Benedicto XVI presenta al buscador de Dios, san Anselmo

Carta al cardenal Biffi con motivo del IX centenario de la muerte del “Doctor magnífico”

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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 22 abril 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el texto íntegro de la carta del Papa al cardenal Giacomo Biffi, a quien ha enviado como Legado suyo a la ciudad italiana de Aosta, para las celebraciones del IX centenario de la muerte de san Anselmo.

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Al señor cardenal Giacomo Biffi

Enviado especial a las celebraciones del IX Centenario

de la muerte de san Anselmo

En vista de las celebraciones en las que usted, venerado hermano, tomará parte como mi Legado en la ilustre ciudad de Aosta para el IX centenario de la muerte de san Anselmo, que tuvo lugar en Canterbury el 21 de abril de 1109, me es grato confiarle mi especial mensaje en el que deseo subrayar los aspectos destacados de este gran monje, teólogo y pastor de almas, cuya obra ha dejado una huella profunda en la historia de la Iglesia. La fecha constituye de hecho una oportunidad que no hay que perder para renovar la memoria de una de las figuras más luminosas de la tradición de la Iglesia y en la propia historia del pensamiento occidental europeo. La ejemplar experiencia monástica de Anselmo, su método original al meditar sobre el misterio cristiano, su sutil doctrina teológica y filosófica, su enseñanza sobre el valor inviolable de la conciencia y sobre la libertad como adhesión responsable a la verdad y al bien, su apasionada obra de pastor de almas, dedicado con todas las fuerzas a la promoción de la «libertad de la Iglesia», no han dejado nunca de suscitar en el pasado el más vivo interés, que el recuerdo de su muerte está felizmente volviendo a encender y favoreciendo de diversos modos y en diversos lugares.

En esta memoria del «Doctor magnífico» -como es llamado san Anselmo- no puede no distinguirse de modo particular la Iglesia de Aosta, en la que nació, y que justamente se complace en considerarlo su hijo más ilustre. Aun cuando dejó Aosta en el tiempo de su juventud, él siguió llevando en la memoria y en el corazón un conjunto de recuerdos que nunca dejaron de resurgir en su conciencia en los momentos más importantes de su vida. Entre estos recuerdos, tenía un lugar particular ciertamente la imagen dulcísima de su madre, y la majestuosa de los montes de su Valle, con sus cimas altísimas y perennemente cubiertas de nieve, en las que él veía prefigurada, como un símbolo emocionante y sugestivo, la sublimidad de Dios. A Anselmo -«un muchacho crecido entre las montañas», como lo define su biógrafo Eadmero (Vita Sancti Anselmi, i, 2) – Dios aparece como aquello respecto a lo que no es posible pensar en algo más grande: quizás en esta intuición suya no era extraña la mirada dirigida desde su infancia a aquellas cumbres inaccesibles. Ya desde niño creía que para encontrar a Dios era necesario «subir a la cumbre d ella montaña»(ibid.). De hecho, cada vez se iba dando más cuenta de que Dios se encuentra a una altura inaccesible, situada más allá de los objetivos que el hombre puede alcanzar, desde el momento en que Dios está más allá de lo pensable. Por esto el viaje en busca de Dios, al menos en esta tierra, no terminará nunca, sino que será siempre pensamiento y anhelo, riguroso procedimiento del intelecto y petición implorante del corazón.

La intensa ansia de saber y la innata propensión a la claridad y al rigor lógico empujaron a Anselmo a las scholae de su tiempo. Se dirigió al monasterio de Le Bec, donde vio satisfecha su inclinación por la dialéctica, y sobre todo se encenderá en él la vocación claustral. Detenerse en los años de la vida monástica de san Anselmo significa encontrar a un religioso fiel, «constantemente ocupado solo en Dios y en las disciplinas celestes» -como escribe su biógrafo- hasta el punto de alcanzar «una altura tal en la especulación divina, de ser capaz, por el camino abierto por Dios, de penetrar y, una vez penetrados, de explicar los problemas más oscuros, y anteriormente insolubles, sobre la divinidad de Dios y nuestra fe, y de probar con razones claras que cuanto afirmaba pertenecía a la segura doctrina católica» (Vita Sancti Anselmi, i, 7). Con estas palabras su biógrafo explica el método teológico de san Anselmo, cuyo pensamiento se encendía e iluminaba en la oración. Él mismo confesó, en una de sus famosas obras, que la inteligencia de la fe es un acercarse a la visión, a la que todos anhelamos, y de la que esperamos gozar al final de nuestra peregrinación terrena: «Quoniam inter fidem et speciem intellectum quem in hac vita capimus esse medium intelligo: quanto aliquis ad illum proficit, tanto eum propinquare speciei, ad quam omnes anhelamus, existimo» (Cur Deus homo, Commendatio). El Santo miraba a alcanzar la visión de los nexos lógicos intrínsecos al misterio, a percibir la «claridad de la verdad», y por ello a notar la evidencia de las «razones necesarias», íntimamente subyacentes al misterio. Un intento ciertamente audaz, sobre cuyo éxito se detienen aún hoy los expertos de Anselmo. En realidad, su búsqueda del «intelecto (intellectus)» dispuesto entre la «fe (fides)» y la «visión (species)» proviene, como fuente, de la misma fe y está sostenida por la confianza en la razón, mediante la cual la fe en cierta medida se ilumina. El intento de Anselmo es claro: «elevar la mente a la contemplación de Dios» (Proslogion, Proemium). Permanecen, en todo caso, programáticas para toda investigación teológica sus palabras: «No intento, Señor, penetrar tu profundidad, porque de ninguna manera puedo comparar con ella mi inteligencia; pero deseo comprender tu verdad, aunque sea imperfectamente, esa verdad que mi corazón cree y ama. Porque no busco comprender para creer, sino que creo para llegar a comprender (Non quaero intelligere ut credam, sed credo ut intelligam)» (Proslogion, 1).

