Kiko Argüello: La familia en la misión de la Iglesia

«Lectio doctoralis»

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ROMA, sábado, 16 mayo 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la «lectio doctoralis» que pronunció el 13 de mayo Kirko Argüello al recibir el «honoris causa» del Instituto Pontificio Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia, institución que tiene su sede en la Universidad Pontificia Lateranense de Roma,

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El Papa Juan XXIII, en la constitución apostólica  «Humanae salutis» (1961) con la que convoca el Concilio Vaticano II, exhorta diciendo: «La Iglesia asiste en nuestros días a una grave crisis de la humanidad, que traerá consigo profundas mutaciones. Un orden nuevo se está gestando, y la Iglesia tiene ante sí misiones inmensas, como en las épocas mas trágicas de la historia. Porque lo que se exige hoy de la Iglesia es que infunda en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del Evangelio» (n. 2). 

El Espíritu Santo, que anima y guía la Iglesia, suscita el Concilio Vaticano II para responder a la «grave crisis» de la cual habla el Papa: el restablecimiento de la Palabra de Dios (Dei Verbum), la reforma de la liturgia (Sacrosanctum Concilium), una nueva eclesiología, la Iglesia como cuerpo y sacramento de salvación (Lumen Gentium), y esto en función de su misión (Gaudium et Spes) de evangelización y salvación del hombre contemporáneo. 

Entre los numerosísimos dones que el Espíritu Santo ha suscitado para poner en práctica la renovación deseada por el Concilio está también el Camino Neocatecumenal  que el Estatuto, aprobado por la Santa Sede de forma definitiva,  el 1 de mayo de 2008, define como: «Un itinerario de formación católica, valida para la sociedad y para los tiempos modernos» (Art. 1 § 1), que se ofrece » al servicio del obispo como una de las modadlidades de actuación diocesana de la iniciación cristiana y de la educación permanente de la fe» (Artículo 1 § 2).

El Estatuto, sobre todo el capitulo II (Artículos 5-21) presenta los elementos fundamentales del neocatecumenado, las catequesis iniciales, el trípode (Palabra-Liturgia-Comunidad) en los que se basa y sus fases, etapas y pasos. 

La iniciación cristiana es una respuesta providencial que el Señor ha suscitado para responder a la descristianización presente. Lo había intuido muy bien el Papa Juan XXIII, así como el Papa Juan Pablo II. 

En el primer encuentro que él tuvo con nosotros en Castel Gandolfo, el 5 de septiembre de 1979 –estábamos presentes Carmen, el padre Mario y yo–, después de la misa, el Papa nos dijo que durante la celebración había visto ante si: ateísmo – Bautismo – catecumenado.

En aquel momento no entendí bien qué quería decir, es más me parecía un error anteponer Bautismo a catecumenado. El catecumenado en la tradición del a Iglesia es para aquellos que se preparan a recibir el Bautismo.

La clave puede que nos la dé lo que dijo el Papa en una parroquia de Roma, hablando a las comunidades neocatecumenales: «Yo veo así la génesis del Neocatecumenado…., uno, no sé si Kiko u otros, se ha preguntado: ¿de dónde venía la fuerza de la Iglesia primitiva y de dónde viene la debilidad de la Iglesia de hoy, mucho más numerosa? Y yo creo que ha encontrado la respuesta en el catecumenado, en este Camino».

Diciendo el Papa que ha visto delante de si: ateísmo – Bautismo – catecumenado, ¿qué ha querido decir?

Creo que después de la experiencia de ateísmo en Polonia, el Papa, con una filosofía con raíces en la fenomenología de Husserl, ha querido decir que para responder a la fuerza del ateísmo moderno y a la secularización, los cristianos bautizados necesitan un catecumenado como tenía la Iglesia primitiva, un cartecumenado post-bautismal.

Durante varios siglos la Iglesia primitiva ha tenido un catecumenado serio, donde los catecúmenos debían mostrar que tenían fe, porque comenzaban a hacer obras de vida, obras que mostraban que en ellos actuaba Cristo Resucutado. El bautismo era la gestación a una nueva creación dónde la síntesis del anuncio del Kerigma, la buena noticia, el cambio de vida moral y la liturgia eran una sola cosa.

La Iglesia de hoy necesita esta formación seria. De hecho, el punto para nosotros es uno solo: que se forme el hombre nuevo, el hombre celeste, en un itinerario serio de formación cristiana; ese hombre que, como dice san Pablo, lleva en su cuerpo el morir de Jesús para que se vea en su cuerpo que Cristo está vivo, de modo que cuando el cristiano muere «el mundo recibe la vida».

