FÁTIMA, jueves 13 de mayo de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que Benedicto XVI durante la bendición de las antorchas de Fátima, al inicio del Rosario que presidió en la explanada del Santuario de Fátima.
* * *
Queridos peregrinos
Todos juntos, con la vela encendida en la mano, semejáis un mar de luz en torno a esta sencilla capilla, levantada con amor para honrar a la Madre de Dios y Madre nuestra, a la que los pastorcillos vieron volver de la tierra al cielo como una estela de luz. Sin embargo, ni ella ni nosotros tenemos luz propia: la recibimos de Jesús. Su presencia en nosotros renueva el misterio y el recuerdo de la zarza ardiente, que en otro tiempo atrajo a Moisés en el monte Sinaí, y que no deja de seducir a los que se dan cuenta de una luz especial en nosotros, que arde sin consumirnos (cf. Ex 3, 2-5). Por nosotros mismos, no somos más que una mísera zarza, en la que, sin embargo, se ha posado la gloria de Dios. A Él sea la gloria, y a nosotros la confesión humilde de nuestra nada y la adoración obediente de los designios divinos, que se cumplirán cuando «Dios lo será todo para todos» (1 Co 15, 28). La Virgen llena de gracia sirvió incomparablemente dichos designios: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).
Queridos peregrinos, imitemos a María haciendo resonar en nuestra vida su «hágase en mí». Dios había ordenado a Moisés: «Quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado» (Ex 3, 5). Y así lo hizo; luego se puso nuevamente las sandalias para ir a liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto y guiarlo a la tierra prometida. No se trataba simplemente de poseer una parcela de terreno o del territorio nacional al que todo pueblo tiene derecho. En la lucha por la liberación de Israel y en su salida de Egipto, lo que destaca en primer lugar es, sobre todo, el derecho a la libertad para adorar, a la libertad de un culto propio. A lo largo de la historia del pueblo elegido, la promesa de la tierra acaba asumiendo cada vez más este significado: la tierra se da para que haya un lugar de obediencia, para que haya un espacio abierto a Dios.
En nuestro tiempo, cuando en extensas regiones de la tierra la fe corre el riesgo de apagarse como una llama que se extingue, la prioridad más importante de todas es hacer a Dios presente en este mundo y facilitar a los hombres el acceso a Dios. No a un dios cualquiera, sino al Dios que ha hablado en el Sinaí; al Dios cuyo rostro reconocemos en el amor hasta el extremo (cf.Jn 13, 1), en Cristo crucificado y resucitado. Queridos hermanos y hermanas, adorad en vuestros corazones a Cristo Señor (cf. 1 P 3, 15). No tengáis miedo de hablar de Dios y de mostrar sin complejos los signos de la fe, haciendo resplandecer a los ojos de vuestros contemporáneos la luz de Cristo que, como canta la Iglesia en la noche de la Vigilia Pascual, engendra a la humanidad como familia de Dios.
Hermanos y hermanas, en este lugar impresiona ver cómo tres niños se rindieron a la fuerza interior que los había invadido en las apariciones del Ángel y de la Madre del cielo. Aquí, donde tantas veces se nos ha pedido que recemos el Rosario, dejémonos atraer por los misterios de Cristo, los misterios del Rosario de María. El rezo del Rosario nos permite poner nuestros ojos y nuestro corazón en Jesús, como su Madre, modelo insuperable de contemplación del Hijo. Al meditar los misterios gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos, recitando las avemarías, contemplamos todo el misterio de Jesús, desde la Encarnación a la Cruz y la gloria de la Resurrección; contemplamos la íntima participación de María en este misterio y nuestra vida en Cristo hoy, que también está tejida de momentos de alegría y de dolor, de sombras y de luz, de contrariedades y de esperanzas. La gracia inunda nuestro corazón suscitando el deseo de un cambio de vida radical y evangélico, en comunión de vida y de destino con Cristo, de manera que podamos decir con San Pablo: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21).
Siento que me acompañan la devoción y el afecto de todos los fieles aquí reunidos y del mundo entero. Traigo conmigo las preocupaciones y las esperanzas de nuestro tiempo y los sufrimientos de la humanidad herida, los problemas del mundo, y vengo a ponerlos a los pies de Nuestra Señora de Fátima: Virgen Madre de Dios y Madre nuestra querida, intercede por nosotros ante tu Hijo, para que las familias de los pueblos, tanto aquellas que llevan el nombre de cristianas como las que todavía no conocen a su Salvador, vivan en paz y en concordia hasta que todas formen un solo Pueblo de Dios, a gloria de la santísima e indivisible Trinidad. Amén.
[© Copyright 2010 – Libreria Editrice Vaticana]