Benedicto XVI: En la crisis, salir al encuentro de los más necesitados

Homilía en la misa celebrada en la parroquia romana del Santo Rostro de Jesús

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CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 5 de abril de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía del Papa Benedicto XVI en la misa celebrada en la parroquia romana del Santo Rostro de Jesús el 29 de marzo.

 

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Queridos hermanos y hermanas: 

En el pasaje evangélico de hoy, san Juan refiere un episodio que aconteció en la última fase de la vida pública de Cristo, en la inminencia de la Pascua judía, que sería su Pascua de muerte y resurrección. Narra el evangelista que, mientras se encontraba en Jerusalén, algunos griegos, prosélitos del judaísmo, por curiosidad y atraídos por lo que Jesús estaba haciendo, se acercaron a Felipe, uno de los Doce, que tenía un nombre griego y procedía de Galilea. «Señor -le dijeron-, queremos ver a Jesús» (Jn 12, 21). Felipe, a su vez, llamó a Andrés, uno de los primeros apóstoles, muy cercano al Señor, y que también tenía un nombre griego; y ambos «fueron a decírselo a Jesús» (Jn 12, 22).

En la petición de estos griegos anónimos podemos descubrir la sed de ver y conocer a Cristo que experimenta el corazón de todo hombre. Y la respuesta de Jesús nos orienta al misterio de la Pascua, manifestación gloriosa de su misión salvífica. «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre» (Jn 12, 23). Sí, está a punto de llegar la hora de la glorificación del Hijo del hombre, pero esto conllevará el paso doloroso por la pasión y la muerte en cruz. De hecho, sólo así se realizará el plan divino de la salvación, que es para todos, judíos y paganos, pues todos están invitados a formar parte del único pueblo de la alianza nueva y definitiva.

A esta luz comprendemos también la solemne proclamación con la que se concluye el pasaje evangélico:  «Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32), así como el comentario del Evangelista:  «Decía esto para significar de qué muerte iba a morir» (Jn 12, 33). La cruz:  la  altura del amor es la altura de  Jesús, y a esta altura nos atrae a todos.

Muy oportunamente la liturgia nos hace meditar este texto del evangelio de san Juan en este quinto domingo de Cuaresma, mientras se acercan los días de la Pasión del Señor, en la que nos sumergiremos espiritualmente desde el próximo domingo, llamado precisamente domingo de Ramos y de la Pasión del Señor. Es como si la Iglesia nos estimulara a compartir el estado de ánimo de Jesús, queriéndonos preparar para revivir el misterio de su crucifixión, muerte y resurrección, no como espectadores extraños, sino como protagonistas juntamente con él, implicados en su misterio de cruz y resurrección. De hecho, donde está Cristo, allí deben encontrarse también sus discípulos, que están llamados a seguirlo, a solidarizarse con él en el momento del combate, para ser asimismo partícipes de su victoria.

El Señor mismo nos explica cómo podemos asociarnos a su misión. Hablando de su muerte gloriosa ya cercana, utiliza una imagen sencilla y a la vez sugestiva:  «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24). Se compara a sí mismo con un «grano de trigo deshecho, para dar a todos mucho fruto", como dice de forma eficaz san Atanasio. Y sólo mediante la muerte, mediante la cruz, Cristo da mucho fruto para todos los siglos. De hecho, no bastaba que el Hijo de Dios se hubiera encarnado. Para llevar a cabo el plan divino de la salvación universal era necesario que muriera y fuera sepultado:  sólo así toda la realidad  humana sería aceptada y, mediante  su  muerte y resurrección, se haría manifiesto el triunfo de la Vida, el  triunfo  del Amor; así se demostraría que el amor es más fuerte que la muerte.

Con todo, el hombre Jesús, que era un hombre verdadero, con nuestros mismos sentimientos, sentía el peso de la prueba y la amarga tristeza por el trágico fin que le esperaba. Precisamente por ser hombre-Dios, experimentaba con mayor fuerza el terror frente al abismo del pecado humano y a cuanto hay de sucio en la humanidad, que él debía llevar consigo y consumar en el fuego de su amor. Todo esto él lo debía llevar consigo y transformar en su amor. «Ahora -confiesa- mi alma está turbada. Y ¿que voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora?» (Jn 12, 27). Le asalta la tentación de pedir:  «Sálvame, no permitas la cruz, dame la vida». En esta apremiante invocación percibimos una anticipación de la conmovedora oración de Getsemaní, cuando, al experimentar el drama de la soledad y el miedo, implorará al Padre que aleje de él el cáliz de la pasión.

