Resumen del Mensaje al Pueblo de Dios del Sínodo de los Obispos

CIUDAD DEL VATICANO, viernes 24 de octubre de 2008 (ZENIT.org).- Presentamos el resumen del Mensaje al Pueblo de Dios del Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios publicado este viernes.

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Queridos Hermanos y Hermanas
«en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor nuestro, gracia a vosotros y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y del Señor Jesucristo» (1 Cor 1, 2-3). Con el saludo del Apóstol Pablo -en este año dedicado a él- nosotros, los Padres Sinodales reunidos en Roma para la XII Asamblea General del Sínodo de los Obispos con el Santo Padre Benedicto XVI, os dirigimos un mensaje de amplia reflexión y propuesta sobre la Palabra de Dios que está en el centro de los trabajos de nuestra asamblea.

Es un mensaje que encomendamos, ante todo, a vuestros pastores, a los tantos y tan generosos catequistas y a todos aquellos que los guían en la escucha y en la lectura amorosa de la Biblia. A vosotros en este momento deseamos delinearos el alma y la sustancia de ese texto para que crezca y se profundice el conocimiento y el amor por la Palabra de Dios. Cuatro son los puntos cardinales del horizonte que deseamos invitaros a conocer y que expresaremos a través de otras tantas imágenes.

Tenemos ante todo la Voz divina. Ella resuena en los orígenes de la creación, quebrando el silencio de la nada y dando origen a las maravillas del universo. Es una Voz que penetra luego en la historia, herida por el pecado humano y atormentada por el dolor y la muerte. Ella ve también al Señor en marcha junto con la humanidad para ofrecer su gracia, su alianza, su salvación. Es una Voz que desciende luego en las páginas de las Sagradas Escrituras que ahora nosotros leemos en la Iglesia bajo la guía del Espíritu Santo que fue donado como luz de verdad a ella y a sus pastores
Además, como escribe San Juan, «la Palabra se hizo carne» (1, 14). Y aquí entonces aparece el Rostro. Es Jesucristo, que es Hijo del Dios eterno e infinito, pero también hombre mortal, ligado a una época histórica, a un pueblo y a una tierra. Él vive la existencia fatigosa de la humanidad hasta la muerte, pero resurge y vive para siempre. Él es quien hace que sea perfecto nuestro encuentro con la Palabra de Dios. Él es quien nos devela el «sentido pleno» y unitario de las Sagradas Escrituras por las que el Cristianismo es una religión que tiene en el centro una persona, Jesucristo, revelador del Padre. Él nos hace entender que también las Escrituras son «carne», es decir, palabras humanas que se deben comprender y estudiar en su modo de expresarse, pero que custodian en su interior la luz de la verdad divina que sólo con el Espíritu Santo podemos vivir y contemplar.

Es el mismo Espíritu de Dios que nos conduce al tercer punto cardinal de nuestro itinerario, la Casa de la palabra divina, es decir, la Iglesia que, como nos sugiere San Lucas (Hch 2, 42) está sostenida por cuatro columnas ideales. Tenemos «la enseñanza», es decir, leer y comprender la Biblia en el anuncio hecho a todos, en la catequesis, en la homilía, a través de la proclamación que implica la mente y el corazón. Tenemos luego «la fracción del pan», es decir, la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia. Como aconteció aquel día en Emaús, los fieles son invitados a nutrirse en la liturgia en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo. Una tercera columna está constituida por las «oraciones» con «himnos y cánticos inspirados» (Col 3, 16). Es la Liturgia de las Horas, oración de la Iglesia destinada a ritmar los días y los tiempos del año cristiano. Tenemos también la Lectio divina, la lectura orante de las Sagradas Escrituras capaces de conducir, en la meditación, en la oración, en la contemplación al encuentro con el Cristo, palabra de Dios viviente. Y, por último, la «comunión fraterna» porque para ser verdaderos cristianos no basta con ser «aquellos que oyen la Palabra de Dios» (Lc 8, 21). En la casa de la palabra de Dios encontramos también a los hermanos y hermanas de las otras Iglesias y comunidades cristianas que, aún en las separaciones, viven una real unidad, si bien no plena, a través de la veneración y el amor por la Palabra divina.

Llegamos así a la última imagen del mapa espiritual. Es el camino sobre la que se encauza la palabra de Dios: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes…y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» … «lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados» (Mt 28, 19-20; 10, 27). La Palabra de Dios debe correr por los caminos del mundo que hoy son también los de la comunicación informática, televisiva y virtual. La Biblia debe entrar en las familias para que padres e hijos la lean, con ella recen y sea para ellos una antorcha para sus pasos en el camino de la existencia (cf. Sal 119, 105). Las Sagradas Escrituras deben entrar también en las escuelas y en los ámbitos culturales porque, durante siglos, fue el punto de referencia capital del arte, de la literatura, de la música, del pensamiento y de la misma ética común. Su riqueza simbólica, poética y narrativa hace de ellas un estandarte de belleza sea para la fe que para la misma cultura, en un mundo con frecuencia marcado por la fealdad y por la indignidad.

La Biblia, sin embargo, nos presenta también el soplo de dolor que sale de la tierra, sale al encuentro del grito de los oprimidos y del lamento de los infelices. Ella tiene la cruz en el vértice donde Cristo, solo y abandonado, vive la tragedia del sufrimiento más atroz y de la muerte. Precisamente por esta presencia del Hijo de Dios, la oscuridad del mal y de la muerte está irradiada por la luz pascual y por la esperanza de la gloria. Pero sobre los caminos del mundo marchan con nosotros también los hermanos y hermanas de las otras Iglesias y comunidades cristianas que, aún en las separaciones, viven una real unidad aunque no sea plena, a través de la veneración y el amor por la Palabra de Dios. A lo largo de los caminos del mundo encontramos con frecuencia hombres y mujeres de otras religiones que escuchan y practican fielmente los dictados de sus libros sagrados y que con nosotros pueden edificar un mundo de paz y de luz porque Dios quiere que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tim 2, 4).

Queridos hermanos y hermanas, custodiad la Biblia en vuestras casas, leedla, profundizad y comprended plenamente sus páginas, transformadla en oración y testimonio de vida, escuchadla con amor y fe en la liturgia. Cread el silencio para escuchar con eficacia la Palabra del Señor y conservad el silencio después de la escucha, porque ella continuará a habitar, a vivir y a hablaros. Haced que resuene al comienzo de vuestro día para que Dios tenga la primera palabra y dejadla resonar en vosotros a la noche para que la última palabra sea de Dios.

«Os encomiendo a Dios y a la Palabra de su gracia» (Hch 20, 32). Con la misma expresión que San Pablo en su discurso de adiós a los jefes de la Iglesia de Éfeso, también nosotros, los Padres Sinodales, confiamos los fieles de las comunidades esparcidas sobre la faz de la tierra a la palabra divina que es también juicio y sobre todo gracia, que es cortante como una espada pero que es dulce como el panal de miel. Ella es potente y gloriosa y nos guía por los caminos de la historia con la mano de Jesús que vosotros como nosotros » aman a nuestro Señor Jesucristo en la vida incorruptible» (Ef 6, 24).

[Traducción del original italiano distribuida por la secretaría general del Sínodo de los Obispos]

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ZENIT Staff

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