubes que ensombrecen el porvenir. Si no aprendemos nuevamente los fundamentos de la vida, si no descubrimos de nuevo la certeza de la fe, cada vez nos resultará menos posible comunicar a otros el don de la vida y la tarea de un futuro desconocido.

Por último, también está unido a lo anterior el problema de las decisiones definitivas:  ¿el hombre puede vincularse para siempre?, ¿puede decir un «sí» para toda la vida»? Sí puede. Ha sido creado para esto. Precisamente así se realiza la libertad del hombre y así se crea también el ámbito sagrado del matrimonio, que se ensancha al convertirse en familia y construye futuro.

Al llegar a este punto, no puedo ocultar mi preocupación por las leyes de parejas de hecho. Muchas de estas parejas han elegido este camino porque, al menos por el momento, no se sienten capaces de aceptar la convivencia jurídicamente ordenada y vinculante del matrimonio. De este modo, prefieren quedarse simplemente en el estado de hecho. Cuando se crean nuevas formas jurídicas que relativizan el matrimonio, la renuncia a un vínculo definitivo obtiene también, por decirlo así, un sello jurídico. En este caso, a quien ya tiene dificultad, le resulta aún más difícil decidirse.

Además, para la otra forma de parejas, se añade la relativización de la diferencia de sexos. Así, la unión de un hombre y una mujer resulta igual que la de dos personas del mismo sexo. De este modo se confirman tácitamente las funestas teorías que quitan toda importancia a la masculinidad y a la feminidad  de  la  persona  humana, como si se  tratara de un hecho puramente biológico; teorías según las cuales el hombre —es decir, su intelecto y su voluntad— decidiría  autónomamente qué es o no es.

En esto se produce una depreciación de la corporeidad, de la cual se sigue que el hombre, al querer emanciparse de su cuerpo —de la «esfera biológica»— acaba por destruirse a sí mismo. Si nos dicen que la Iglesia no debería entrometerse en estos asuntos, entonces podemos limitarnos a responder:  ¿Es que el hombre no nos interesa? Los creyentes, en virtud de la gran cultura de su fe, ¿no tienen acaso el derecho de pronunciarse en todo esto? ¿No tienen —no tenemos— más bien el deber de alzar la voz para defender al hombre, a la criatura que precisamente en la unidad inseparable de cuerpo y alma es imagen de Dios?

El viaje a Valencia se convirtió para mí en un viaje a la búsqueda de lo que significa ser hombre.

Proseguimos mentalmente hacia Baviera:  Munich, Altötting, Ratisbona y Freising. Allí viví las hermosas e inolvidables jornadas del encuentro con la fe y con los fieles de mi patria. El gran tema de mi viaje a Alemania fue Dios. La Iglesia debe hablar de muchas cosas:  de todas las cuestiones relacionadas con el ser del hombre, con su estructura y su ordenamiento, etc. Pero su tema verdadero, y en varios aspectos único, es «Dios». Y el gran problema de Occidente es el olvido de Dios:  es un olvido que se difunde. Estoy convencido de que todos los problemas particulares pueden remitirse, en última instancia, a esta pregunta.

Por eso, en ese viaje mi intención principal era poner de relieve el tema de «Dios», consciente de que en algunas partes de Alemania la mayoría de los habitantes no son bautizados y para ellos el cristianismo y el Dios de la fe parecen algo del pasado. Al hablar de Dios, también tocamos precisamente el tema que constituyó el interés central de la predicación terrena de Jesús. El tema fundamental de esa predicación es el dominio de Dios, el «reino de Dios». Esas palabras no aluden a algo que vendrá más tarde o más temprano en un futuro indeterminado. Tampoco se refieren al mundo mejor que tratamos de crear paso a paso con nuestras fuerzas.

En la expresión «reino de Dios» la palabra «Dios» es un genitivo subjetivo, lo cual significa que Dios no es una añadidura al «reino», de la que se podría prescindir. Dios es el sujeto. Reino de Dios quiere decir, en realidad «Dios reina». Él mismo está presente y es decisivo para los hombres en el mundo. Él es el sujeto y donde falta este sujeto no queda nada del mensaje de Jesús. Por eso Jesús dice:  el reino de Dios no viene de tal manera que podamos —por decirlo así— situarnos al borde del camino y contemplar su llegada. «Está en medio de vosotros» (cf. Lc 17, 20 s). Este reino se desarrolla donde se realiza la voluntad de Dios. Está presente donde hay personas que se abren a su llegada y así dejan que Dios entre en el mundo. Por eso Jesús es el reino de Dios en persona:  el hombre en el cual Dios está en medio de nosotros y a través del cual podemos tocar a Dios, acercarnos a Dios. Donde esto acontece, el mundo se salva.

