CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 23 abril 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso que Benedicto XVI dirigió este jueves a los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica, a quienes recibió en audiencia con motivo de su reunión plenaria anual.
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Señor cardenal, excelencia,
queridos miembros de la Pontificia Comisión Bíblica:
Me alegra acogeros una vez más al término de vuestra anual asamblea plenaria. Agradezco al señor cardenal William Levada su discurso de saludo y la concisa exposición del tema que ha sido objeto de atenta reflexión en el curso de vuestra reunión. Os habéis reunido nuevamente para profundizar un argumento muy importante: la inspiración y la verdad de la Biblia. Se trata de un tema que afecta no sólo a la teología, sino a la misma Iglesia, porque la vida y la misión de la Iglesia se fundan necesariamente sobre la Palabra de Dios, la cual es alma de la teología y, al mismo tiempo, inspiradora de toda la existencia cristiana. El tema que habéis afrontado responde, además, a una preocupación que llevo particularmente dentro, ya que la interpretación de la Sagrada Escritura es de importancia capital para la fe cristiana y para la vida de la Iglesia.
Como usted ha ya recordado, señor presidente, en la encíclica Providentissimus Deus el papa León XIII ofrecía a los exegetas católicos un nuevo aliento y nuevas directivas en el tema de la inspiración, verdad y hermenéutica bíblica. Más tarde Pío XII en su encíclica Divino afflante Spiritu recogía y completaba las enseñanzas precedentes, exhortando a los exegetas católicos a llegar a soluciones en pleno acuerdo con la doctrina de la Iglesia, teniendo debidamente en cuenta las positivas aportaciones de los nuevos métodos de interpretación desarrollados en aquellos momentos. El vivo impulso dado por estos dos pontífices a los estudios bíblicos, como usted ha dicho también, ha encontrado plena confirmación y ha sido ulteriormente desarrollado en el Concilio Vaticano II, de modo que toda la Iglesia ha sacado y sigue sacando beneficio. En particular, la Constitución conciliar Dei Verbum ilumina aún hoy la obra de los exegetas católicos e invita a pastores y fieles a alimentarse más asiduamente en la mesa de la Palabra de Dios. El Concilio recuerda, al respecto, ante todo, que Dios es el Autor de la Sagrada Escritura: «Las verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu Santo. la santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor y como tales se le han entregado a la misma Iglesia» (Dei Verbum, 11). Dado que todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos aseguran que debe considerarse afirmado por el Espíritu Santo, invisible y trascendente Autor, en consecuencia, se debe declarar que «los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación» (ibid., 11).
Del planteamiento correcto del concepto de inspiración divina y verdad de la Sagrada Escritura derivan algunas normas que afectan directamente a su interpretación. La misma constitución Dei Verbum, tras haber afirmado que Dios es el autor de la Biblia, nos recuerda que en la Sagrada Escritura Dios habla al hombre a la manera humana. Y esta sinergia divino-humana es muy importante. Dios habla realmente a los hombres de modo humano. Para una recta interpretación de la Sagrada Escritura es necesario por tanto investigar con atención qué han querido afirmar verdaderamente los hagiógrafos y qué ha querido manifestar Dios a partir de las palabras humanas. «Las palabras de Dios de hecho, expresadas con lenguas humanas, se han hecho similares al lenguaje de los hombres, como ya el Verbo del eterno Padre, habiendo asumido las debilidades de la naturaleza humana, se hizo similar a los hombres» (Dei Verbum, 13). Estas indicaciones, muy necesarias para una correcta interpretación de carácter histórico-literario como primera dimensión de toda exégesis, requieren además una unión con las premisas de la doctrina sobre la inspiración y la verdad de la Sagrada Escritura. De hecho, siendo la Escritura inspirada, hay un máximo principio de recta interpretación sin el cual los escritos sagrados quedarían como letra muerta, sólo del pasado: la Sagrada Escritura debe ser «leída e interpretada con la ayuda del mismo Espíritu mediante el cual ha sido escrita» (Dei Verbum, 12).
Al respecto, el Concilio Vaticano II indica tres criterios siempre válidos para una interpretación de la Sagrada Escritura conforme al Espíritu que la ha inspirado. Ante todo es necesario prestar gran atención al contenido y a la unidad de toda la Escritura: sólo en su unidad es Escritura. De hecho, a pesar de lo diferentes que sean los libros que la componen, la Sagrada Escritura es una en virtud de la unidad del diseño de Dios, del que Cristo Jesús es el centro y el corazón (cfr. Lc 24, 25-27; Lc 24, 44-46). En segundo lugar es necesario leer la Escritura en el contexto de la tradición viva de toda la Iglesia. Según un dicho de Orígenes, «Sacra Scriptura principalius est in corde Ecclesiae quam in materialibus instrumentis scripta» es decir, «la Sagrada Escritura está escrita en el corazón de la Iglesia antes que en instrumentos materiales». De hecho la Iglesia lleva en su Tradición la memoria viva de la Palabra de Dios y es el Espíritu Santo quien le da la interpretación de ella según su sentido espiritual (cf. Orígenes, Homiliae in Leviticum, 5, 5). Como tercer criterio es necesario prestar atención a la analogía de la fe, es decir, a la cohesión de las verdades de fe individuales entre ellas y con el plano completo de la Revelación y de la plenitud de la economía divina contenida en ella.
