CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 12 enero 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el informé que ofreció el cardenal Walter Kasper, presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, a Benedicto XVI y a los cardenales de la Iglesia reunidos en el Vaticano el 23 de noviembre pasado en vísperas del consistorio para la creación de nuevos purpurados.
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En el tiempo de que dispongo, por desgracia, sólo podré presentar en sus grandes líneas y, no de modo exhaustivo, los informes y reflexiones sobre la situación ecuménica actual. Con todo, espero que mi relación ponga de relieve la obra de la divina Providencia, que guía hacia la unidad a los cristianos separados, para que su testimonio sea un signo cada vez más claro ante el mundo.
1. Comenzaré con una primera observación, que considero esencial. Lo que llamamos ecumenismo -y que es necesario distinguir del diálogo interreligioso- encuentra su fundamento en el testamento que nos dejó Jesús mismo la víspera de su muerte: "Ut unum sint" (Jn 17, 21). El concilio Vaticano II definió la promoción de la unidad de los cristianos como uno de sus principales objetivos (cf. Unitatis redintegratio, 1) y como un impulso del Espíritu Santo (cf. ib., 1 y 4). El Papa Juan Pablo II declaró que la búsqueda ecuménica es un camino irreversible (cf. Ut unum sint, 3); y el Papa Benedicto XVI, desde el primer día de su pontificado, asumió como compromiso primario el trabajar sin escatimar energías en el restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los seguidores de Cristo. Es consciente de que para esto no bastan las manifestaciones de buenos sentimientos. Hacen falta gestos concretos que entren en los corazones y sacudan las conciencias, impulsando a cada uno a la conversión interior, que es el presupuesto de todo progreso en el camino del ecumenismo (cf. Homilía en la misa en la capilla Sixtina ante el Colegio cardenalicio, 20 de abril de 2005). Por tanto, el ecumenismo no es una elección opcional, sino un deber sagrado.
Naturalmente, ecumenismo no es sinónimo ni de humanismo ingenuo ni de relativismo eclesiológico. Se apoya en la firme conciencia que la Iglesia católica tiene de sí misma y en los principios católicos, de los que habla el decreto sobre el ecumenismo (cf. Unitatis redintegratio, 2-4). Es un ecumenismo de la verdad y de la caridad; ambas están íntimamente unidas y no pueden sustituirse mutuamente. Ante todo, es preciso respetar el diálogo de la verdad. Las normas concretas están expuestas de modo vinculante en el "Directorio ecuménico" de 1993.
El resultado más significativo del ecumenismo en los últimos decenios -y también el más gratificante- no son los diversos documentos, sino la fraternidad recuperada, haber redescubierto que somos hermanos y hermanas en Cristo, haber aprendido a apreciarnos los unos a los otros, y haber emprendido juntos el camino hacia la unidad plena (cf. Ut unum sint, 42).
Por este camino, la cátedra de Pedro se ha convertido durante los últimos cuarenta años en un punto de referencia cada vez más importante para todas las Iglesias y para todas las comunidades eclesiales. El hecho de que, tras el entusiasmo inicial, se haya asumido una actitud de mayor sobriedad demuestra que el ecumenismo se ha vuelto más maduro, más adulto. Ya es una realidad diaria, percibida como algo normal en la vida de la Iglesia. Con gran gratitud debemos reconocer en ese desarrollo la obra del Espíritu Santo que guía a la Iglesia.
De modo más específico, podemos distinguir tres campos en el ecumenismo. Ante todo, el de las relaciones con las antiguas Iglesias orientales y con las Iglesias ortodoxas del primer milenio, que reconocemos como Iglesias puesto que, a nivel eclesiológico, han mantenido como nosotros la fe y la sucesión apostólicas. En segundo lugar, el de las relaciones con las comunidades eclesiales surgidas directa o indirectamente -como las Iglesias libres- de la Reforma del siglo XVI; estas comunidades han desarrollado su propia eclesiología, tomando como fundamento la sagrada Escritura. Y, por último, la historia reciente del cristianismo ha registrado una "tercera oleada", la del movimiento carismático y el movimiento pentecostal, surgidos al inicio del siglo XX y extendidos luego por todo el mundo con un crecimiento exponencial.
Así pues, el ecumenismo debe afrontar una realidad muy variada y diferenciada, que se caracteriza por fenómenos muy diversos según los contextos culturales y las Iglesias locales.
