Benedicto XVI: El sacerdote, “puente” entre Dios y el hombre (III)

“Lectio divina” del Papa con los sacerdotes de Roma

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CIUDAD DEL VATICANO, jueves 25 de febrero de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la tercera y última parte de la Lectio divina sobre el sacerdocio, que el Papa celebró el pasado 18 de febrero con los presbíteros de la diócesis de Roma. El texto bíblico fue tomado de la Carta a los Hebreos.

En la primera parte el Papa explicaba la importancia de la relación con Dios en la vida del sacerdote, de su participación en la vida divina a través de Jesucristo, el verdadero Sacerdote. En la segunda parte, el Papa hacía referencia a la humanidad de Cristo y al carácter del sacerdocio inaugurado con él.

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Continuando la lectura, sigue una frase difícil de interpretar. El Autor de la Carta a los Hebreos dice que Jesús oró fuertemente, con gritos y con lágrimas, a Dios que podía salvarlo de la muerte, y por su pleno abandono, fue escuchado (cfr. 5, 7). Aquí quisiéramos decir: “No, no fue escuchado de verdad, pues murió”. Jesús rezó para ser liberado de la muerte, pero no fue liberado, murió de una forma muy cruel. Por eso el gran teólogo liberal Harnack dijo: “Aquí falta un no”, debía estar escrito: “No fue escuchado”, y Bultmann aceptó esta interpretación. Pero esta es una solución que no es exegesis, sino que es una violencia al texto. En ninguno de los manuscritos aparece “no”, sino “fue escuchado”; por tanto, debemos aprender a entender qué significa este “ser escuchado”, a pesar de la Cruz.

Yo veo tres niveles para entender esta expresión. En un primer nivel, se puede traducir el texto griego así: “fue redimido de su angustia”, y en este sentido, Jesús fue escuchado. Sería, por tanto, una indicación a cuanto nos relata san Lucas de que “un ángel venido del cielo que le confortaba” (cfr. Lc 22, 43), de modo que, tras el momento de la angustia, pudiese andar derecho y sin temor hacia su hora, como nos describen los Evangelios, sobre todo el de san Juan. Sería la escucha en el sentido de que Dios le dio la fuerza para llevar todo este peso, y así fue escuchado. Pero a mí me parece que esta respuesta no es del todo suficiente. Escuchado en el sentido más profundo – lo subrayó el padre Vanhoye – quiere decir que “fue redimido de la muerte”, pero no en aquel momento, para aquel momento, sino para siempre, en la Resurrección: la verdadera respuesta de Dios a la oración de ser redimido de la muerte es la Resurrección, y la humanidad es redimida de la muerte precisamente en la Resurrección, que es la verdadera curación de nuestros sufrimientos, del misterio terrible de la muerte.

Aquí ya está presente un tercer nivel de comprensión: la Resurrección de Jesús no es sólo un acontecimiento personal. Me parece que sea de ayuda tener presente en este breve texto en el que san Juan, en el capítulo 12 de su Evangelio, presenta y narra, de modo muy resumido, el hecho del Monte de los Olivos. Jesús dice: “Mi alma está turbada” (Jn 12, 27), y, en toda la angustia del Monte de los Olivos, qué diré: “O sálvame de esta hora, o glorifica tu nombre” (cfr Jn 12, 27-28). Es la misma oración que encontramos en los Sinópticos: “Si es posible sálvame, pero hágase tu voluntad” (cfr. Mt 26, 42; Mc 14, 36; Lc 22, 42), que en el lenguaje joánico aparece: “O sálvame, o glorifica». Y Dios responde: “Le he glorificado y de nuevo le glorificaré» (cfr. Jn 12, 28). Esta es la respuesta, la escucha divina: glorificaré la Cruz; es la presencia de la gloria divina, porque es el acto supremo del amor. En la Cruz, Jesús fue elevado sobre toda la tierra y atrae a la tierra hacia sí; en la Cruz aparece ahora el “Kabod”, la verdadera gloria divina del Dios que ama hasta la Cruz y así transforma la muerte y crea la Resurrección.

La oración de Jesús fue escuchada, en el sentido de que realmente su muerte se convierte en vida, se convierte en el lugar desde donde redime al hombre, desde donde atrae al hombre hacia sí. Si la respuesta divina en Juan dice “te glorificaré”, significa que esta gloria trasciende y atraviesa toda la historia siempre y de nuevo: desde tu Cruz, presente en la Eucaristía, transforma la muerte en gloria. Esta es la gran promesa que se realiza en la Santa Eucaristía, que abre siempre de nuevo el cielo. Ser servidor de la Eucaristía es, por tanto, la profundidad del misterio sacerdotal.