Con el tema de Dios estaban y están relacionados dos temas que marcaron las jornadas de la visita a Baviera:  el tema del sacerdocio y el del diálogo. San Pablo llama a Timoteo —y en él al obispo, y en general al sacerdote— «hombre de Dios» (1 Tm 6, 11). La misión fundamental del sacerdote consiste en llevar a Dios a los hombres. Ciertamente, sólo puede hacerlo si él mismo viene de Dios, si vive con Dios y de Dios.

Eso lo expresa admirablemente un versículo de un Salmo sacerdotal que nosotros —la generación antigua— rezamos cuando fuimos admitidos al estado clerical:  «El Señor es el lote de
mi heredad y mi copa:  mi suerte está en tu mano» (Sal 15, 5). El orante-sacerdote de este Salmo interpreta su vida partiendo de la forma de distribuir el territorio establecida en el Deuteronomio (cf. Dt 10, 9). Después de tomar posesión de la Tierra, cada tribu obtiene por sorteo su lote de la Tierra santa y así participa en el gran don prometido al patriarca Abraham. Sólo la tribu de Leví no recibe ningún lote: su tierra es Dios mismo.

Esta afirmación tenía, ciertamente, un  sentido muy práctico. Los sacerdotes no vivían, como las demás tribus, del trabajo de la tierra, sino de las ofertas. Sin embargo, la afirmación es aún más profunda:  Dios mismo es el verdadero fundamento de la vida del sacerdote, la base de su existencia, la tierra de su vida.

La Iglesia, en esta interpretación veterotestamentaria de la vida sacerdotal —una interpretación que se repite varias veces también en el Salmo 118— ha visto con razón la explicación de lo que significa la misión sacerdotal siguiendo a los Apóstoles, en comunión con Jesús mismo. El sacerdote puede y debe decir también hoy con el levita:  "Dominus pars hereditatis meae et calicis mei«. Dios mismo es mi lote de tierra, el fundamento externo e interno de mi existencia.

Esta visión teocéntrica de la vida sacerdotal es necesaria precisamente en nuestro mundo totalmente funcionalista, en el que todo se basa en realizaciones calculables y comprobables. El sacerdote debe conocer realmente a Dios desde su interior y así llevarlo a los hombres:  este es el servicio principal que la humanidad necesita hoy. Si en una vida sacerdotal se pierde esta centralidad de Dios, se vacía progresivamente también el celo de la actividad. En el exceso de las cosas externas, falta el centro que da sentido a todo y lo conduce a la unidad. Falta allí el fundamento de la vida, la «tierra» sobre la que todo esto puede estar y prosperar.

El celibato, vigente para los obispos en toda la Iglesia oriental y occidental, y, según una tradición que se remonta a una época cercana a la de los Apóstoles, en la Iglesia latina para los sacerdotes en general, sólo se puede comprender y vivir, en definitiva, sobre la base de este planteamiento de fondo. Las razones puramente pragmáticas, la referencia a la mayor disponibilidad, no bastan. Esa mayor disponibilidad de tiempo fácilmente podría llegar a ser también una forma de egoísmo, que se ahorra los sacrificios y las molestias necesarias para aceptarse y soportarse mutuamente en el matrimonio; de esta forma, podría llevar a un empobrecimiento espiritual o a una dureza de corazón.

El verdadero fundamento del celibato sólo puede quedar expresado en la frase:  «Dominus pars«, Tú eres el lote de mi heredad. Sólo puede ser teocéntrico. No puede significar quedar privados de amor; debe significar dejarse arrastrar por el amor a Dios y luego, a través de una relación más íntima con él, aprender a servir también a los hombres. El celibato debe ser un testimonio de fe:  la fe en Dios se hace concreta en esa forma de vida, que sólo puede tener sentido a partir de Dios. Fundar la vida en él, renunciando al matrimonio y a la familia, significa acoger y experimentar a Dios como realidad, para así poderlo llevar a los hombres.

Nuestro mundo, que se ha vuelto totalmente positivista, en el cual Dios sólo encuentra lugar como hipótesis, pero no como realidad concreta, necesita apoyarse en Dios del modo más concreto y radical posible. Necesita el testimonio que da de Dios quien decide acogerlo como tierra en la que se funda su propia vida. Por eso precisamente hoy, en nuestro mundo actual, el celibato es tan importante, aunque su cumplimiento en nuestra época se vea continuamente amenazado y puesto en tela de juicio.