2. Comencemos por las Iglesias del primer milenio. Ya en los primeros diez años de diálogo con las Iglesias orientales pre-calcedonianas, o sea, en el período comprendido entre los años 1980 y 1990, logramos resultados importantes. Gracias al consenso conseguido entre el Papa Pablo VI y el Papa Juan Pablo II con los Patriarcas respectivos fue posible superar las antiguas controversias cristológicas surgidas en torno al concilio de Calcedonia (año 451) y, por lo que atañe a la Iglesia asiria de Oriente, en torno al concilio de Éfeso (año 381).
En la segunda fase, el diálogo se concentró en la eclesiología, es decir, en el concepto de comunión eclesial y en sus criterios. El próximo encuentro se tendrá en Damasco del 27 de enero al 2 de febrero de 2008. En él se discutirá por primera vez el borrador de un documento sobre "Naturaleza, constitución y misión de la Iglesia". Gracias a este diálogo, las Iglesias de antigua tradición, e incluso de tradición apostólica, toman de nuevo contacto con la Iglesia universal después de haber vivido al margen de ella durante mil quinientos años. Es muy normal que eso suceda sólo lentamente, paso a paso, dadas las circunstancias, es decir, los muchos siglos de separación y las grandes diferencias de cultura y mentalidad.
El diálogo con las Iglesias ortodoxas de tradición bizantina, siríaca y eslava, se inició oficialmente en 1980. Con esas Iglesias tenemos en común los dogmas del primer milenio, la Eucaristía y los demás sacramentos, la veneración de María, Madre de Dios, y de los santos, y la estructura episcopal de la Iglesia. A estas Iglesias, como a las antiguas Iglesias orientales, las consideramos Iglesias hermanas de las Iglesias locales católicas. Ya existían diferencias en el primer milenio, pero en esa época no se percibían como un factor de división en el seno de la Iglesia. La separación verdadera se produjo a través de un largo proceso de alejamiento y alienación, a causa de una falta de comprensión y de amor recíprocos, como puso de manifiesto el concilio ecuménico Vaticano II (cf. Unitatis redintegratio, 14). Por tanto, lo que sucede hoy es necesariamente un proceso inverso de reconciliación mutua.
Los primeros pasos importantes se dieron ya durante el Concilio. Conviene recordar, por ejemplo, el encuentro y el intercambio de correspondencia entre el Papa Pablo VI y el Patriarca ecuménico Atenágoras, el famoso "Tomos agapis" y la cancelación de la memoria de la Iglesia de las excomuniones recíprocas del año 1054, en el penúltimo día del Concilio. Sobre esas bases fue posible reanudar algunas formas de co munión eclesial del primer milenio: el intercambio de visitas, de mensajes y de misivas entre el Papa y los Patriarcas, sobre todo con el Patriarca ecuménico; la cordial convivencia y colaboración en muchas Iglesias locales; la concesión, para uso litúrgico, de edificios de culto por parte de la Iglesia católica a cristianos ortodoxos que viven entre nosotros en la diáspora, como signo de hospitalidad y de comunión.
Durante el Ángelus pronunciado con ocasión de la fiesta de San Pedro y San Pablo de este año, el Papa Benedicto XVI subrayó que con estas Iglesias estamos ya en una comunión eclesial casi plena.
En los primeros diez años del diálogo, desde 1980 hasta 1990, se puntualizó y se puso de relieve lo que tenemos en común con respecto a los sacramentos (sobre todo, a la Eucaristía) y al ministerio episcopal y sacerdotal. Sin embargo, el cambio político de 1989-1990, en vez de simplificar nuestras relaciones, las complicó. La vuelta de las Iglesias católicas orientales a la vida pública, después de años de brutales persecuciones y de heroica resistencia pagada incluso al precio de la sangre, ha sido vista por las Iglesias ortodoxas como amenaza de un nuevo "uniatismo". Así, en la década de 1990, a pesar de las importantes aclaraciones que se hicieron en los encuentros de Balamand (1993) y Baltimore (2000), el diálogo se estancó. La situación de crisis se agudizó sobre todo en las relaciones con la Iglesia ortodoxa rusa después de la erección canónica de cuatro diócesis en Rusia el año 2002.
Gracias a Dios, después de muchos esfuerzos realizados con paciencia, el año pasado fue posible reanudar el diálogo; en 2006 se tuvo un encuentro en Belgrado y hace cerca de un mes nos reunimos de nuevo en Rávena. En esa ocasión, se produjo una decisiva mejora por lo que respecta al ambiente y a las relaciones, a pesar de que se ausentó la delegación rusa por motivos inter-ortodoxos. Así se inició una prometedora tercera fase de diálogo.
