SAN CRISTÓBAL DE LAS CASAS, sábado, 20 diciembre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha escrito monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de Las Casas, con el título «Violencia y Navidad».
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Parece irrefrenable el clima de muerte, inseguridad, violencia y barbarie que en algunas partes se va imponiendo. Las noticias diarias nos dejan pasmados ante tanto salvajismo de secuestradores, extorsionadores, asesinos, ladrones, narcotraficantes y violadores. No se explica cómo han llegado a esa degradación, a esa deshumanización, a esa falta de los más elementales sentimientos de respeto a la vida y a la propiedad ajena. ¡No tienen alma, no tienen corazón, no tienen dignidad!
Hay medios informativos que se solazan resaltando las agresiones y ofensas a la autoridad, y que quisieran destruir o desautorizar a quienes les recordamos principios fundamentales de justicia, verdad, amor y perdón. A nosotros no nos dan cabida; en cambio, se enriquecen alimentando el rencor, la desconfianza y la falta de respeto, y así colaboran a la violencia e inseguridad social.
¿Qué significa celebrar la Navidad en este contexto? ¿Jesucristo es una respuesta?
JUZGAR
Estoy convencido de lo que decimos en Aparecida: «Conocer a Jesucristo por la fe es nuestro gozo; seguirlo es una gracia, y transmitir este tesoro a los demás es un encargo que el Señor, al llamarnos y elegirnos, nos ha confiado» (18).
En esta Navidad, la mejor luz de esperanza que podemos ofrecer a nuestra patria es Jesucristo, pues «conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo» (29).
Si los asesinos, secuestradores, violentos, agresores y narcotraficantes conocieran en verdad a Jesús, su vida cambiaría totalmente. No harían falta más policías, ni más ejército, ni penas más severas. No se estaría pidiendo pena de muerte para ellos, como si fuera su único remedio. ¡No! Jesucristo no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.
Aunque a algunos estas palabras les suenen a música celestial, les invito en esta Navidad a leer la Biblia, ir a Misa, darse unos momentos de silencio y reflexión personal, confesarse, ir ante un Sagrario y hablar personalmente con Jesús, vivo y presente allí. Experimentarán paz en su corazón, esperanza y fortaleza, ánimo para seguir adelante, incluso en medio de los problemas. Así lo dijimos en Aparecida: «No tenemos otra dicha ni otra prioridad que ser instrumentos del Espíritu de Dios, en Iglesia, para que Jesucristo sea encontrado, seguido, amado, adorado, anunciado y comunicado a todos, no obstante todas las dificultades y resistencias. Éste es el mejor servicio -¡su servicio!- que la Iglesia tiene que ofrecer a las personas y naciones» (14).
Hago mías las palabras del Papa Benedicto XVI al inicio de su pontificado: «¡No tengan miedo de Cristo! Él no quita nada y lo da todo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Sí, abran, abran de par en par las puertas a Cristo y encontrarán la verdadera vida».
ACTUAR
¿Quiere usted dar el mejor regalo a sus seres queridos? Lléveles ante Jesús. Acérqueles ante El. Invíteles a que le acompañen en las celebraciones litúrgicas? Ponga un nacimiento en su casa, y no sólo adornos sin Cristo. Hagámonos misioneros suyos, para que nuestra patria en El tenga vida, disfrute de paz, y se acaben la inseguridad y la violencia. Sin Cristo, todo lo que se haga carece de cimientos sólidos.
¡Cómo quisiera que todos pudieran vivir esto que dijimos en Aparecida!: «La alegría que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo, a quien reconocemos como el Hijo de Dios encarnado y redentor, deseamos que llegue a todos los hombres y mujeres heridos por las adversidades; deseamos que la alegría de la buena noticia del Reino de Dios, de Jesucristo vencedor del pecado y de la muerte, llegue a todos cuantos yacen al borde del camino, pidiendo limosna y compasión. La alegría del discípulo es antídoto frente a un mundo atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el odio. La alegría del discípulo no es un sentimiento de bienestar egoísta sino una certeza que brota de la fe, que serena el corazón y capacita para anunciar la buena noticia del amor de Dios» (29).