Predicador del Papa: solemnidad de los santos y conmemoración de los difuntos

CIUDAD DEL VATICANO, viernes 31 de octubre de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia, con motivo de la solemnidad de todos los santos y la conmemoración de los fieles difuntos.

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XXXI Domingo
Sabiduría 3, 1-9; Apocalipsis 21, 1-5.6-7; Mateo 5, 1-12

La fiesta de todos los santos y la conmemoración de los fieles difuntos tienen algo en común y, por este motivo, han sido colocadas una tras otra. Incluso el pasaje evangélico es el mismo, la página de las bienaventuranzas. Ambas celebraciones nos hablan del más allá. Si no creyéramos en una vida después de la muerte, no valdría la pena celebrar la fiesta de los santos y menos aún visitar el cementerio. ¿A quién visitaríamos o por qué encenderíamos una vela o llevaríamos una flor?

Por tanto, todo en este día nos invita a una sabia reflexión: «Enséñanos a contar nuestros días –dice un salmo– y alcanzaremos la sabiduría del corazón». «Vivimos como las hojas del árbol en otoño» (G. Ungaretti). El árbol en primavera vuelve a florecer, pero con otras hojas; el mundo continuará después de nosotros, pero con otros habitantes. Las hojas no tienen una segunda vida, se pudren donde caen. ¿Nos pasa a nosotros lo mismo? Aquí termina la analogía. Jesús prometió: «Yo soy la resurrección y la vida, quien vive y cree en mí aunque muera vivirá». Es el gran desafío de la fe, no sólo de los cristianos, sino también de los judíos y de los musulmanes, de todos los que creen en un Dios personal.

Quienes han visto la película «Doctor Zivago» recordarán la famosa canción de Lara, la banda sonora. En la versión italiana dice: «No sé cuál es, pero hay un lugar del que nunca regresaremos…». La canción muestra el sentido de la famosa novela de Pasternac en la que se basa la película: dos enamorados que se encuentran, se buscan, pero a quienes el destino (nos encontramos en al tumultuosa época de la revolución bolchevique) separa cruelmente, hasta la escena final en la que sus caminos vuelven a cruzarse, pero sin reconocerse.

Cada vez que escucho las notas de esa canción, mi fe me lleva casi a gritar en mi interior: sí, hay un lugar del que nunca regresaremos y del que no querremos regresar. Jesús ha ido a prepararlo para nosotros, nos ha abierto la vida con su resurrección y nos ha indicado el camino para seguirlo con el pasaje de las bienaventuranzas. Un lugar en el que el tiempo se detendrá para dejar paso a la eternidad; donde el amor será pleno y total. No sólo el amor de Dios y por Dios, sino también todo amor honesto y santo vivido en la tierra.

La fe no exime a los creyentes de la angustia de tener que morir, pero la alivia con la esperanza. El prefacio de la misa de mañana dice: «Si nos entristece la certeza de tener que morir, nos consuela la esperanza de la inmortalidad futura». En este sentido hay un testimonio conmovedor que también se enmarca en Rusia. En 1972, en una revista clandestina se publicó una oración encontrada en el bolsillo de la chaqueta del soldado Aleksander Zacepa, compuesta poco antes de la batalla en la que perdió al vida en la segunda guerra mundial. Dice así.

¡Escucha, oh Dios! En mi vida no he hablado ni una sola vez contigo, pero hoy me vienen ganas de hacer fiesta. Desde pequeño me han dicho siempre que Tú no existes… Y yo, como un idiota, lo he creído.

Nunca he contemplado tus obras, pero esta noche he visto desde el cráter de una granada el cielo lleno de estrellas y he quedado fascinado por su resplandor. En ese instante he comprendido qué terrible es el engaño… No sé, oh dios, si me darás tu mano, pero te digo que Tú me entiendes…

¿No es algo raro que en medio de un espantoso infierno se me haya aparecido la luz y te haya descubierto?
No tengo nada más que decirte. Me siento feliz, pues te he conocido. A medianoche tenemos que atacar, pero no tengo miedo, Tú nos ves.
¡Han dado la señal! Me tengo que ir. ¡Qué bien se estaba contigo! Quiero decirte, y Tú lo sabes, que la batalla será dura: quizá esta noche vaya a tocar a tu puerta. Y si bien hasta ahora no he sido tu amigo, cuando vaya, ¿me dejarás entrar?

Pero, ¿qué me pasa? ¿Lloro? Dios mío, mira lo que me ha pasado. Sólo ahora he comenzado a ver con claridad… Dios mío, me voy… Será difícil regresar. Qué raro, ahora la muerte no me da miedo».

Traducción realizada por Jesús Colina

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ZENIT Staff

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