Sin embargo, al mismo tiempo, mantiene su adhesión filial al plan divino, porque sabe que precisamente para eso ha llegado a esta hora, y con confianza ora:  «Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12, 28). Con esto quiere decir:  «Acepto la cruz», en la que se glorifica el nombre de Dios, es decir, la grandeza de su amor. También aquí Jesús anticipa las palabras del Monte de los Olivos:  «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42). Transforma su voluntad humana y la identifica con la de Dios. Este es el gran acontecimiento del Monte de los Olivos, el itinerario que deberíamos seguir fundamentalmente en todas nuestras oraciones:  transformar, dejar que la gracia transforme nuestra voluntad egoísta y la impulse a uniformarse a la voluntad divina.

Los mismos sentimientos afloran en el pasaje de la carta a los Hebreos que se ha proclamado en la segunda lectura. Postrado por una angustia extrema a causa de la muerte que se cierne sobre él, Jesús ofrece a Dios ruegos y súplicas «con poderoso clamor y lágrimas» (Hb 5, 7). Invoca ayuda de Aquel que puede liberarlo, pero abandonándose siempre en las manos del Padre. Y precisamente por esta filial confianza en Dios -nota el autor- fue escuchado, en el sentido de que resucitó, recibió la vida nueva y definitiva. La carta a los Hebreos nos da a entender que estas insistentes oraciones de Jesús, con clamor y lágrimas, eran el verdadero acto del sumo sacerdote, con el que se ofrecía a sí mismo y a la humanidad al Padre, transformando así el mundo.

Queridos hermanos y hermanas, este es el camino exigente de la cruz que Jesús indica a todos sus discípulos. En diversas ocasiones dijo:  «Si alguno me quiere servir, sígame». No hay alternativa para el cristiano que quiera realizar su vocación. Es la «ley» de la cruz descrita con la imagen del grano de trigo que muere para germinar a una nueva vida; es la «lógica» de la cruz de la que nos habla también el pasaje evangélico de hoy:  «El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna» (Jn 12, 25). «Odiar» la propia vida es una expresión semítica fuerte y encierra una paradoja; subraya muy bien la totalidad radical que debe caracterizar a quien sigue a Cristo y, por su amor, se pone al servicio de los hermanos:  pierde la vida y así la encuentra. No existe otro camino para experimentar la alegría y la verdadera fecundidad del Amor:  el camino de darse, entregarse, perderse para encontrarse.

Queridos amigos, la invitación de Jesús resuena de forma muy elocuente en la celebración de hoy en vuestra parroquia, pues está dedicada al Santo Rostro de Jesús:  el Rostro que «algunos griegos», de los que habla el evangelio, deseaban ver; el Rostro que en los próximos días de la Pasión contemplaremos desfigurado a causa de los pecados, la indiferencia y la ingratitud de los hombres; el Rostro radiante de luz y resplandeciente de gloria, que brillará en el alba del día de Pascua.

Mantengamos fijos el corazón y la mente en el Rostro de Cristo, queridos fieles, a quienes saludo con afecto, comenzando por vuestro párroco, don Luigi Coluzzi, a quien expreso mi agradecimiento por haberse hecho intérprete de vuestros sentimientos. Gracias por vuestra
cordial acogida:  me alegra de verdad encontrarme entre vosotros con ocasión del tercer aniversario de la dedicación de vuestra iglesia y os saludo a todos con afecto. Dirijo un saludo especial al cardenal vicario, así como al cardenal Fiorenzo Angelini, que contribuyó a la realización de este nuevo complejo parroquial, al obispo auxiliar del sector, al obispo monseñor Marcello Costalunga y a los demás prelados presentes, a los sacerdotes colaboradores parroquiales, a las beneméritas religiosas de la congregación de las Hijas Pobres de la Visitación, que precisamente frente a esta hermosa iglesia atienden a los huéspedes en su residencia de ancianos. Saludo a los catequistas, al consejo y a los agentes pastorales, así como a todos los que colaboran en la vida de la parroquia. Saludo a los niños, a los jóvenes y a las familias. De buen grado extiendo mi saludo a los habitantes de la Magliana, en  particular a los ancianos,  a los enfermos, a las personas solas y a las que atraviesan dificultades. Por todos y cada uno pido en esta santa misa.

