Mensaje del Papa para la Jornada Mundial del Enfermo

Se celebrará el próximo 11 de febrero

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CIUDAD DEL VATICANO, lunes 20 de diciembre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el mensaje que el Papa Benedicto XVI hizo público el pasado sábado 18 de diciembre, con motivo de la XIX Jornada Mundial del Enfermo, que se celebrará el próximo 11 de febrero de 2011.

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«Por sus llagas habéis sido curados» (1Pe 2,24)

¡Queridos hermanos y hermanas!

Cada año, en la celebración de la memoria de la Beata Virgen de Lourdes, que se celebra el 11 de febrero, la Iglesia propone la Jornada Mundial del Enfermo. Esta circunstancia, como quiso el venerable Juan Pablo II, se convierte en una ocasión propicia para reflexionar sobre el misterio del sufrimiento y, sobre todo, para hacer a nuestras comunidades y a la sociedad civil más sensibles hacia los hermanos y las hermanas enfermos. Si cada hombre es hermano nuestro, tanto más el débil, el sufriente y el necesitado de cuidados deben estar en el centro de nuestra atención, para que ninguno de ellos se sienta olvidado o marginado: de hecho, “la medida de la humanidad se determina esencialmente en la relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto vale tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no consigue aceptar a los que sufren y que no es capaz de contribuir mediante la compasión a hacer que el sufrimiento sea compartido y llevada también interiormente es una sociedad cruel e inhumana» (Carta enc. Spe salvi, 38). Las iniciativas que serán promovidas en cada diócesis con ocasión de esta Jornada, sean de estímulo para hacer cada vez más eficaz el cuidado hacia los que sufren, de cara también a la celebración de modo solemne, que tendrá lugar, en 2013, en el Santuario mariano de Altötting, en Alemania.

1. Llevo aún en el corazón el momento en que, en el transcurso de la visita pastoral a Turín, pude estar en reflexión y oración ante la Sagrada Síndone, ante ese rostro sufriente, que nos invita a meditar sobre Aquel que llevó sobre sí la pasión del hombre de todo tiempo y de todo lugar, y también nuestros sufrimientos, nuestras dificultades, nuestros pecados. ¡Cuántos fieles, en toda la historia, han pasado ante ese lienzo sepulcral, que envolvió el cuerpo de un hombre crucificado, que corresponde en todo a lo que los Evangelios nos transmiten sobre la pasión y muerte de Jesús! Contemplarlo es una invitación a reflexionar sobre lo que escribe san Pedro: “Por sus llagas habéis sido curados» (1Pe 2,24). El Hijo de Dios sufrió, murió, pero ha resucitado, y precisamente por esto esas llagas se convierten en el signo de nuestra redención, del perdón y de la reconciliación con el Padre; se convierten también, sin embargo, en un banco de prueba para la fe de los discípulos y para nuestra fe: cada vez que el Señor habla de su pasión y muerte, ellos no comprenden, rechazan, se oponen. Para ellos, como para nosotros, el sufrimiento permanece siempre lleno de misterio, difícil de aceptar y de llevar. Los dos discípulos de Emaús caminan tristes por los acontecimientos sucedidos aquellos días en Jerusalén, y sólo cuando el Resucitado recorre el camino con ellos, se abren a una visión nueva (cfr Lc 24,13-31). También al apóstol Tomás le cuesta creer en la vía de la pasión redentora: “Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré» (Jn 20,25). Pero frente a Cristo que muestra sus llagas, su respuesta se transforma en una conmovedora profesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28). Lo que antes era un obstáculo insuperable, porque era signo del aparente fracaso de Jesús, se convierte, en el encuentro con el Resucitado, en la prueba de un amor victorioso: “Sólo un Dios que nos ama hasta tomar sobre sí nuestras heridas y nuestro dolor, sobre todo el inocente, es digno de fe» (Mensaje Urbi et Orbi, Pascua 2007).

2. Queridos enfermos y sufrientes, es precisamente a través de las llagas de Cristo como nosotros podemos ver, con ojos de esperanza, todos los males que afligen a la humanidad. Resucitando, el Señor no ha quitado el sufrimiento ni el mal del mundo, sino que los ha vencido de raíz. A la prepotencia del mal ha opuesto la omnipotencia de su Amor. Nos indicó, así, que el camino de la paz y de la alegría es el Amor: «Así como yo os he amado, amaos también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34). Cristo, vencedor de la muerte, está vivo en medio de nosotros. Y mientras con santo Tomás decimos también nosotros: “¡Señor mío y Dios mío!», sigamos a nuestro Maestro en la disponibilidad de dar la vida por nuestros hermanos (cfr 1 Jn 3,16), siendo así mensajeros de una alegría que no teme el dolor, la alegría de la Resurrección.

