CIUDAD DEL VATICANO, lunes 31 de mayo de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió el pasado sábado a los participantes en la peregrinación promovida por la diócesis de Macerata-Tolentino-Recanati-Cingoli-Treia y por las diócesis de las Marcas (Centro de Italia), con ocasión del IV centenario de la muerte de Matteo Ricci, el apóstol de China.
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Señor cardenal,
venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,
distinguidas autoridades,
queridos hermanos y hermanas,
estoy contento de encontraros para recordar el IV Centenario de la muerte del Padre Matteo Ricci, s.j. Saludo fraternalmente al obispo de Macerata-Tolentino-Recanati-Cingoli-Treia, monseñor Claudio Giuliodori, que guía esta numerosa peregrinación. Con él saludo a los hermanos de la Conferencia Episcopal de las Marcas y a sus respectivas diócesis, a las Autoridades civiles, militares y académicas; a los sacerdotes, los seminaristas y los estudiantes, y también a los Pueri Cantores. ¡Macerata está orgullosa de un ciudadano, un religioso y un sacerdote tan ilustre! Saludo a los miembros de la Compañía de Jesús, de la que formó parte del padre Ricci, en particular al prepósito general, padre Adolfo Nicolás, a sus amigos y colaboradores y a las instituciones educativas vinculadas a ellas. Un pensamiento también a todos los chinos. 你 們 好! [¡Saludos!]
El 11 de mayo de 1610, en Pekín, terminaba la vida terrena de este gran misionero, verdadero protagonista del anuncio del Evangelio el China en la era moderna tras la primera evangelización del arzobispo Giovanni da Montecorvino. De cuánta estima fue rodeado en la capital china y en la misma corte imperial, es signo el privilegio extraordinario que le fue concedido, impensable para un extranjero, de ser sepultado en tierra china. También hoy es posible venerar su tumba en Pekín, oportunamente restaurada por las autoridades locales. Las múltiples iniciativas promovidas en Europa y en China para honrar al padre Ricci, muestran el vivo interés que su obra sigue recabando en la Iglesia y en ambientes culturales diversos.
La historia de las misiones católicas comprende figuras de gran estatura por el celo y el valor de llevar a Cristo a tierras nuevas y lejanas, pero el padre Ricci es un caso singular de feliz síntesis entre el anuncio del Evangelio y el diálogo con la cultura y el pueblo al que se lleva, un ejemplo de equilibrio entre claridad doctrinal y prudente acción pastoral. No sólo el aprendizaje profundo de la lengua, sino también la asunción del estilo de vida y de las costumbres de las clases cultas chinas, fruto de estudio y de ejercicio paciente y amplio de miras, hicieron que el padre Ricci fuese aceptado por los chinos con respeto y estima, ya no como un extranjero, sino como el “Maestro del gran Occidente". En el "Museo del Milenio" de Pekín sólo se recuerdan dos extranjeros entre los grandes de la historia de China: Marco Polo y el padre Matteo Ricci.