Queridos hermanos y hermanas, dejaos iluminar por el esplendor del Rostro de Cristo, y vuestra joven comunidad -que ya puede gozar de un nuevo complejo parroquial, moderno en su estructura y funcional- caminará unida en el compromiso común de anunciar y testimoniar el Evangelio en este barrio. Sé cuánto esmero ponéis en la formación litúrgica, valorando todos los recursos de vuestra comunidad:  los lectores, el coro y las personas que se dedican a la animación de las celebraciones. Es importante que la oración, tanto personal como litúrgica, ocupe siempre el primer lugar en nuestra vida. Sé con cuánto empeño os dedicáis a la catequesis, para que responda a las expectativas de los muchachos, tanto de los que se preparan para recibir los sacramentos de la primera Comunión y la Confirmación, como de los que frecuentan el Oratorio. Asimismo, os preocupáis de impartir una catequesis adaptada a los padres de familia, a los que invitáis a seguir un itinerario de formación cristiana juntamente con sus hijos. Así queréis ayudar a las familias a vivir juntas las citas sacramentales educando y educándose en la fe «en familia», que debe ser la primera y natural «escuela» de vida cristiana para todos sus miembros.

Me alegro con vosotros porque vuestra parroquia es abierta y acogedora, y está animada y vivificada por un amor sincero a Dios y a todos los hermanos, a imitación de san Maximiliano María Kolbe, al que estaba dedicada inicialmente. En Auschwitz, con valentía heroica, se sacrificó a sí mismo para salvar la vida de otra persona. En nuestro tiempo, marcado por una crisis social y económica general, es muy loable el esfuerzo que estáis llevando a cabo, sobre todo mediante la Cáritas parroquial y el grupo de San Egidio, para salir al encuentro, en la medida de las posibilidades, de las expectativas de los más pobres y necesitados.

A vosotros, queridos jóvenes, quiero dirigiros en particular unas palabras de aliento:  dejaos atraer por la fascinación de Cristo. Contemplando su Rostro con los ojos de la fe, pedidle:  «Jesús, ¿qué quieres que haga yo contigo y por ti?». Luego, permaneced a la escucha y, guiados por su Espíritu, cumplid el plan que él tiene para cada uno de vosotros. Preparaos seriamente para construir familias unidas y fieles al Evangelio, y para ser sus testigos en la sociedad. Y si él os llama, estad dispuestos a dedicar totalmente vuestra vida a su servicio en la Iglesia como sacerdotes o como religiosos y religiosas. Yo os aseguro mi oración; en particular, os espero el jueves próximo en la basílica de San Pedro para prepararnos a la Jornada mundial de la juventud, que, como sabéis, este año se celebra a nivel diocesano el domingo próximo. Juntos recordaremos a mi querido y venerado predecesor Juan Pablo ii en el cuarto aniversario de su muerte. En muchas circunstancias él animó a los jóvenes a encontrarse con Cristo y a seguirlo con entusiasmo y generosidad.

Queridos hermanos y hermanas de esta comunidad parroquial, el amor infinito de Cristo que brilla en su Rostro resplandezca en todas vuestras actitudes, y se convierta en vuestra «cotidianidad». Como exhortaba san Agustín en una homilía pascual, «Cristo padeció; muramos al pecado. Cristo resucitó; vivamos para Dios. Cristo pasó de este mundo al Padre; que no se apegue aquí nuestro corazón, sino que lo siga en las cosas de arriba. Nuestro jefe fue colgado de un madero; crucifiquemos la concupiscencia de la carne. Yació en el sepulcro; sepultados con él, olvidemos las cosas pasadas. Está sentado en el cielo; traslademos nuestros deseos a las cosas supremas» (Discurso 229, D, 1).

Animados por esta convicción, prosigamos la celebración eucarística, invocando la intercesión maternal de María para que nuestra vida sea un reflejo de la de Cristo. Oremos para que todos aquellos con quienes nos encontremos perciban siempre en nuestros gestos y en nuestras palabras la bondad pacificadora y consoladora de su Rostro. Amén.

[Traducción distribuida por la Santa Sede

 © Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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