Hace falta una preparación esmerada durante el camino hacia este objetivo; un acompañamiento continuo por parte del obispo, de amigos sacerdotes y de laicos, que sostengan juntos este testimonio sacerdotal. Hace falta la oración que invoque sin cesar a Dios como el Dios vivo y se apoye en él tanto en los momentos de confusión como en los de alegría. De este modo, contrariamente a la tendencia cultural que trata de convencernos de que no somos capaces de tomar esas decisiones, este testimonio se puede vivir y así puede volver a introducir a Dios en nuestro mundo como realidad.

El otro gran tema relacionado con el tema de Dios es el del diálogo. El círculo interior del complejo diálogo que hoy resulta necesario, el compromiso común de todos los cristianos en favor de la unidad, se hizo evidente en las Vísperas ecuménicas de la catedral de Ratisbona donde, además de los hermanos y hermanas de la Iglesia católica, me encontré con muchos amigos de la Ortodoxia y del Cristianismo Evangélico. Estábamos todos allí reunidos para rezar los Salmos y escuchar la palabra de Dios, y no es insignificante el hecho de que nos haya sido concedida esta unidad.

El encuentro con la Universidad, como corresponde a ese lugar, estuvo dedicado al diálogo entre la fe y la razón. Con ocasión de mi encuentro con el filósofo Jürgen Habermas, hace algunos años en Munich, él dijo que nos hacían falta pensadores capaces de traducir las convicciones cifradas de la fe cristiana al lenguaje del mundo secularizado para hacerlas así eficaces de nuevo. De hecho resulta cada vez más evidente la gran necesidad que tiene el mundo del diálogo entre la fe y la razón.

Manuel Kant, en su tiempo, consideraba que la esencia de la Ilustración se resumía en la expresión «sapere aude«:  en la valentía del pensamiento que no permite que ningún prejuicio lo ponga en aprieto. Pues bien, desde entonces la capacidad cognoscitiva del hombre, su dominio sobre la materia mediante la fuerza del pensamiento, ha hecho progresos en aquel tiempo inimaginables. Pero el poder del hombre, que ha aumentado en sus manos gracias a la ciencia, se transforma cada vez más en un peligro que se cierne sobre el hombre mismo y sobre el mundo.

La razón orientada totalmente a enseñorearse del mundo no acepta ya límites. Está a punto de tratar al hombre mismo como simple materia de su producción y de su poder. Nuestro conocimiento aumenta, pero al mismo tiempo se produce una progresiva ceguera de la razón con respecto a sus mismos fundamentos, con respecto a los criterios que le dan orientación y sentido.

La fe en el Dios que es en persona la Razón creadora del universo debe ser acogida por la ciencia de modo nuevo como un desafío y una oportunidad. Recíprocamente, esta fe debe reconocer nuevamente su intrínseca amplitud y su propia racionalidad. La razón necesita el Logos que está en el inicio y es nuestra luz; la fe, por su parte, necesita el coloquio con la razón moderna para darse cuenta de su propia grandeza y corresponder a sus responsabilidades. Esto es lo que traté de poner de relieve en mi lección magistral en Ratisbona. No es una cuestión puramente académica; en ella está en juego el futuro de todos nosotros.

En Ratisbona el diálogo entre las religiones se tocó marginalmente y desde un doble punto de vista. La razón secularizada no es capaz de entrar en un verdadero diálogo con las religiones. Si se cierra ante la cuestión de Dios, esto acabará por llevar al enfrentamiento de las culturas. El otro punto de vista se refería a la afirmación según la cual las religiones deben colaborar en la tarea común de ponerse al servicio de la verdad y, por consiguiente, del hombre.

La visita a Turquía me brindó la ocasión de manifestar también públicamente mi respeto por la religión islámica, un respeto, por lo demás, que el concilio Vaticano II (cf. Nostra aetate, 3) indicó como la actitud que debemos tomar. En este momento quiero expresar una vez más mi gratitud a las autoridades de Turquía y al pueblo turco, que me acogió con una hospitalidad tan grande y me hizo vivir días inolvidables de encuentro.

En el diálogo con el islam, qu
e es preciso intensificar, debemos tener presente que el mundo musulmán se encuentra hoy con gran urgencia ante una tarea muy semejante a la que se impuso a los cristianos desde los tiempos de la Ilustración y que el concilio Vaticano II, como fruto de una larga y ardua búsqueda, llevó a soluciones concretas para la Iglesia católica.

Se trata de la actitud que la comunidad de los fieles debe adoptar ante las convicciones y las exigencias que se afirmaron en la Ilustración. Por una parte, hay que oponerse a una dictadura de la razón positivista que excluye a Dios de la vida de la comunidad y de los ordenamientos públicos, privando así al hombre de sus criterios específicos de medida. Por otra, es necesario aceptar las verdaderas conquistas de la Ilustración, los derechos del hombre, y especialmente la libertad de la fe y de su ejercicio, reconociendo en ellos elementos esenciales también para la autenticidad de la religión.