El documento de Rávena, titulado: "Consecuencias eclesiológicas y canónicas de la naturaleza sacramental de la Iglesia", ha constituido un vuelco importante. Por primera vez, los interlocutores ortodoxos han reconocido un nivel universal de la Iglesia y han admitido que también en este nivel existe un Protos, un Primado, que sólo puede ser el Obispo de Roma según la taxis de la Iglesia antigua.
Todos los participantes son conscientes de que este es sólo un primer paso y que el camino hacia la comunión eclesial plena será aún largo y difícil; sin embargo, con este documento hemos puesto una base para el diálogo futuro. El tema que se abordará en la próxima sesión plenaria será: "El papel del Obispo de Roma en la comunión de la Iglesia en el primer milenio".
Por lo que atañe más específicamente al Patriarcado de Moscú de la Iglesia ortodoxa rusa, las relaciones en los últimos años se han allanado sensiblemente. Podemos decir que ya no hay hielo, sino deshielo. Desde nuestro punto de vista, sería útil un encuentro entre el Santo Padre y el Patriarca de Moscú. El Patriarcado de Moscú nunca ha excluido categóricamente ese encuentro, pero considera oportuno resolver antes los problemas que, a su parecer, existen en Rusia y sobre todo en Ucrania. Conviene recordar, por lo demás, que se han tenido muchos encuentros también en otros niveles. Entre ellos cabe mencionar la reciente visita del Patriarca Alexis II a París, considerada por ambas partes como un paso importante.
Resumiendo, podemos afirmar que aún serán necesarias una continua purificación de la memoria histórica y muchas oraciones para que, sobre la base común del primer milenio, logremos colmar la fractura entre Oriente y Occidente, y restablecer la comunión eclesial plena. A pesar de las dificultades que aún persisten, es fuerte y legítima la esperanza de que, con la ayuda de Dios y gracias a la oración de tantos fieles, la Iglesia, después de la división del segundo milenio, en el tercero vuelva a respirar con sus dos pulmones.
3. Pasemos ahora a las relaciones con las comunidades eclesiales surgidas de la Reforma. También en este campo se han registrado signos estimulantes. Todas las comunidades eclesiales se han manifestado interesadas en el diálogo, y la Iglesia católica mantiene el diálogo con casi todas las comunidades eclesiales. Se ha alcanzado cierto consenso en el ámbito de las verdades de fe, sobre todo por lo que concierne a las cuestiones fundamentales de la doctrina sobre la justificación.
En muchos lugares existe una fecunda colaboración en el ámbito social y humanitario. Se ha generalizado progresivamente una actitud de confianza mutua y de amistad, caracterizada por un profundo deseo de unidad, que sigue existiendo a pesar de que, de vez en cuando, se registran tonos más duros y ásperas desilusiones. De hecho, la intensa red de relaciones, tanto personales como institucionales, que se han desarrollado mientras tanto, puede resistir las tensiones ocasionales.
La situación ecuménica no ha sufrido ninguna interrupción, sino un profundo cambio. Se trata del mismo cambio que han experimentado la Iglesia y el mundo en general. Aquí me limitaré a citar sólo algunos aspectos de esta transformación.
1) Después de haber logrado un consenso fundamental sobre la doctrina de la justificación, ahora debemos nuevamente discutir temas clásicos controvertidos, entre los que cabe destacar la eclesiología y los ministerios eclesiales (cf. Ut unum sint, 66). A este propósito, las "Cinco respuestas" dadas por la Congregación para la doctrina de la fe el pasado mes de julio han suscitado perplejidad y originado cierto malhumor. La agitación que se ha producido con respecto a ese documento era, por lo general, injustificada, pues el texto no afirma nada nuevo, sino que reafirma de modo sintético la doctrina católica. Sin embargo, sería de desear que se revisara la forma, el lenguaje y la presentación en público de esas declaraciones.
2) Las diferentes eclesiologías llevan necesariamente a tener distintas concepciones de lo que es la finalidad del ecumenismo. Así, el hecho de que nos falte un concepto común de unidad eclesial como meta por alcanzar, es un problema. Ese problema es aún más grave si consideramos que la comunión eclesial es para los católicos el presupuesto para una comunión eucarística y que la ausencia de una comunión eucarística conlleva grandes dificultades pastorales, sobre todo en el caso de matrimonios y familias mixtas.
3) Mientras, por una parte, nos esforzamos por superar las antiguas controversias, por otra surgen nuevas divergencias en el campo ético. Eso atañe de modo especial a las cuestiones relativas a la defensa de la vida, al matrimonio, a la familia y a la sexualidad humana. A causa de estas nuevas brechas que se están produciendo, el testimonio público común se ha debilitado notablemente, por no decir que resulta casi imposible. La crisis que se ha verificado en el interior de las respectivas comunidades se puede ejemplificar con gran claridad en la situación de la Comunión anglicana, que no es un caso aislado.
