ONNA, martes 28 de abril de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso completo que el Papa Benedicto XVI ha pronunciado hoy ante los damnificados por el terremoto de los Abruzos, en el campamento provisional que hay instalado en la localidad italiana de Onna, la más afectada por la tragedia.
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¡Queridos amigos!
He venido en persona a esta vuestra tierra espléndida y herida, que está viviendo días de gran dolor y precariedad, para expresaros del modo más directo mi cordial cercanía. He estado junto a vosotros desde el primer momento, desde cuando he sabido la noticia de esta violenta sacudida del terremoto que, en la noche del pasado 6 de abril, provocó casi 300 víctimas, numerosos heridos e ingentes daños materiales a vuestras casas. He seguido con aprensión las noticias compartiendo vuestra consternación y vuestras lágrimas por los difuntos, junto con vuestras trepidantes preocupaciones por lo que habéis perdido en un momento. Ahora estoy aquí entre vosotros: quisiera abrazaros con afecto uno a uno La Iglesia entera está aquí conmigo, junto a vuestros sufrimientos, partícipe de vuestro dolor por la pérdida de familiares y amigos, deseosa de ayudaros a reconstruir las casas, iglesias, empresas destruidas o gravemente dañadas durante el seísmo. He admirado el valor, la dignidad y la fe con la que habéis afrontado también esta dura prueba, manifestando una gran voluntad de no ceder ante las adversidades. No es, de hecho, el primer terremoto que conoce vuestra región, y ahora como en el pasado, no os habéis rendido, no habéis perdido el ánimo. Hay en vosotros una fuerza de ánimo que suscita esperanza. Muy significativo al respecto es un dicho querido a vuestros ancianos: «Aún hay muchos días detrás del Gran Sasso».
Llegando hasta aquí, a Onna, uno de los centros que ha pagado un alto precio en términos de vidas humanas, he sobrevolado en helicóptero este valle y me he dado cuenta aún más de la entidad de los daños causados por el terremoto. Si hubiera sido posible, habría deseado llegar a cada pueblo y a cada barrio, ir a todos los campamentos y encontrar a todos. Me doy perfecta cuenta de que, a pesar del empeño de solidaridad expresada desde todas partes, son muchas y cotidianas las molestias que comportan vivir fuera de casa o en los automóviles, o en las tiendas, aún más a causa del frío y de la lluvia. Pienso también en tantos jóvenes obligados bruscamente a medirse con una realidad dura, en los chicos que han tenido que interrumpir la escuela con sus amistades, en los ancianos privados de sus costumbres.
Se podría decir, queridos amigos, que os encontráis, en cierto modo, en el estado de ánimo de los dos discípulos de Emaús, de los que habla el evangelista Lucas. Tras el trágico acontecimiento de la cruz, volvían a casa desilusionados y amargados, por el «final» del Jesús; pero, a lo largo del camino, Él se acercó y se puso a conversar con ellos. Aunque no lo reconocieron con los ojos, algo se despertó en sus corazones: las palabras de aquel «Desconocido» volvieron a encender en ellos ese ardor y esa confianza que la experiencia del Calvario había apagado.
He aquí, queridos amigos: mi presencia entre vosotros quiere ser un signo tangible del hecho que el Señor crucificado está resucitado y no os abandona; no deja sin escuchar vuestras preguntas sobre el futuro, no está sordo al grito preocupado de tantas familias que lo han perdido todo: casas, ahorros, trabajo y a veces también vidas humanas. Ciertamente, su respuesta concreta pasa a través de nuestra solidaridad, que no puede limitarse a la emergencia inicial, sino que debe convertirse en un proyecto estable y concreto en el tiempo. Animo a todos, instituciones y empresas, para que esta ciudad y esta tierra vuelvan a resurgir.
El Papa está aquí, entre vosotros, para deciros también una palabra de consuelo sobre vuestros muertos: ellos están vivos en Dios y esperan de vosotros un testimonio de valor y de esperanza. Esperan ver renacer esta tierra suya, que debe volver a adornarse de casas y de iglesias, bellas y sólidas. Y precisamente es en nombre de estos hermanos y hermanas por lo que hay que empeñarse nuevamente en vivir recurriendo a lo que no muere y que el terremoto no ha destruido: el amor. El amor permanece también más allá del límite de esta precaria existencia terrena nuestra, porque el Amor verdadero es Dios. Quien ama vence, en Dios, la muerte y sabe que no pierde a aquellos a los que ha amado.
Quisiera concluir estas palabras mías dirigiendo al Señor una oración particular por las víctimas del terremoto.
Te confiamos nuestros seres queridos a Ti Señor, sabiendo
que a tus fieles Tu no les quitas la vida sino que la transformas,
y en el mismo momento en que es destruidas
la morada de este exilio nuestro en la tierra,
Te preocupas de preparar una eterna e inmortal en el Paraíso.
¡Padre Santo, Señor del cielo y de la tierra,
escucha el grito de dolor y de esperanza,
que se eleva de esta comunidad duramente probada por el terremoto!
Es el grito silencioso de la sangre de madres, de padres, de jóvenes
y también de pequeños inocentes que sube de esta tierra.
Han sido arrancados del afecto de sus seres queridos,
acógelos a todos en tu paz, Señor, que eres el Dios-con-nosotros,
el Amor capaz de dar la vida sin fin.
Te necesitamos a Ti y a Tu fuerza,
porque nos sentimos pequeños y frágiles frente a la muerte;
Te pedimos, ayúdanos, porque solamente Tu apoyo
puede hacernos volver a levantar e inducirnos a retomar juntos,
cogiéndonos confiados uno a otro de la mano, el camino de la vida.
Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Salvador,
en el que brilla la esperanza de la feliz resurrección. ¡Amén!
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]