Aún unas breves palabras, al menos sobre Melquisedec. Es una figura misteriosa que entra en Génesis 14 en la historia sagrada: tras la victoria de Abraham sobre algunos reyes, aparece el Rey de Salem, de Jerusalén, Melquisedec, y trae pan y vino. Una historia no comentada y un poco incomprensible, que aparece nuevamente solo en el salmo 110, como ya se ha dicho, pero se entiende que después el Judaísmo, el Gnosticismo y el Cristianismo hayan querido reflexionar profundamente sobre esta palabra y hayan creado sus interpretaciones. La Carta a los Hebreos no hace especulaciones, sino que trae solamente lo que dice la Escritura, y son diversos elementos: es rey de justicia, habita en la paz, es Rey allí donde hay paz, venera y adora al Dios Altísimo, el Creador del cielo y de la tierra, y trae pan y vino (cfr. Hb 7, 1-3; Gen 14, 18-20). No se comenta que aquí aparece el Sumo Sacerdote del Dios Altísimo, Rey de la paz, que adora con pan y vino al Dios Creador del cielo y de la tierra. Los padres han subrayado que es uno de los santos paganos del Antiguo Testamento y esto muestra que también del paganismo hay un camino hacia Cristo y los criterios son: adorar al Dios Altísimo, al Creador, cultivar justicia y paz, y venerar a Dios de modo puro. Así, con estos elementos fundamentales, también el paganismo está en camino hacia Cristo, hace, de cierta forma, presente la luz de Cristo.

En el canon romano, tras la Consagración, tenemos la oración supra quae, que menciona algunas prefiguraciones de Cristo, de su sacerdocio y de su sacrificio: Abel, el primer mártir, con su cordero; Abraham, que sacrifica en intención a su hijo Isaac, sustituido por el cordero dado por Dios; y Melquisedec, Sumo Sacerdote del Dios Altísimo, que trae pan y vino. Esto quiere decir que Cristo es la novedad absoluta de Dios y, al mismo tiempo, está presente en toda la historia, a través de a historia, y la historia va hacia Cristo. Y no solo la historia del pueblo elegido, que es la verdadera preparación querida por Dios, en la que se revela el misterio de Cristo, sino que también desde el paganismo se prepara el misterio de Cristo, hay caminos hacia Cristo, el cual lleva todo en sí.

Esto me parece importante en la celebración de la Eucaristía: aquí está recogida toda la oración humana, todo el deseo humano, toda la verdadera devoción humana, la verdadera búsqueda de Dios, que se encuentra finalmente realizada en Cristo. Finalmente hay que decir que ahora se abre el cielo, el culto ya no es enigmático, en signos relativos, sino verdadero, porque el cielo se ha abierto y no se ofrece algo, sino que el hombre se convierte en uno con Dios y este es el verdadero culto. Así dice la Carta a los Hebreos: “tenemos un Sumo Sacerdote sentado a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, al servicio del santuario y de la Tienda verdadera, erigida por el Señor” (cfr. 8, 1-2).

Volvamos al punto en que Melquisedec es Rey de Salem. Toda la tradición davídica se refiere a esto, diciendo: “éste es el lugar, Jerusalén es el lugar del culto verdadero, la concentración del culto en Jerusalén viene ya de los tiempos de Abraham. Jerusalén es el verdadero lugar de la justa veneración de Dios”.

Demos un nuevo paso: la verdadera Jerusalén, el Salem de Dios, es el Cuerpo de Cristo, la Eucaristía es la paz de Dios con el hombre. Sab
emos que san Juan, en el Prólogo, llama a la humanidad de Jesús “la tienda de Dios”, eskènosen en hemìn (Jn 1, 14). Aquí Dios mismo ha creado su tienda en el mundo y esta tienda, esta nueva, verdadera Jerusalén, está al mismo tiempo en la tierra y en el celo, porque este Sacramento, este sacrificio se realiza siempre entre nosotros y llega siempre hasta el trono de la Gracia, a la presencia de Dios. Aquí está la verdadera Jerusalén, al mismo tiempo celeste y terrestre, la tienda, que es el Cuerpo de Dios, que como Cuerpo resucitado es siempre cuerpo y abraza a la humanidad, y al mismo tiempo, siendo Cuerpo resucitado, nos un e con Dios. Todo esto se realiza siempre de nuevo en la Eucaristía. Y nosotros como sacerdotes estamos llamados a ser ministros de este gran Misterio, en el Sacramento y en la vida. Oremos al Señor para que nos haga entender cada vez mejor este Misterio, vivir cada vez mejor este Misterio y ofrecer así nuestra ayuda para que el mundo se abra a Dios, para que el mundo sea redimido. Gracias.

[Traducción del italiano por Inma Álvarez] 

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ZENIT Staff

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