Las causas del alejamiento de Dios están en lo profundo del corazón humano (II)

Entrevista con el cardenal Poupard, presidente del Consejo Pontificio de la Cultura

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BUDAPEST, miércoles, 10 enero 2007 (ZENIT.org).- Según el cardenal Paul Poupard, invertir en la formación de la persona humana, en primer lugar en su dimensión interior, moral y luego intelectual y física, significa echar las bases para una sociedad sana.

El presidente de los consejos pontificios de la Cultura y para el Diálogo Interreligioso sostiene que a través de este itinerario educativo y una «renovación interior» de los gobernantes y ciudadanos es posible aportar cambios a la vida pública.

La primera parte de la entrevista fue publicada en Zenit el 9 de enero.

–¿En su opinión, cómo podría penetrar en la vida pública, tanto política como institucional, una sólida visión ética?

–Cardenal Poupard: La respuesta puede remitirse a la cuestión del inescrutable misterio del corazón humano. Está inquieto, como ya lo afirmó san Agustín, hasta que no encuentra a Dios. Y este estado de inquietud, si no es guiado hacia un descubrimiento de Dios Amor, crea incluso desorden, discrepancias entre pueblos, culturas y religiones, marcadas por las injusticias y la guerra. La vida pública, en este sentido, refleja a menudo el estado del corazón de los hombres: de los simples ciudadanos y de los gobernantes. Por esto Juan Pablo II llamaba a menudo la atención de los políticos, de los pastores, de los docentes universitarios y de los jóvenes, sobre la exigencia de ser hombres de conciencia. Las palabras del Papa pronunciadas en 1998 sintetizan bien la idea de que hablo: «La verdadera renovación del hombre y de la sociedad se realiza siempre mediante la renovación de las conciencias. Sólo el cambio de las estructuras sociales, de las económicas y políticas –si bien importante– puede sin embargo demostrarse una ocasión desaprovechada, si detrás de él no hay hombres de conciencia. Son ellos los que hacen que el conjunto de la vida social se forme en definitiva según las reglas de aquella ley, que no ha sido el hombre quien se la ha dado, que él descubre “en lo íntimo de la conciencia, a cuya voz debe obedecer”».

De este llamamiento dimana un imperativo de evangelización que no debe excluir a los hombres de la política, del espectáculo, de los medios, y de las diversas instituciones educativas, sino que debe saberlos encontrar. El Congreso que hemos querido organizar aquí en Budapest, no quiere limitarse sólo a un debate académico, sino que busca indicar la importancia de esta dimensión ética, sin la cual nuestro continente corre el riesgo de sumergirse en nuevos conflictos e injusticias. Europa esta sometida a diversos procesos de transformación pero éstos no pueden sustituir nuestra misión de anunciar el mensaje de Cristo que hace al hombre un ser ético. Este anuncio evangélico hoy reclama una nueva valentía y entusiasmo, pero es el camino que lleva al encuentro, incluso en la vida pública y política de todo el continente, así como de cada país. Esto induce también al descubrimiento del hombre de conciencia, que es hombre de ética. Sin las personas dispuestas a abrir sus corazones a una renovación interior, la ética corre el riesgo de ser un elemento marginal de la vida considerado un fastidioso peso, en lugar de un importante factor.

–Varios países de Europa están viviendo una fase de transición que implica también las directrices de su sistema educativo. ¿Cuál es el mensaje que la Iglesia debería transmitir en este momento y, sobre todo, en qué modo podría actuar para facilitar la difusión de sus tesis en el debate político de cada país?

–Cardenal Poupard: Diría que normalmente las fases de transición, no sólo en el campo educativo sino en general, son particularmente difíciles, porque a menudo están marcadas por las tensiones de las estructuras institucionales e incluso mentales del pasado, que chocan con las exigencias orientadas hacia un futuro. Los sistemas educativos en tal contexto acusan mayor malestar, y no sólo por el hecho de que deben afrontar el enorme esfuerzo de revisar la enseñanza de las materias, en sus métodos y a menudo incluso en los contenidos esenciales de la historia y la hermenéutica, sino sobre todo porque los niños y los jóvenes a los que se dirige tal enseñanza fácilmente se convierten en víctimas de las incertidumbres institucionales.

El proceso educativo no es una simple transmisión de datos útiles sino una formación de la persona humana, antes en su dimensión interior, moral y luego intelectual y física. Hoy, desafortunadamente, estos tres elementos de la formación integral no son percibidos, mientras constituyen el fundamento de una sociedad sana. No se puede limitar la educación sólo a la dimensión atlética o intelectual. Un hombre moralmente no-formado se de-forma y fácilmente se hace inmoral o incluso amoral. Es importante, por tanto, volver a la idea de la formación de la personalidad de los niños y de los jóvenes en su carácter. Por esto el Concilio Vaticano II insiste en el papel de la formación espiritual y moral. La constitución «Gaudium et Spes», hablando de los jóvenes dice: «Para que cada uno pueda cultivar con mayor cuidado el sentido de su responsabilidad tanto respecto a sí mismo como de los varios grupos sociales de los que es miembro, hay que procurar con suma diligencia una más amplia cultura espiritual, valiéndose para ello de los extraordinarios medios de que el género humano dispone hoy día. Particularmente la educación de los jóvenes, sea el que sea el origen social de éstos, debe orientarse de tal modo, que forme hombres y mujeres que no sólo sean personas cultas, sino también de generoso corazón, de acuerdo con las exigencias perentorias de nuestra época» (GS, 31).

Obviamente, no se trata aquí de hacer más pesada la ya difícil tarea de las instituciones como escuelas y universidades, sino de saber unir las fuerzas de las diferentes instituciones gubernamentales, sociales, eclesiásticas y mediáticas para proponer una constante y coherente formación de la juventud antes incluso de que empiece a ir a la escuela. Esto quiere decir que hay que pensar en la formación de los niños, incluso en el núcleo familiar, pues aunque esto pueda resultar difícil es un verdadero desafío del presente y del futuro. Quien ha podido visitar más de una vez el «Sience Museum» en Londres, ha podido descubrir que hay enteras secciones pensadas para los niños y para los jóvenes. Incluso hay ambientes en los que los niños a partir de los cuatro años pueden asistir a excepcionales lecciones de Física y aprender los principios de acústica, electricidad, dinámica, simplemente jugando.

Familias enteras visitan este lugar que ofrece gratuitamente una gran ayuda a los padres, pero sobre todo una excepcional oportunidad de encuentro con la ciencia a los niños y a los jóvenes. Es sólo un pequeño ejemplo que puede servir como punto de referencia para la promoción para iniciativas similares. En este sentido, también la Iglesia tiene un papel importante en la formación y en la estructuración de los sistemas educativos, pero no como parte del debate político, sino como promotora de los sistemas educativos basados en el mensaje evangélico. Pienso en las actividades de las escuelas y de las universidades católicas, así como en las realidades de los centros juveniles parroquiales, los grupos deportivos, la formación de los scouts, etc. Todo lo que pueda ofrecer a la juventud «razones de vida y de esperanza» (Gaudium et Spes, 31).

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ZENIT Staff

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