CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 19 de junio de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha escrito Giovanni Maria Vian, director de «L’Osservatore Romano» sobre el final del Año Sacerdotal.
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Quien pensaba en el año sacerdotal que acaba de concluir como en la enésima invención conmemorativa, de poca substancia o incluso inútil, debe cambiar de opinión ante las dos intervenciones de Benedicto XVI al clausurarlo, que mostraron su sentido profundo. Textos verdaderamente importantes de un Papa que es teólogo y pastor como pocos de sus predecesores, hasta tal punto que nos recuerda a los grandes obispos de la antigüedad cristiana; intelectual y hombre de fe, que desde hace más de sesenta años sigue la teología y sabe hablar el lenguaje de nuestro tiempo.
Frente a un número sin precedentes de sacerdotes que pudieron concelebrar con el Sucesor de Pedro, el Obispo de Roma habló del sacerdocio católico. Que no es un oficio como los demás, ni una casta exclusiva ni una realidad clerical, sino un sacramento; es decir, signo de una realidad infinitamente más grande; por este motivo el sacerdocio está abierto al mundo. Lejos de todo clericalismo porque tiene la mirada fija en el corazón de Jesús, traspasado por la lanzada del soldado y del cual brotan agua y sangre, símbolos del Bautismo y de la Eucaristía que abren de par en par las realidades de este mundo a Dios.
El año dedicado al sacerdocio, ocasión para reflexionar y para hacer que brille de nuevo ante los hombres, no le gustó al «enemigo», como era de esperar -subrayó el Papa- y así ha ocurrido que han salido a la luz los escándalos de los pecados de los sacerdotes, sobre todo los horribles abusos de menores. Por estos delitos Benedicto XVI con humildad pidió de nuevo perdón a Dios y a las víctimas, sin recriminaciones o amarguras, sino subrayando la tarea de purificación que ya ha comenzado y que será larga. Con la conciencia de que estos escándalos han ensombrecido el rostro auténtico de la Iglesia, una realidad de la cual incluso el mundo secularizado siente nostalgia, como indica en parte el mismo escándalo frente a estos auténticos delitos.
También las mujeres y los hombres de hoy sienten, quizá oscuramente, la necesidad de quien verdaderamente puede cambiar la situación de nuestra vida pronunciando en nombre de Cristo palabras que absuelven de los pecados y abren a Dios. Este es el sentido de los sacramentos: de la Penitencia, de la Eucaristía, del Sacerdocio mismo, que son signos visibles en los que se esconde la audacia de un Dios que se encomienda a manos humanas. Y quien mira al corazón de Jesús comprende que este Dios no es un Dios lejano, sino que es como un pastor que puede enseñar -si uno está dispuesto a escucharlo- a ser personas, para no desperdiciar la vida en la falta de sentido.
Contemplando con lucidez pero sin pesimismos la desorientación contemporánea y el inexorable destino de toda criatura -la «cañada oscura de la muerte, a la que nadie nos puede acompañar»- Benedicto XVI levantó una vez más la mirada hacia Cristo: repitiendo el anuncio gozoso de la Iglesia de que el Señor salió de los infiernos y sometió al último enemigo, y que él, vencedor de la muerte, está cerca de cada uno de nosotros en las «cañadas oscuras» de la vida, incluso cuando todas las luces parecen apagarse.
Ante comportamientos indignos del sacramento sacerdotal -como ante la herejía y la destrucción de la fe- «la Iglesia debe usar el cayado del pastor», dijo con fuerza el Papa, añadiendo que esto puede ser «un servicio de amor» y que el cayado también es «vara», apoyo ante las dificultades del camino. Y que sobre todo señala a los hombres el corazón de Cristo, única fuente de agua viva que puede apagar la sed del mundo.