San Bernardo afirma: «Dios no puede padecer, pero puede compadecer». Dios, la Verdad y el Amor en persona, quiso sufrir por nosotros y con nosotros; se hizo hombre para poder com-padecer con el hombre, de modo real, en carne y sangre. En cada sufrimiento humano, ha entrado Uno que comparte el sufrimiento y la soportación; el cada sufrimiento se difunde la con-solatio, la consolación del amor partícipe de Dios para hacer surgir la estrella de la esperanza (cfr Carta enc. Spe salvi, 39).

A vosotros, queridos hermanos y hermanas repite este mensaje, para que seáis testigos de ello a través de vuestro sufrimiento, vuestra vida y vuestra fe.

3. Mirando a la cita de Madrid, en el próximo agosto de 2011, para la Jornada Mundial de la Juventud, quisiera dirigir también un pensamiento particular a los jóvenes, especialmente a aquellos que viven la experiencia de la enfermedad. A menudo la Pasión, la Cruz de Jesús dan miedo, porque parecen ser la negación de la vida. ¡En realidad, es exactamente al contrario! La Cruz es el “sí” de Dios al hombre, la expresión más alta y más intensa de su amor y la fuente de la que brota la vida eterna. Del corazón atravesado de Jesús ha brotado esta vida divina. Solo Él es capaz de liberar el mundo del mal y de hacer crecer su Reino de justicia, de paz y de amor al que todos aspiramos (cfr Mensaje para la Jornada Mundial de la Juventud 2011, 3). Queridos jóvenes, aprended a “ver” y a “encontrar” a Jesús en la Eucaristía, donde está presente de modo real por nosotros, hasta el punto de hacerse alimento para el camino, pero también sabedlo reconocer y servir en los pobres, en los enfermos, en los hermanos sufrientes y en dificultad, que necesitan vuestra ayuda (cfr ibid., 4). A todos vosotros jóvenes, enfermos y sanos, repito la invitación a crear puentes de amor y de solidaridad, para que nadie se sienta solo, sino cercano a Dios y parte de la gran familia de sus hijos (cfr Audiencia general, 15 de noviembre de 2006).

4. Contemplando las llagas de Jesús, nuestra mirada se dirige a su Corazón sacratísimo, donde se manifiesta en sumo grado el amor de Dios. El Sagrado Corazón es Cristo crucificado, con el costado abierto por la lanza del que brotan sangre y agua (cfr Jn 19,34), «símbolo de los sacramentos de la Iglesia, para que todos los hombres, atraídos al Corazón del Salvador, beban con alegría de la fuente perenne de la salvación» (Misal Romano, Prefacio de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús). Especialmente vosotros, queridos enfermos, sentid la cercanía de este Corazón lleno de amor y bebes con fe y alegría de esta fuente, rezando: “Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, fortifícame. Oh buen Jesús, escuchame. En tus llagas, escóndeme» (Oración de san Ignacio de Loyola).

5. Al término de este Mensaje mío para la próxima Jornada Mundial del enfermo, deseo expresar mi afecto a todos y a cada uno, sintiéndome partícipe de los sufrimientos y de las esperanzas que vivís cotidianamente en unión con Cristo crucificado y resucitado, para que
os de la paz y la curación del corazón. Junto a él vele a vuestro lado la Virgen María, a la que invocamos con confianza Salud de los enfermos y Consoladora de los afligidos. A los pies de la Cruz se realiza para ella la profecía de Simeón: su corazón de Madre está atravesado (cfr Lc 2,35). Desde el abismo de su dolor, participación en el del Hijo, María ha sido hecha capaz de acoger la nueva misión: ser la Madre de Cristo en sus miembros. En la hora de la Cruz, Jesús le presenta a cada uno de sus discípulos diciéndole: “He ahí a tu hijo” (cfr Jn 19,26-27). La compasión maternal hacia el Hijo se convierte en compasión maternal hacia cada uno de nosotros en nuestros sufrimientos cotidianos (cfr Homilía en Lourdes, 15 de septiembre de 2008).

Queridos hermanos y hermanas, en esta Jornada Mundial del enfermo, invito también a las Autoridades para que inviertan cada vez más energías en estructuras sanitarias que sean de ayuda y de apoyo a los que sufren, sobre todo a los más pobres y necesitados, y dirigiendo mi pensamiento a todas las diócesis, envío un afectuoso saludo a los obispos, a los sacerdotes, a las personas consagradas, a los seminaristas, a los agentes sanitarios, a los voluntarios y a todos aquellos que se dedican con amor a curar y aliviar las llagas de cada hermano o hermana enfermos, en los hospitales o residencias, en las familias: que en el rostro de los enfermos sepáis ver siempre el Rostro de los rostros: el de Cristo.

Aseguro a todos mi recuerdo en la oración, mientras que imparto a cada uno una especial Bendición Apostólica.

En el Vaticano, 21 de noviembre de 2010, Fiesta de Cristo Rey del Universo.

BENEDICTUS PP XVI

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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