Esta iniciación cristiana, que Camino Neocatecumenal  propone en sus rasgos fundamentales, reconstruye la comunidad cristiana, inspirándose en la Sagrada Familia de Nazaret. En el Estatuto se dice concretamente: «Modelo de la comunidad neocatecumenal es la Sagrada Familia de Nazaret, lugar histórico donde el Verbo de Dios, hecho Hombre, se hace adulto creciendo ‘en sabiduría, edad y gracia’, estando sometido a José y María. En la comunidad los neocatecúmenos se tornan adultos en la fe, creciendo en humildad, simplicidad y alabanza, sometidos a la Iglesia (Art. 7 § 2). 

Iglesia, comunidad cristiana, Familia de Nazaret, familia humana: el camino está claro. Nos lo dijo el Papa Juan Pablo II en una memorable homilía, que nos dirigió en la festividad de la Sagrada Familia, el 30 de diciembre de 1988, en Porto San Giorgio, donde vino para enviar las primeras 72 familias en misión: «Si se tiene que hablar de una renovación, de una regeneración de la sociedad humana, más bien de la Iglesia como sociedad de los hombres, se tiene que empezar de este punto, de esta misión. Iglesia Santa de Dios, tú no puedes hacer tu misión, no puedes cumplir tu misión en el mundo, si no por la familia y su misión».

El Camino Neocatecumenal ha podido hacer lo que ha hecho hasta ahora: familias reconstruidas, numerosos hijos, vocaciones a la vida contemplativa y al sacerdocio… Sólo a través de esta obra de reconstrucción de la familia. Me gustaría apuntar brevemente cómo se hace esto en el camino, educando a las familias en la oración y en la transmisión de la fe a los hijos: de hecho, son los padres, como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, quienes «han recibido la responsabilidad y el privilegio de evangelizar a sus hijos» (n. 2225). 

Después de que Dios se manifestó a su pueblo en el monte Sinai, como único Dios existente, y les mandó que le amaran «con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas», añade inmediatamente: «Se lo repetirás a tus hijos, les hablarás de ello tanto si estás en casa como si vas de viaje, así acostado como levantado…». «Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: ‘¿Qué son estos estatutos, estos preceptos y estas normas que el Señor nuestro Dios os ha prescrito?’, dirás a tu hijo: ‘Éramos esclavos de Faraón en Egipto, y el Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte. El Señor realizó a nuestros propios ojos señales y prodigios grandes y terribles en Egipto, contra Faraón y toda su casa. Y a nosotros nos sacó de allí para conducirnos y entregarnos la tierra que había prometido bajo juramento a nuestros padres» (cf. Deuteronomio 6, 4ss). 

Este texto, que ha sido muy importante para el pueblo judío durante los siglos y que ha mantenido a las familias judías unidas, hace compren
der la importancia que tiene para los padres el hecho de transmitir la fe a los hijos y también da a entender que este mandato divino está dado a los padres y no puede delegarse a ningún otro. Son ellos los que deben contar a los hijos el amor que Dios les ha tenido.  

Para los primeros cristianos transmitir la fe a los hijos, a través de las Sagradas Escrituras, que se adentran en Cristo Jesús, fue la misión primordial. Lo testimonia la segunda carta de Pablo a Timoteo: «Persevera en aquello que has aprendido y creído, sabiendo de quién lo has aprendido (de la madre Eunice) y que desde la infancia conoces las Sagradas Escrituras» (2 Timoteo 3,14-15). Y esta tradición se ha mantenido, en diversas formas, a lo largo de los siglos, en las familias cristianas. Nos dan testimonio de ello numerosos jóvenes mártires. 

      El Camino Neocatecumenal, en cuanto a iniciación cristiana en las diócesis y en las parroquias, enseña hoy a las parejas también a transmitir la fe a los hijos, sobre todo en una celebración familiar, en una liturgia doméstica. 

La familia cristiana, tiene tres altares: el primero la mesa de la santa Eucaristía, dónde Cristo ofrece el sacrificio de su vida por nuestra salvación; el segundo, el tálamo nupcial, dónde se sitúa el sacramento del matrimonio y se da la vida a los nuevos hijos de Dios, tálamo nupcial al que se le debe gran honor y gloria; el tercer altar, la mesa de la familia, donde la familia come unida, bendiciendo al Señor por todos sus dones. En torno a esta misma mesa se hace la celebración doméstica, en la cual se pasa la fe a los hijos.   

Después de más de 30 años de Camino, uno de los frutos que más consuelan es ver a las familias reconstruidas llegar a ser verdadera Iglesia doméstica. Estas familias, abiertas a la vida, y por tanto normalmente numerosas, asumen el deber primario de la familia cristiana de transmitir la fe a los propios hijos.

Además de la oración de la mañana y la noche, de la oración antes de las comidas y además de la participación, junto con los padres, en la Eucaristía de la comunidad, la transmisión de la fe a los hijos, se da fundamentalmente, a través de una celebración domestica, que habitualmente se hace el día del Señor.