4) La teología protestante, marcada durante los primeros años del diálogo por el "renacimiento luterano" y por la teología de la palabra de Dios de Karl Barth, ahora ha vuelto a los motivos de la teología liberal. En consecuencia, constatamos que, en lo que atañe a la parte protestante, los fundamentos cristológicos y trinitarios que habían sido hasta ahora un presupuesto común, quedan a veces diluidos. Lo que considerábamos nuestro patrimonio común ha comenzado a deshacerse en muchos puntos como los glaciares en los Alpes.
Pero también hay fuertes corrientes contrarias, que han surgido como reacción ante los fenómenos que he mencionado. Se registra en todo el mundo un fuerte crecimiento de grupos evangélicos, cuyas posiciones coinciden por lo general con las nuestras en las cuestiones dogmáticas fundamentales, sobre todo en el campo ético, pero a menudo son muy divergentes en lo que atañe a la eclesiología, la teología de los sacramentos, la exégesis bíblica y la comprensión de la tradición.
Hay agrupaciones eclesiales importantes que desean imponer en el anglicanismo y en el luteranismo elementos de la tradición católica por lo que se refiere a la liturgia y al ministerio eclesial. A estas agrupaciones se les añaden cada vez más comunidades monásticas que, viviendo frecuentemente según la regla benedictina, se sienten cercanas a la Iglesia católica. Además, existen comunidades pietistas que, ante la crisis relativa a las cuestiones éticas, no se sienten totalmente a gusto en las comunidades eclesiales protestantes; y ven con gratitud las claras tomas de posición del Papa, que no hace mucho tiempo criticaban con un tono menos benévolo.
Todos estos grupos, juntamente con las comunidades católicas de vida consagrada y los nuevos movimientos espirituales, han constituido recientemente "redes espirituales", agrupadas a menudo en torno a monasterios como Chevetogne, Bose y sobre todo Taizé, y también en movimientos como el de los Focolares y el de "Chemin neuf".
De este modo, podemos decir que el ecumenismo vuelve a sus orígenes en pequeños grupos de diálogo, de oración y de estudio bíblico. Recientemente, estos grupos han tomado la palabra también en público, por ejemplo en los grandes encuentros de los movimientos en Stuttgart, en 2004 y en 2007. Así, juntamente con los diálogos oficiales, que cada vez resultan más difíciles, han surgido nuevas formas de diálogo prometedoras.
Por consiguiente, esta panorámica general nos muestra que no sólo existe un acercamiento ecuménico, sino que también hay fragmentaciones y fuerzas centrífugas que están actuando. Además, si tomamos en cuenta las numerosas "Iglesias" así llamadas independientes, que siguen surgiendo sobre todo en África, y la proliferación de grupúsculos a menudo muy agresivos, comprobamos que el panorama ecuménico ahora resulta muy diferenciado y confuso. Este pluralismo no es más que el reflejo de la situación pluralista de la sociedad "pos-moderna", que a menudo lleva a un relativismo religioso.
En el contexto actual, son particularmente importantes los encuentros como la asamblea plenaria del Consejo mundial de Iglesias, que tuvo lugar en febrero del año pasado en Porto Alegre (Brasil), el "Global Christian Forum" y la "Asamblea ecuménica europea", celebrada en septiembre de este año en Sibiu-Hermannstadt (Rumanía). Estos encuentros tienen como finalidad reunir en diálogo a los diversos grupos divergentes y, en la medida de lo posible, mantener unido el movimiento ecuménico con sus luces, sus sombras y sus nuevos desafíos, en una situación que ha cambiado y que sigue cambiando rápidamente.
4. El tema del pluralismo me lleva a la tercera oleada de la historia del cristianismo, es decir, la difusión de los grupos carismáticos y pentecostales, los cuales, con cerca de cuatrocientos millones de fieles en todo el mundo, ocupan el segundo lugar entre las comunidades cristianas, desde el punto de vista numérico, y experimentan un crecimiento exponencial. Sin una estructura común y sin un órgano central, son muy diversos entre sí. Se consideran como el fruto de un nuevo Pentecostés; en consecuencia, el bautismo del Espíritu desempeña para ellos un papel fundamental.
Refiriéndose a ellos, el Papa Juan Pablo II afirmó que este fenómeno no debe considerarse sólo de modo negativo, pues, más allá de los innegables problemas, testimonia el deseo de una experiencia espiritual. Eso no quita que, por desgracia, muchas de esas comunidades mientras tanto se han convertido en una religión que promete una felicidad terrena.