En Anselmo, prior y abad de Le Bec, descubrimos algunas características que definen ulteriormente su perfil personal. Impacta ante todo, en él, el carisma de experto maestro de vida espiritual, que conoce e ilustra sabiamente las vías de la perfección monástica. Al mismo tiempo, uno se queda fascinado por su genialidad educativa, que se expresa en ese método del discernimiento – él lo llamaba via discretionis (Ep. 61) – que es el estilo un poco de toda su vida, un estilo en que se aúnan la misericordia y la firmeza. Es peculiar, finalmente, la capacidad que demuestra al iniciar a los discípulos a la experiencia de la auténtica oración: en particular, sus Orationes sive Meditationes, ávidamente solicitadas y muy usadas, que han contribuido a hacer de tantas personas de su tiempo «almas orantes», así como el resto de sus obras, que se han revelado como un precioso coeficiente para hacer de la Edad Media una época «pensante» y, podemos añadir, «concienciada». Se diría que el Anselmo más auténtico se encuentra en Le Bec, donde vivió treinta y tres años y donde fue muy querido. Gracias a la maduración adquirida en semejante ambiente de reflexión y de oración, el pudo también en medio de las sucesivas tribulaciones episcopales declarar: «No conservaré en el corazón rencor alguno contra nadie» (Ep. 321).

La nostalgia del monasterio lo acompañará durante el resto de su vida. Lo confesó él mismo cuando se vio obligado, con su vivísimo dolor y el de sus monjes, a dejar el monasterio para asumir el ministerio episcopal al que no se veía adecuado: «Es notorio a muchos -escribió al Papa Urbano II – qué violencia se me ha hecho, y cuánto he sido reacio y contrario, cuando fui nombrado como arzobispo en Inglaterra, y cómo expuse las razones de naturaleza, edad, debilidad e ignorancia, que se oponían a este encargo y que rechazan y detestan absolutamente las tareas seculares, que no puedo llevar a cabo sin poner en peligro la salvación de mi alma» (Ep. 206). Con sus monjes se confió en estos términos: «He vivido durante treinta y tres años como monje -tres
años sin cargos, quince como prior y otros tantos como abad- de manera que todos los buenos que me ha conocido me querían, ciertamente no por mis méritos sino por la gracia de Dios, y más me querían los que me conocían mas íntimamente y con mayor familiaridad» (Ep. 156). Y añadía: «Habéis venido muchos a Bec… a muchos de vosotros os tenía un afecto tan tierno y suave que cada uno podía tener la impresión de que a nadie amaba en mayor medida» (ibid.).

Nombrado arzobispo de Cantebury y comenzado así su camino más atribulado, aparecerán en toda su luz su «amor por la verdad» (Ep. 327), su rectitud, su rigurosa fidelidad a la conciencia, su «libertad episcopal» (Ep. 206), su «honradez episcopal» (Ep. 314), su trabajo incansable por la liberación de la Iglesia de los condicionantes temporales y de las servitudes a cálculos no compatibles con su naturaleza espiritual. Son ejemplares, al respecto, sus palabras al rey Enrique: «Respondo que ni en el bautismo ni en ninguna otra ordenación mía he prometido observar la ley o la costumbre de vuestro padre o del arzobispo Lanfranco, sino la ley de Dios y todos los órdenes recibidos» (Ep. 319). Para Anselmo primado de la Iglesia de Inglaterra vale el principio: «Soy cristiano, soy monje, soy obispo: quiero por tanto ser fiel a todos, según la deuda que tengo con cada uno» (Ep. 314). Desde este punto de vista no duda en afirmar: «Prefiero estar en desacuerdo con los hombres que, de acuerdo con ellos, estar en desacuerdo con Dios» (Ep. 314). Precisamente por esto se siente dispuesto también al sacrificio supremo: «No tengo miedo de derramar mi sangre, no temo ninguna herida en el cuerpo ni la pérdida de los bienes» (Ep. 311).

Se comprende cómo, por todas estas razones, Anselmo conserve aún una gran actualidad y una fuerte fascinación, y cuán provechoso es revisar y republicar sus escritos, y además volver a meditar sobre su vida. He sabido por tanto con alegría que Aosta, con motivo del IIX centenario de la muerte del santo, se está distinguiendo por un conjunto de oportunas e inteligentes iniciativas -especialmente con la cuidadosa edición de sus obras- intentando hacer conocer y amar las enseñanzas y los ejemplos de este ilustre hijo suyo. Le confío a Usted, venerado hermano, la tarea de llevar a los fieles de esta antigua y querida ciudad de Aosta la exhortación a mirar con admiración y afecto a este gran conciudadano suyo, cuya luz sigue brillando en toda la Iglesia, sobre todo allí donde se han cultivado el amor por la verdad de la fe y el gusto por su profundización a través de la razón. Y de hecho, la fe y la razón – fides et ratio – se encuentran en Anselmo admirablemente unidas. Con estos sentimientos envío de corazón a través suyo, venerado hermano, al obispo, monseñor Giuseppe Anfossi, al clero, a los religiosos y a los fieles de Aosta y a cuantos tomen parte en las celebraciones en honor del «Doctor magnífico» una especial Bendición Apostólica propiciadora de copiosas efusiones de favores celestiales.

En el Vaticano, 15 de abril de 2009

BENEDICTUS PP. XVI

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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