Del mismo modo que en la comunidad cristiana tuvo lugar una larga búsqueda de la postura correcta de la fe ante esas convicciones —una búsqueda que desde luego nunca concluirá definitivamente—, así también el mundo islámico, con su propia tradición, tiene ante sí la gran tarea de encontrar a este respecto las soluciones adecuadas. En este momento, el contenido del diálogo entre cristianos y musulmanes consistirá sobre todo en encontrarse en este compromiso para hallar las soluciones correctas. Los cristianos nos sentimos solidarios con todos los que, precisamente por su convicción religiosa de musulmanes, se comprometen contra la violencia y en favor de la sinergia entre fe y razón, entre religión y libertad. En este sentido, los dos diálogos de los que he hablado se compenetran mutuamente.

Por último, en Estambul viví una vez más momentos felices de cercanía ecuménica en el encuentro con el Patriarca ecuménico Bartolomé I. Hace algunos días me escribió una carta cuyas palabras de gratitud, que brotaron de lo más íntimo de su corazón, me han hecho de nuevo muy presente la experiencia de comunión de esos días. Experimentamos que somos hermanos no sólo por palabras y acontecimientos históricos, sino desde lo más íntimo del alma; que estamos unidos por la fe común de los Apóstoles, desde dentro de nuestro pensamiento y sentimiento personal.

Experimentamos una unidad profunda en la fe y pediremos al Señor con más insistencia aún que nos conceda pronto también la unidad plena en la común fracción del Pan.

Mi profunda gratitud y mi oración fraterna se dirigen en estos momentos al Patriarca Bartolomé y a sus fieles, así como a las diversas comunidades cristianas con las que me encontré en Estambul. Esperamos y oramos para que la libertad religiosa, que corresponde a la naturaleza íntima de la fe y está reconocida en los principios de la Constitución turca, encuentre en las formas jurídicas adecuadas y en la vida diaria del Patriarcado y de las demás comunidades cristianas una realización práctica cada vez mayor.

«Et erit iste pax«:  «Él será la paz», dice el profeta Miqueas (Mi 5, 4) refiriéndose al futuro dominador de Israel, cuyo nacimiento en Belén anuncia. A los pastores que apacentaban sus ovejas en los campos cercanos a Belén los ángeles les dijeron:  el Esperado ha llegado. «Paz en la tierra a los hombres» (Lc 2, 14). Él mismo, Cristo, el Señor, dijo a sus discípulos:  «La paz os dejo, mi paz os doy» (Jn 14, 27). A partir de estas palabras se formó el saludo litúrgico:  «La paz esté con vosotros». Esta paz, que se comunica en la liturgia, es Cristo mismo. Él se nos da como la paz, como la reconciliación, superando toda frontera. Donde es acogido, surgen islas de paz.

Los hombres hubiéramos querido que Cristo eliminara de una vez para siempre toda las guerras, destruyera las armas y estableciera la paz universal. Pero debemos aprender que la paz no puede alcanzarse únicamente desde fuera con estructuras y que el intento de establecerla con la violencia sólo lleva a una violencia siempre nueva. Debemos aprender que la paz, como decía el ángel de Belén, implica eudokia, abrir nuestro corazón a Dios. Debemos aprender que la paz sólo puede existir si se supera desde dentro el odio y el egoísmo. El hombre debe renovarse desde su interior; debe renovarse y ser distinto.

Así la paz en este mundo sigue siendo débil y frágil. Y nosotros sufrimos las consecuencias. Precisamente por eso estamos llamados, mucho más aún, a dejar que la paz de Dios penetre en nuestro interior y a llevar su fuerza al mundo. En nuestra vida debe realizarse lo que en el bautismo aconteció sacramentalmente en nosotros:  la muerte del hombre viejo y el nacimiento del nuevo. Y seguiremos pidiendo al Señor con gran insistencia:  Sacude los corazones. Haznos hombres nuevos. Ayuda para que la razón de la paz triunfe sobre la irracionalidad de la violencia. Haznos portadores de tu paz.

Que nos obtenga esta gracia la Virgen María, a la que os encomiendo a vosotros y vuestro trabajo. A cada uno de vosotros, aquí presentes, y a vuestros seres queridos renuevo mi más cordial felicitación navideña. Y, como signo de nuestra alegría, mañana será día de vacación en la Curia, para prepararse bien, material y espiritualmente, a la Navidad. A los colaboradores de los diversos dicasterios y oficinas de la Curia romana y de la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano les imparto con afecto la bendición apostólica.

¡Feliz Navidad! Os felicito también por el Año nuevo.

[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2006 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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