Benedicto XVI: La Iglesia sigue siendo lugar de la esperanza

Mensaje al “Kirchentag” de Munich

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CIUDAD DEL VATICANO, lunes 17 de mayo de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el mensaje, hecho público el pasado sábado, que el Papa Benedicto XVI hizo llegar a los participantes del segundo Kirchentag ecuménico, que reúne a cristianos de distintas denominaciones y creyentes de otras confesiones sobre el tema de la esperanza.

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Queridos hermanos y hermanas en Cristo,

desde Roma saludo a todos aquellos que se han reunido en la Theresienwiese en Munich para la celebración litúrgica en la apertura del segundo Kirchentag ecuménico. Recuerdo con agrado los años en que viví en la bella capital de Baviera, como arzobispo de Munich y Frisinga. Dirijo, por tanto, un saludo especial al arzobispo de Munich y Frisinga, Reinhard Marx, y al obispo regional luterano Johannes Friedrich. Saludo a todos los obispos alemanes y de muchos países del mundo y, de modo especial, también a los representantes de las demás iglesias y comunidades eclesiales y a todos los cristianos que participan en este acontecimiento ecuménico. Saludo además a los representantes de la vida pública y a todos aquellos que están presentes a través de la radio y de la televisión. ¡La paz del Señor resucitado esté con todos vosotros!

“Para que tengáis esperanza”: con este lema os habéis reunido en Munich. En un momento difícil, queréis enviar un signo de esperanza a la Iglesia y a la sociedad. Por esto os lo agradezco mucho. De hecho, nuestro mundo necesita esperanza, nuestro tiempo necesita esperanza. ¿Pero la Iglesia es lugar de esperanza? En los últimos meses nos hemos tenido que confrontar repetidamente con noticias que nos quieren quitar la alegría en la Iglesia, que la oscurecen como lugar de esperanza. Como los siervos del amo de la casa en la parábola evangélica del Reino de Dios, también nosotros queremos preguntar al Señor: “Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De donde viene la cizaña?” (Mt 13, 27). Sí, con su Palabra y con el sacrificio de su vida, el Señor sembró verdaderamente buena semilla en el campo de la tierra. Ha germinado y germina. No debemos pensar sólo en las grandes figuras luminosas de la historia, a las que la Iglesia ha reconocido con el título de “santos”, o más bien, completamente permeados por Dios, resplandecientes a partir de Él. Cada uno de nosotros conoce también a personas corrientes, que no se mencionan en ningún periódico y que no cita ninguna crónica, que a partir de la fe han madurado alcanzando una gran humanidad y bondad. Abraham, en su apasionada disputa con Dios para salvar a la ciudad de Sodoma obtuvo del Señor del Universo la seguridad de que si hay diez justos no destruirá la ciudad (cfr. Gn 18, 22-33). ¡Gracias a Dios, en nuestras ciudades hay mucho más de diez justos! Si hoy estamos un poco atentos, si no percibimos sólo la oscuridad, sino también lo que es claro y bueno en nuestro tiempo, vemos como la fe hace a los hombres puros y generosos y les educa en el amor. De nuevo: La cizaña existe también dentro d la Iglesia y entre aquellos que Dios ha acogido a su servicio de modo particular. Pero la luz de Dios no ha declinado, el grano bueno no ha sido sofocado por la siembra del mal.

“Para que tengáis esperanza”: Esta frase quiere ante todo invitarnos a no perder de vista al bien y a los buenos. Quiere invitarnos a ser nosotros mismos buenos y a volvernos buenos siempre, quiere invitarnos a discutir con Dios por el mundo, como Abraham, intentando nosotros mismos, con pasión, vivir de la justicia de Dios.

¿La Iglesia es por tanto un lugar de esperanza? Sí, porque de ella nos llega siempre de nuevo la Palabra de Dios, que nos purifica y nos muestra el camino de la fe. Lo es, porque en ella el Señor sigue donándonos a sí mismo, en la gracia de los sacramentos, en la palabra de la reconciliación, en los múltiples dones de su consolación. Nada puede oscurecer o destruir todo esto. De esto deberíamos estar contentos en medio de todas las tribulaciones. Si hablamos de la Iglesia como lugar d la esperanza que viene de Dios, entonces esto comporta, al mismo tiempo, un examen de conciencia: ¿Qué hago yo con la esperanza que el Señor nos ha dado? ¿Verdaderamente me dejo modelar por su Palabra? ¿Me dejo cambiar y curar por Él? ¿Cuanta cizaña en realidad crece dentro de mí? ¿Estoy dispuesto a desarraigarla? ¿Estoy agradecido por el don del perdón y dispuesto a perdonar y a curar a mi vez en lugar de condenar?

Preguntémonos una vez más: ¿Qué es verdaderamente la “esperanza”? Las cosas que podemos hacer por nosotros mismos no son objeto de la esperanza, sino más bien una tarea que debemos llevar a cabo con la fuerza de nuestra razón, de nuestra voluntad y de nuestro corazón. Pero si reflexionamos sobre todo lo que podemos y debemos hacer, nos damos cuenta de que no podemos hacer las cosas más grandes, las cuales nos llegan como don: la amistad, el amor, la alegría, la felicidad. Quisiera observar también una cosa: todos nosotros queremos vivir, y tampoco la vida nos la podemos dar por nosotros mismos. Casi nadie, sin embargo, habla hoy de la vida eterna, que en el pasado era el verdadero objeto de la esperanza. Dado que uno no se atreve a creer en ella, es necesario esperare obtener todo de la vida presente. Arrinconar la esperanza en la vida eterna lleva a la avidez por una vida aquí y ahora, que se convierte casi inevitablemente en egoísta y que, al final, permanece irrealizable. Precisamente cuando queremos apoderarnos de la vida como de una especie de bien, ésta se nos escapa. Pero volvamos atrás. Las cosas grandes de la vida no podemos realizarlas nosotros, podemos sólo esperarlas. La buena noticia de la fe consiste precisamente en esto: existe Aquel que puede dárnoslas. No hemos sido dejados solos. Dios vive. Dios nos ama. En Jesucristo se ha convertido en uno de nosotros. Me puedo dirigir a él y él me escucha. Por esto, como Pedro, en la confusión de nuestros tiempos, que nos persuaden en creer en tantos otros caminos, le decimos: “Señor, ¿a dónde iremos? Tu tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios” (Jn 6, 68s).

Queridos amigos, os auguro a todos vosotros, que os habéis reunido en la Theresienwiese en Munich, que seáis de nuevo desbordados de la alegría de poder conocer a Dios, de conocer a Cristo y de que Él nos conoce, Esta es nuestra esperanza y nuestra alegría en medio de las confusiones del tiempo presente.

En el Vaticano, 10 de mayo de 2010

[Traducción de la versión italiana por Inma Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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