La obra de este gran misionero presenta dos aspectos que no deben separarse: la inculturación china del anuncio del evangelio y la presentación a China de la cultura y de la ciencia occidentales. A menudo los aspectos científicos obtuvieron mayor interés, pero no hay que olvidar la perspectiva con la que el padre Ricci entró en relación con el mundo y la cultura chinos: un humanismo que considera a la persona inserta en su contexto, cultiva sus valores morales y espirituales, tomando todo lo que encuentra de positivo en la tradición china y ofreciendo enriquecerla con la contribución de la cultura occidental pero, sobre todo, con la sabiduría y la verdad de Cristo. El padre Ricci no va a China para llevarles la sabiduría y la cultura de Occidente, sino para llevarles el Evangelio, para dar a conocer a Dios. Escribe: “Durante más de veinte años cada mañana y cada noche he rezado con lágrimas al Cielo. Sé que el Señor del Cielo tiene piedad de las criaturas vivientes y las perdona (…) La verdad sobre el Señor del Cielo está ya en los corazones de los hombres. Pero los seres humanos no la comprenden inmediatamente y, además, no se inclinan a reflexionar sobre una cuestión semejante" (Il vero significato del "Signore del Cielo", Roma 2006, pp.69-70). Y es precisamente mientras lleva el Evangelio, cuando el padre Ricci encuentra en sus interlocutores la demanda de una confrontación más amplia, de modo que el encuentro motivado por la fe se convierte también en diálogo entre las culturas: un diálogo desinteresado, libre de objetivos de poder económico o político, vivido en la amistad, que hace de la obra del padre Ricci y de sus discípulos uno de los puntos más altos y felices en la relación entre China y Occidente. Al respecto, el “Tratado de la amistad" (1595), una de sus primeras y más conocidas obras en chino, es elocuente. En el pensamiento y en la enseñanza del padre Ricci la ciencia, la razón y la fe encuentran una síntesis natural: “Quien conoce el cielo y la tierra – escribe en el prefacio a la tercera edición del mapamundi – puede encontrar que Aquel que gobierna el cielo y la tierra es absolutamente bueno, absolutamente grande y absolutamente uno. Los ignorantes rechazan el Cielo, pero la ciencia que no llega al Emperador del Cielo como a la causa primera, no es para nada una ciencia".
La admiración hacia el padre Ricci no debe, sin embargo, hacer olvidar el papel y la influencia de sus interlocutores chinos. Las decisiones tomadas por él no dependían de una estrategia abstracta de inculturación de la fe, sino del conjunto de los acontecimientos, de los encuentros y de las experiencias que iba teniendo, por lo que lo que pudo llevar a cabo fue gracias también al encuentro con los chinos: un encuentro vivido de muchas formas, pero profundizado a través de la relación con algunos amigos y discípulos, especialmente de cuatro célebres conversos, “pilares de la Iglesia china”. De ellos el primero y más famoso fue Xu Guangqi, nativo de Shanghai, literato y científico, matemático, astrónomo, experto en agricultura, que llegó a los más altos grados de la burocracia imperial, hombre íntegro, de gran fe y vida cristiana, dedicado al servicio de su país, y que ocupa un puesto relevante en la historia y en la cultura chinas. Fue él, por ejemplo, quien convenció y ayudó al padre Ricci a traducir al chino los “Elementos” de Euclides, obra fundamental de la geometría, o quien obtuvo que el emperador confiase a los astrónomos jesuitas la reforma del calendario chino. Como fue otro de los sabios chinos convertidos al cristianismo – Li Zhizao – quien ayudó al padre Ricci en la realización de las últimas y más desarrolladas ediciones del mapamundi, que habría dado a los chinos una nueva imagen del mundo. É describía al padre Ricci con estas palabras: "Yo le creí un hombre singular porque vive en el celibato, no busca los altos cargos, habla poco, tiene una conducta regulada y esto todos los días, cultiva la virtud a escondidas y sirve a Dios continuamente". Es justo por tanto asociar al padre Matteo Ricci también sus grandes amigos chinos, que compartieron con él la experiencia de fe.
Queridos hermanos y hermanas, que el recuerdo de estos hombres de Dios dedicados al Evangelio y a la Iglesia, su ejemplo de fidelidad a Cristo, el profundo amor hacia el pueblo chino, el compromiso de inteligencia y de estudio, su vida virtuosa, sean ocasión de oración para la Iglesia en China y para todo el pueblo chino, como hacemos cada año, el 24 de mayo, dirigiéndonos a María Santísima, venerada en el célebre santuario de Sheshan en Shanghai; y que sean también de estímulo y ánimo para vivir con intensidad la fe cristiana, en el dialogo con las distintas culturas, pero con la certeza de que en Cristo se realiza el verdadero humanismo, abierto a Dios, rico en valores morales y espirituales y capaz de responder a los deseo s más profundos del alma humana. También yo, como el padre Matteo Ricci, expreso hoy mi profunda estima por el noble pueblo chino y su cultura milenaria, convencido de que un renovado encuentro con el Cristianismo aportará frutos abundantes de bien, como entonces favoreció una convivencia pacífica entre los pueblos. Gracias.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]