CIUDAD DEL VATICANO, jueves 2 de abril de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía que el Papa Benedicto XVI ha pronunciado hoy en la solemne Eucaristía celebrada en la Basílica de San Pedro con los cardenales y los jóvenes de Roma, con motivo del cuarto aniversario de la muerte del papa Juan Pablo II.

******

¡Queridos hermanos y hermanas!

Hace ya cuatro años, precisamente hoy, mi amado Predecesor, el Siervo de Dios Juan Pablo II concluía su peregrinación en la tierra, tras un no breve periodo de gran sufrimiento. Celebramos la Santa Eucaristía en sufragio de su alma, mientras agradecemos al Señor que lo haya dado a la Iglesia, durante tantos años, como Pastor celoso y generoso. Nos reúne esta tarde su recuerdo, que sigue estando vivo en el corazón de la gente, como lo demuestra también la peregrinación ininterrumpida de fieles a su tumba, en las Grutas Vaticanas. Presido, por tanto, con emoción y alegría esta Santa Misa, mientras os saludo y agradezco vuestra presencia, queridos fieles procedentes de diversas partes del mundo, especialmente desde Polonia, para tan significativa efeméride.

[En polaco]

Quisiera saludar a los polacos, de modo particular a la juventud polaca. En el cuarto aniversario de la muerte de Juan Pablo II acoged su llamamiento: “No tengáis miedo de confiaros a Cristo. Él os guiará, os dará la fuerza para seguirlo cada día y en cada situación” (Tor Vergata, Vigilia de oración, 19.08.2000). Auguro que este pensamiento del Siervo de Dios os guíe en los caminos de vuestra vida, y os conduzca a la felicidad de la mañana de la Resurrección.

[En italiano]

Saludo al cardenal Vicario, al cardenal arzobispo de Cracovia y a los demás cardenales y prelados; saludo a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas. Os saludo de modo particular a vosotros, queridos jóvenes de Roma, que con esta celebración os preparáis para la Jornada Mundial de la Juventud, que viviremos juntos el próximo domingo, Domingo de Ramos. Vuestra presencia me trae a la mente el entusiasmo que Juan Pablo II sabía infundir a las nuevas generaciones. Su memoria es un estímulo para todos nosotros, reunidos en esta Basílica donde en muchas ocasiones él celebró la Eucaristía, para dejarnos iluminar e interpelar por la Palabra de Dios, proclamada hace poco.

El Evangelio de este jueves de la quinta semana de Cuaresma propone a nuestra meditación la última parte del capítulo VIII de Juan, que contiene una larga disputa sobre la identidad de Jesús. Poco antes Él se había presentado como “la luz del mundo” (v. 12), usando en tres ocasiones (vv. 24.28.58) la expresión “Yo soy”, que en sentido fuerte alude al nombre de Dios revelado a Moisés (cfr Ex 3,14). Y añade: “Si alguno guarda mi Palabra, no verá la muerte jamás” (v.51), declarando así haber sido enviado por Dios, que es su Padre, para llevar a los hombres la libertad radical del pecado y de la muerte, indispensable para entrar en la vida eterna. Sus palabras sin embargo hieren el orgullo de sus interlocutores, y también la referencia al gran Patriarca Abraham se convierte en motivo de conflicto. “En verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham existiera, Yo Soy” (8,58). Sin medias tintas, declara su preexistencia y, por tanto, su superioridad respecto a Abraham, suscitando -comprensiblemente- la reacción escandalizada de los judíos. Pero Jesús no puede callar su propia identidad; sabe que, al final, será el Padre mismo quien le de la razón, glorificándolo con la muerte y la resurrección, para que precisamente cuando sea elevado en la cruz, se revele comoel unigénito de Dios (cfr Jn 8,28; Mc 15,39).

Queridos amigos, meditando sobre esta página del Evangelio de Juan, surge espontánea la consideración de qué difícil verdaderamente es testimoniar a Cristo. Y el pensamiento se dirige al amado Siervo de Dios Karol Wojtyła – Juan Pablo II, que desde joven se mostró intrépido y osado defensor de Cristo: él no dudó en consumir todas sus energías con el fin de difundir por todas partes la luz; no aceptó ceder a compromisos cuando se trataba de proclamar y defender su Verdad, no se cansó nunca de difundir su amor. Desde el inicio del pontificado hasta el 2 de abril de 2005, no tuvo miedo de proclamar, a todos y siempre que sólo Jesús es el Salvador y el verdadero Liberadir del hombre y de todo hombre.

“Te haré muy fecundo” (Gen 17,6). Si dar testimonio de la propia adhesión al Evangelio nunca ha sido fácil, ciertamente conforta la certeza de que Dios hace fecundo nuestro empeño, cuando es sincero y generoso. También desde este punto de vista nos parece significativa la experiencia espiritual del siervo de Dios Juan Pablo II. Mirando a su existencia, vemos realizada en ella la promesa de fecundidad hecha por Dios a Abraham, de la que se hace eco la primera lectura, tomada del libro del Génesis. Se podría decir que especialmente en los años de su pontificado, él engendró en la fe a muchos hijos e hijas. De ello sois signo visible vosotros, queridos jóvenes presentes esta tarde: vosotros, jóvenes de Roma y vosotros, jóvenes llegados de Sydney y de Madrid, que representáis idealmente a las multitudes de chicos y chias que han participado en las ya 23 Jornadas Mundiales de la Juventud, en diversas partes del mundo. ¡Cuántas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, cuántas jóvenes familias decididas a vivir el ideal evangélico y a tender a la santidad están unidas al testimonio y a la predicación de mi venerado Predecesor! ¡Cuántos chicos y chicas se han convertido, o han perseverado en su camino cristiano gracias a su oración, a su ánimo, a su apoyo y a su ejemplo!