Con los pentecostales clásicos ha sido posible entablar un diálogo oficial. Con otros siguen existiendo notables dificultades a causa de sus métodos misioneros un poco agresivos. Ante ese desafío, el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos ha organizado en varios continentes seminarios para obispos, teólogos y laicos comprometidos en el ecumenismo: en América Latina (São Paulo y Buenos Aires); en África (Nairobi y Dakar); en Asia (Seúl y Manila). El resultado de estos seminarios se refleja también en el documento final de la V Asamblea general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, celebrada en Aparecida en mayo de este año.
Ante todo, es necesario hacer un examen de conciencia pastoral y preguntarnos de modo auto-crítico: ¿Por qué tantos cristianos abandonan nuestra Iglesia? No debemos comenzar preguntándonos: ¿qué es lo que no está bien en los pentecostales?, sino más bien: ¿cuáles son nuestras carencias pastorales, y cómo podemos reaccionar ante este nuevo desafío con una renovación litúrgica, catequética, pastoral y espiritual?
5. Esta pregunta nos lleva a la pregunta conclusiva: ¿De qué modo proseguir el camino ecuménico? No es posible dar una respuesta única. La situación es demasiado diversa según las regiones geográficas, los ambientes culturales y las Iglesias locales. Son las Conferencias episcopales, en particular, las que deben asumir sus responsabilidades.
En línea de principio, debemos partir del patrimonio común de fe y permanecer fieles a lo que, con la ayuda de Dios, ya hemos conseguido ecuménicamente. En la medida de lo posible, debemos dar un testimonio común de esta fe en un mundo cada vez más secularizado. Eso significa, en la situación actual, también redescubrir y reforzar los fundamentos de nuestra fe. De hecho, todo se tambalea y se vacía de sentido si no tenemos una fe firme y consciente en el Dios vivo, uno y trino, en la divinidad de Cristo, en la fuerza salvífica de la cruz y de la resurrección. Para quien ya no sabe lo que es el pecado y lo que es estar implicado en el pecado, la justificación del pecador no tiene ninguna importancia.
Sólo apoyándonos en la fe común es posible dialogar sobre nuestras diferencias. Y ese diálogo debe realizarse de un modo claro pero no polémico. No debemos ofender la sensibilidad de los demás o desacreditarlos; no debemos señalar con el dedo lo que nuestros interlocutores ecuménicos no son y lo que no tienen. Más bien, debemos dar testimonio de la riqueza y de la belleza de nuestra fe de un modo positivo y acogedor. De los demás esperamos la misma actitud. Si esto sucede, entonces podrá existir entre nosotros y nuestros interlocutores, como dice la encíclica Ut unum sint (1995), no sólo un intercambio de ideas, sino también de dones, con el que nos enriqueceremos ambos (cf. nn. 28 y 57). Ese ecumenismo de intercambio no es un empobrecimiento, sino un enriquecimiento mutuo.
En el diálogo fundamentado en el intercambio espiritual, el diálogo teológico desempeñará también en el futuro un papel esencial. Sin embargo, sólo será fecundo si está sostenido por un ecumenismo de la oración, de la conversión del corazón y de la santificación personal. En efecto, el ecumenismo espiritual es el alma misma del movimiento ecuménico (cf. Unitatis redintegratio, 8; Ut unum sint, 21-27) y a nosotros nos toca promoverlo en primer lugar. Sin una verdadera espiritualidad de comunión, que permite dejar espacio al otro sin renunciar a la propia identidad, todos nuestros esfuerzos desembocarían en un árido y vacío activismo.
Si hacemos nuestra la oración que Jesús pronunció en la víspera de su muerte, no debemos desalentarnos y vacilar en nuestra fe. Como dice el Evangelio, debemos confiar en que lo que pedimos en el nombre de Cristo será escuchado (cf. Jn 14, 13). A nosotros no nos toca decidir cuándo, dónde y cómo. Eso corresponde a Aquel que es el Señor de la Iglesia y que congregará a su Iglesia desde los cuatro vientos. Nosotros debemos contentarnos con hacer todo lo que esté de nuestra parte, reconociendo con gratitud los dones recibidos, es decir, lo que el ecumenismo ha realizado hasta ahora, y mirar al futuro con esperanza. Basta echar, con un mínimo de realismo, una mirada a los "signos de los tiempos" para comprender que no hay ninguna alternativa realista al ecumenismo, y sobre todo ninguna alternativa de fe.