La tarea de los investigadores que estudian con diferentes métodos la Sagrada Escritura es la de contribuir, según los mencionados principios, a la comprensión más profunda y a la exposición del sentido de la Sagrada Escritura. El estudio científico de los textos sagrados es importante, pero no es por sí sólo suficiente, pues tendría en cuenta sólo la dimensión humana. Para respetar la coherencia de la fe de la Iglesia el exegeta católico tiene que estar atento a percibir la Palabra de Dios en estos textos, dentro de la misma fe de la Iglesia. Ante la falta de este imprescindible punto de referencia, la investigación exegética quedaría incompleta, perdiendo de vista su finalidad principal, con el peligro de quedar reducida a una letra meramente literaria, en la que el verdadero Autor, Dios, deja de aparecer. Además, la interpretación de las Sagradas Escrituras no puede ser sólo un esfuerzo científico individual, sino que debe confrontarse siempre, ser integrada y autentificada por la tradición viva de la Iglesia. Esta norma es decisiva para precisar la relación correcta y recíproca entre exégesis y magisterio de la Iglesia.
El exegeta católico no se siente sólo miembro de la comunidad científica, sino también y sobre todo miembro de la comunidad de los creyentes de todos los tiempos. En realidad, estos textos no han sido entregados sólo a los investigadores o a la comunidad científica «para satisfacer su curiosidad y o para ofrecerles argumentos de estudio y de investigación»
(Divino afflante Spiritu, EB 566). Los textos inspirados por Dios han sido encomendados en primer lugar a la comunidad de los creyentes, a la Iglesia de Cristo, para alimentar la vida de fe y para guiar la vida de caridad. El respeto de esta finalidad condiciona la validez y la eficacia hermenéutica bíblica. La encíclica Providentissimus Deus recordó esta verdad fundamental y observó que, en vez de obstaculizar la investigación científica, el respeto de este dato favorece su auténtico desarrollo. Una hermenéutica de la fe corresponde más a la realidad de este texto que una hermenéutica racionalista, que no conoce a Dios.
Ser fieles a la Iglesia significa, de hecho, enmarcarse en la corriente de la gran Tradición que, bajo la guía del Magisterio, ha reconocido los escritos canónicos como Palabra dirigida por Dios a su pueblo y nunca ha dejado de meditarlos y de descubrir sus inagotables riquezas. El Concilio Vaticano II lo confirmó con gran claridad: «todo lo que se refiere a la interpretación de la Sagrada Escritura, está sometido en última instancia a la Iglesia, que tiene el mandato y el ministerio divino de conservar y de interpretar la palabra de Dios» (Dei Verbum, 12). Como nos recuerda la mencionada constitución dogmática, existe una inseparable unidad entre Sagrada Escritura y Tradición, pues ambas procede de una misma fuente: «La Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente unidas y compenetradas. Porque surgiendo ambas de la misma divina fuente, se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin. Ya que la Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto se consigna por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo, y la Sagrada Tradición transmite íntegramente a los sucesores de los apóstoles la palabra de Dios, a ellos confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo para que, con la luz del Espíritu de la verdad la guarden fielmente, la expongan y la difundan con su predicación; de donde se sigue que la Iglesia no deriva solamente de la Sagrada Escritura su certeza acerca de todas las verdades reveladas. Por eso se han de recibir y venerar ambas con un mismo espíritu de amor y reverencia» (Dei Verbum, 9). Como sabemos, esta frase «con un mismo espíritu de amor y reverencia» fue creada por san Basilio, y después fue recogida por el Decreto de Graciano, por la que entró en el Concilio de Trento y después en el Vaticano II. Expresa precisamente esta inter-penetración entre Escritura y Tradición. Sólo el contexto eclesial permite a la Sagrada Escritura ser entendida como auténtica Palabra de Dios, que se convierte en guía, norma y regla para la vida de la Iglesia y en crecimiento espiritual de los creyentes. Esto, como ya he dicho, no impide de ninguna manera una interpretación seria, científica, pero abre además el acceso a las dimensiones ulteriores de Cristo, inaccesibles a un análisis sólo literario, que es incapaz de acoger en sí el sentido global que a través de los siglos ha guiado a la Tradición de todo el Pueblo de Dios.
Queridos miembros de la Comisión Pontificia Bíblica, deseo concluir mi intervención formulando a todos vosotros mi agradecimiento personal y mi aliento. Os doy las gracias cordialmente por el comprometido trabajo que realizáis al servicio de la Palabra de Dios y de la Iglesia, mediante la búsqueda, la enseñanza y la publicación de vuestros estudios. A esto añado mi aliento en el camino que todavía queda por recorrer. En un mundo en el que la investigación científica asume una importancia cada vez mayor en numerosos campos, es indispensable que la ciencia exegética se coloque a un nivel adecuado. Es uno de los aspectos de la enculturación de la fe que forma parte de la misión de la Iglesia, en sintonía con la acogida del misterio de la Encarnación. Queridos hermanos y hermanas: el Señor Jesucristo, Verbo de Dios encarando y divino Maestro que ha abierto el espíritu de sus discípulos a la comprensión de las Escrituras (Cf. Lucas 24, 45), os guíe y apoye en vuestras reflexiones. Que la Virgen María, modelo de docilidad y obediencia a la Palabra de Dios, os enseñe a acoger cada vez mejor la riqueza inagotable de la Sagrada Escritura, no sólo a través de la investigación intelectual, sino también de vuestra vida de creyentes, para que vuestro trabajo y vuestra acción puedan contribuir a que sea cada vez más resplandeciente ante los fieles la luz de la Sagrada Escritura. Al mismo tiempo que os aseguro el apoyo de mi oración en vuestro empeño, os imparto de corazón, como prenda de divinos favores, la bendición apostólica.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez y Jesús Colina
© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]