¡Es verdad! Juan Pablo II conseguía comunicar una fuerte carga de esperanza, fundada en la fe en Jesucristo, que “es el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8), como recitaba el lema del Gran Jubileo del 2000. Como padre afectuoso y atento educador, indicaba seguros y firmes puntos de referencia indispensables para todos, de modo especial para la juventud. Y en la hora de la agonía y de la muerte, esta nueva generación quiso manifestarle que había comprendido sus enseñanzas, recogiéndose silenciosamente en oración en la Plaza de San Pedro y en tantos otros lugares del mundo. Sentían, los jóvenes, que su desaparición constituía una pérdida: moría “su” Papa, al que consideraban “su padre” en la fe. Advertían al mismo tiempo que les dejaba en herencia su valor y la coherencia de su testimonio. ¿No había subrayado muchas veces la necesidad de una radical adhesión al Evangelio, exhortando a adultos y jóvenes a tomar en serio esta responsabilidad común educativa? Yo también he querido retomar este ansia suya, deteniéndome en diversas ocasiones a hablar de la emergencia educativa que concierne hoy a las familias, a la Iglesia, a la sociedad y especialmente a las nuevas generaciones. En la edad del crecimiento, los jóvenes necesitan adultos capaces de proponer sus principios y valores; advierten la necesidad de personas que sepan enseñar con la vida, antes que con las palabras, a gastarse por altos ideales.

¿Pero de donde sacar la luz y la sabiduría para llevar a cabo esta misión, que implica a todos en la Iglesia y en la sociedad? Ciertamente no basta recurrir a los recursos humanos; es necesario fiarse también y en primer lugar de la ayuda divina. “El Señor es fiel por siempre”: así hemos rezado hace poco en el Salmo responsorial, seguros de que Dios nunca abandona a cuantos permanecen fieles a Él. Esto recuerda el tema de la 24a Jornada Mundial de la Juventud, que se celebrará a nivel diocesano el próximo domingo. Éste está tomado de la primera Carta a Timoteo de san Pablo: “Hemos puesto nuestra esperanza en el Dios vivo” (4,10). El Apóstol habla en nombre de la comunidad cristiana, en nombre de cuantos han creído en Cristo y son diversos de “los demás que no tienen esperanza” (1 Ts 4,13), precisamente porque esperan, nutren confianza en el futuro, una confianza no basada en ideas o previsiones humanas, sino sobre Dios, el “Dios viviente”.

Queridos jóvenes, no se puede vivir sin esperanza. La experiencia muestra que cada cosa, y nuestra misma vida corren riesgo, pueden derrumbarse por cualquier motivo interno o externo a nosotros, en cualquier momento. Es normal: todo lo que es humano, y por tanto la esperanza, no tiene fundamento en sí mismo, sino que necesita una “roca” a la que anclarse. De ahí que Pablo escriba que la esperanza humana, los cristianos están llamados a fundarla en el “Dios vivo”. Sólo en Él se convierte en segura y fiable. Es más, sólo Dios, que en Jesús nos ha revelado la plenitud de su amor, puede ser nuestra firme esperanza. En Él, nuestra esperanza, hemos sido de hecho salvados (Cfr.Rm8,24).

Poned sin embargo atención: en momentos como este, dado el contexto cultural y social en que vivimos, puede ser más fuerte el riesgo de reducir la esperanza cristiana a una ideología, a un eslogan de grupo, a un revestimiento exterior. ¡Nada más contrario al mensaje de Jesús! Él no quiere que sus discípulos “reciten” una parte, quizás la de la esperanza. ¡Él quiere que “sean” esperanza, y pueden serlo solo si permanecen unidos a Él! Quiere que cada uno de vosotros, queridos jóvenes amigos, sea una pequeña fuente de esperanza para su prójimo, y que todos juntos seáis un oasis de esperanza para la sociedad dentro de la cual estáis insertados. Ahora, esto es posible con una condición: que viváis de Él y en Él, mediante la oración y los Sacramentos, como os he escrito en el Mensaje de este año. Si las palabras de Cristo permanecen en nosotros, podremos llevar alta la llama de ese amor que Él ha encendido en la tierra; podemos llevar alta la llama de la fe y de la esperanza, con la que avanzamos hacia Él, mientras esperamos su vuelta gloriosa al final de los tiempos. Es la llama que el Papa Juan Pablo II nos ha dejado en herencia. Me la ha entregado a mi, como sucesor suyo; y yo esta tarde la entrego idealmente, una vez más, de un modo especial a vosotros, jóvenes de Roma, para que sigáis siendo centinelas de la mañana, vigilantes y gozosos en este alba del tercer milenio. ¡Responded generosamente al llamamiento de Cristo! En particular, durante el Año Sacerdotal que comenzará el 19 de junio próximo, haceos prontamente disponibles, si Je´sus os llama, a seguirlo en el camio del sacerdocio y de la vida consagrada.

“Éste es el momento favorable, este es el día de la salvación”. Junto al Evangelio, la liturgia nos ha exhortado a renovar ahora -y cada instante es “momento favorable” - nuestra decidida voluntad de seguir a Cristo, seguros de que Él es nuestra salvación. Éste, en el fondo, es el mensaje que nos repite esta tarde Juan Pablo II. Mientras confiamos su alma elegida a la materna intercesión de la Virgen María, a la que siempre amó tiernamente, esperemos vivamente que desde el cielo no cese de acompañarnos y de interceder por nosotros. Nos ayude a cada uno de nosotros a vivir, como él hizo, repitiendo día tras día a Dios, por medio de María con plena confianza: Totus tuus. ¡Amen!

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez]