Benedicto XVI: Dolor de la muerte y esperanza de la resurrección

Funeral por el difunto cardenal Luigi Poggi

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CIUDAD DEL VATICANO, lunes 10 de mayo de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía pronunciada por el Papa Benedicto XVI durante la Misa de exequias por el difunto cardenal Luigi Poggi, Archivero y Bibliotecario emérito de la Santa Iglesia Romana, que se celebró el viernes 7 de mayo en la Basílica de San Pedro.

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Venerados Hermanos,

ilustres señores y señoras,

queridos hermanos y hermanas

Os habéis reunido en torno al altar del Señor para acompañar, con la celebración del Sacrificio eucarístico, en el que se actualiza el misterio pascual, el último viaje del querido cardenal Luigi Poggi, a quien el Señor ha llamado para sí. Al dirigiros a cada uno de vosotros mi cordial saludo, agradezco en particular al cardenal Sodano el cual, como Decano del Colegio Cardenalicio, ha presidido la Santa Misa exequial.

El Evangelio que ha sido proclamado en esta celebración nos ayuda a vivir más intensamente el triste momento de la separación de la vida terrena de nuestro llorado Hermano. El dolor por la pérdida de su persona viene mitigado por la esperanza en la resurrección, fundada en la palabra misma de Jesús: “Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día» (Jn 6,40). Ante el misterio de la muerte, para el hombre que no tiene fe todo parecería haberse perdido irremisiblemente. Es la palabra de Cristo, por tanto, la que ilumina el camino de la vida y la que confiere valor a cada uno de sus momentos. Jesucristo es el Señor de la vida, y ha venido para resucitar en el último día todo lo que el Padre le ha confiado (cfr Jn 6,39). Este es también el mensaje que Pedro anuncia con gran fuerza el día de Pentecostés (cfr Hch 2,14.22b-28). Él muestra que Jesús no podía permanecer en la muerte. Dios le liberó de sus angustias, porque no era posible que ésta lo tuviese en su poder. Sobre la cruz Cristo ha traído la victoria, que se debía manifestar con una superación de la muerte, es decir, con su resurrección.

A este horizonte de fe nuestro llorado Hermano condujo toda su existencia, consagrada a Dios y al servicio de los hermanos, convirtiéndose así en testigo de esa fe valiente que sabe fiarse de Dios. Podemos decir que toda la misión sacerdotal del cardenal Luigi Poggi se dedicó al servicio directo de la Santa Sede. Nacido en Piacenza el 25 de noviembre de 1917, tras los estudios eclesiásticos en el Colegio «Alberoni» y su ordenación sacerdotal, recibida el 28 de julio de 1940, prosiguió los estudios en Roma, consiguiendo la licenciatura «in utroque iure» y llevando a cabo su ministerio sacerdotal en algunas parroquias romanas. Entrado en la Pontificia Academia Eclesiástica, inició en 1945 su trabajo en la entonces Primera Sección de la Secretaría de Estado: años difíciles, en el transcurso de los cuales no se reservó en el servicio a la Iglesia. Tras un primer encargo, en la primavera de 1963, ante el gobierno de la República Tunecina para llegar a un «modus vivendi» entre la Santa Sede y el Gobierno de aquel país sobre la situación jurídica de la Iglesia católica en Túnez, en abril de 1965 fue nombrado Delegado Apostólico para África Central, con dignidad de arzobispo y jurisdicción sobre Camerún, Chad, Congo-Brazzaville, Gabón y la República Centroafricana. En mayo de 1969 fue promovido a Nuncio Apostólico en Perú, donde permaneció hasta agosto de 1973, cuando fue vuelto a llamar a Roma con el título de Nuncio Apostólico con encargos especiales, específicamente para mantener contactos con los Gobiernos de Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Rumanía y Bulgaria, con el fin de mejorar la situación de la Iglesia católica en esos países.

En julio de 1974 se institucionalizaron las relaciones entre la Santa Sede y el Gobierno polaco, y monseñor Poggi fue nombrado Jefe de la Delegación de la Santa Sede para los contactos permanentes con el Gobierno de Polonia. En aquel periodo realizó numerosos viajes, encontrando a muchas personalidades, tanto políticas como eclesiásticas, llegando a ser, en la escuela de su superior, el cardenal Agostino Casaroli, un protagonista de la ostpolitik vaticana en los países del bloque comunista. El 19 de abril de 1986 fue nombrado Nuncio Apostólico en Italia; precisamente desde entonces también esta Nunciatura fue encargada de estudiar las prácticas relativas a las provisiones episcopales en el país. Y, siempre en aquel periodo, fue él, en calidad de Representante Pontificio, quien gestionó una delicada fase de reordenamiento de las diócesis italianas. Creado y publicado cardenal en el Consistorio del 26 de noviembre de 1994, fue nombrado por el Venerable Juan Pablo II Archivero y Bibliotecario de la Santa Romana Iglesia, conservando este cargo hasta marzo de 1998.

Queridos hermanos, se han proclamado hace un momento las palabras del Apóstol Pablo: “Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él” (Rm 6,8). Esta página de la Carta a los Romanos constituye uno de los textos fundamentales del Leccionario litúrgico. Ésta, de hecho, se nos propone cada año en el transcurso de la Vigilia pascual. Pensemos en estas palabras iluminadoras de san Pablo, mientras dedicamos al querido cardenal Luigi Poggi el último saludo conmovido. ¡Cuántas veces él mismo las habrá leído, meditado y comentado! Lo que el Apóstol escribe a propósito de la unión mística del bautizado con Cristo muerto y resucitado, él ahora lo está viviendo en la realidad ultraterrena, desvinculado de los condicionantes impuestos a la naturaleza humana por el pecado. “De hecho – como afirma san Pablo en ese mismo pasaje – quien ha muerto ha sido liberado del pecado» (Rm 6,7). La unión sacramental, pero real, con el Misterio pascual de Cristo abre al bautizado la perspectiva de participar en su misma gloria. Y esto tiene una consecuencia ya para la vida aquí abajo, porque si en virtud del bautismo nosotros ya participamos en la resurrección de Cristo, entonces ya ahora “podemos caminar en una vida nueva» (Rm 6,4). He ahí por qué la muerte piadosa de un hermano en Cristo, tanto más si está marcado por el carácter sacerdotal, es siempre motivo de estupor íntimo y reconocido del designio de la paternidad divina, que nos libra del poder de las tinieblas y nos transfiere al reino de su Hijo predilecto (cfr Col 1,13).

Mientras invocamos para este Hermano nuestro la intercesión maternal de la Beata Virgen María, Reina de los Apóstoles y Madre de la Iglesia, confiamos su alma elegida al Padre de la vida, para que le introduzca en el lugar preparado para sus amigos, fieles servidores del Evangelio y de la Iglesia.

¡Amén!

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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