En esta celebración los padres rezan los salmos de las laudes con los hijos, leen las Sagradas Escrituras y les preguntan: «¿qué te dice a tu vida esta palabra?». Es impresionante ver cómo los hijos aplican la Palabra de Dios a su propia historia. Al final el padre y la madre dicen una palabra, partiendo de su propia experiencia, e invitan a los hijos a rezar por el Papa, por la Iglesia, por los que sufren, etc. Después se reza el Padrenuestro  y se dan la paz; y la celebración se concluye con la bendición de los padres sobre cada uno de los hijos. 

La Marialis cultus, del Papa Pablo VI, en el n. 53 afirma: «De acuerdo con las directrices conciliares, la Liturgia de las Horas incluye justamente el núcleo familiar entre los grupos a que se adapta mejor la celebración en común del Oficio divino: «conviene finalmente que la familia, en cuanto sagrario doméstico de la Iglesia, no sólo eleve preces comunes a Dios, sino también recite oportunamente algunas partes de la Liturgia de las Horas, con el fin de unirse más estrechamente a la Iglesia». No debe quedar sin intentar nada para que esta clara indicación halle en las familias cristianas una creciente y gozosa aplicación». 

Y en el n. 54 prosigue: «Después de la celebración de la Liturgia de las Horas -cumbre a la que puede llegar la oración doméstica-, no cabe duda de que el Rosario a la Santísima Virgen debe ser considerado como una de las más excelentes y eficaces oraciones comunes que la familia cristiana está invitada a rezar».

      Resultado de esta importante atención de los padres a los propios hijos es que casi todos están en la Iglesia. Es por esto que hay tantos jóvenes en las comunidades neocatecumenales. De estas familias están surgiendo miles de vocaciones para los seminarios y monasterios. 

Nos alegra el que el Instituto Pontificio Juan Pablo II se comprometa tanto en la investigación sobre la familia y que pueda, en este modo específico, ayudar a los padres a transmitir la fe a los propios hijos. Es una misión importante que debe ser apoyada y animada.

Como hemos dicho, hoy es de vital importancia para la familia cristiana una celebración familiar, una liturgia domestica, donde puedan encontrarse, al  menos una vez a la semana, las dos generaciones – hijos y padres – y donde pueden rezar y dialogar poniendo la palabra y al Señor Jesús resucitado en el centro.

Nuestra sociedad está desestructurando la familia: en los tiempos (ritmos de trabajo y horarios escolares), en los componentes (parejas de hecho, divorcio,etc…) en las maneras de vivir, pero sobre todo a través de una cultura que se esta volviendo contraria a los valores del Evangelio.

Nosotros estamos convencidos de que la verdadera batalla que la Iglesia está llamada a afrontar en el tercer milenio, el verdadero desafío que debe asumir, y donde se juega el futuro, es la familia.

El Papa Juan Pablo II, en la homilía d Porto San Giorgo, el 30 de  diciembre de 1988 que recordaba antes, nos confió el siguiente encargo. Con mucha fuerza nos dijo: «Debéis, con todos vuestras oraciones, con vuestro testimonio, con vuestra fuerza,  ayudar a la familia, tenéis que protegerla contra la destrucción. No hay otra dimensión en la que el hombre pueda expresarme como persona, cómo vida, como amor, se tiene también que decir que no existe otro lugar, otro entorno en el que el hombre pueda ser más destruido. Hoy se hacen muchas y cosas para normalizar estas destrucciones, para legalizar estas destrucciones; destrucciones profundas, heridas profundas de la humanidad. Se hace mucho para arreglar, para legalizar. En este sentido se dice proteger. Pero no se puede proteger realmente a la familia sin entrar en las raíces, en las realidades profundas, en su íntima naturaleza; y  su naturaleza íntima es la comunión de las personas a imagen y semejanza de la comunión divina. Familia en misión, Trinidad en misión» . 

Por tanto, nos sentimos contentos de poder colaborar con este Instituto, tan querido por el siervo de Dios Juan Pablo II, aportando la experiencia de tantas familias de toda condición social y cultura. Debemos estar al lado de las familias, siempre, sostener la oración en familia (la celebración familiar de la que hablábamos antes) y ayudar a los padres a trasmitir la fe a los hijos.

Si bien muchas familias no tienen el apoyo de una formación cristiana comunitaria como es el Camino Neocatecumenal, estamos convencidos de que este trabajo común será para muchas familias una pequeña semilla que se esparce y que con la gracia del Espíritu Santo un día podrá ser un gran árbol, un árbol bello, lleno de frutos: tantos adultos que no olvidarán nunca aquella celebración doméstica de la propia familia, donde han visto a los padres amar y rezar a Dios con verdadera convicción.

[Traducción del original italiano]

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ZENIT Staff

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