CIUDAD DEL VATICANO, jueves 2 de diciembre de 2010 (ZENIT.org).- El Consejo Pontificio para los Textos Legislativos anunció ayer en L'Osservatore Romano la próxima revisión del Libro VI del Código de Derecho Canónico, que contiene las sanciones y penas canónicas en la Iglesia.

Esta revisión, en la que lleva trabajando una Comisión de expertos en derecho penal durante casi dos años, pretende, sin alterar la estructura general del texto y la numeración de los cánones, “modificar claramente algunas opciones que se hicieron entonces y que después se han revelado como no del todo adecuadas”.

Así lo explica el propio secretario de este dicasterio, el español monseñor Juan Ignacio Arrieta, en un amplio artículo en La Civiltà Cattolica, que será reproducido próximamente en la página web del Vaticano, y a cuya versión en español ha podido tener acceso ZENIT.

En él, monseñor Arrieta revela que ya como prefecto de la Doctrina de la Fe, el cardenal Ratzinger había impulsado una revisión en relación con las faltas morales graves cometidas por miembros del clero y por las que se requería su expulsión del estado clerical.

Concretamente, el presidente del dicasterio para los Textos Legislativos hace público el contenido de tres cartas, con fecha de 1988, con la petición del cardenal Ratzinger de simplificar el proceso penal para afrontar de forma efectiva este tipo de casos, y la respuesta del Consejo.

Esta iniciativa, junto con la posterior actuación de Ratzinger como Papa, muestran, afirma monseñor Arrieta, el “convencimiento profundo del Papa, madurado en años de experiencia directa, y a una preocupación por la aplicación coherente de la disciplina en la Iglesia”.

CIC de 1983

Según explica monseñor Arrieta, el sistema penal del Código de 1983 “se inspira en los criterios de subsidiariedad y 'descentralización'”, conceptos usados para “indicar la atención singular que se otorgaba al Derecho particular y, sobre todo, a la iniciativa de cada uno de los Obispos en el gobierno pastoral”.

En muchos de los casos, el CIC atribuía a los obispos y superiores religiosos “el cometido de discernir la conveniencia de imponer sanciones penales, y el modo de aplicarlas en cada situación”.

Sin embargo, advierte monseñor Arrieta, “otro elemento influyó aún más profundamente en el nuevo Derecho penal canónico: las formalidades jurídicas y los modelos de garantía que se establecieron para la aplicación de las penas canónicas”.

Estos modelos, a veces “provenientes de otras experiencias jurídicas, no siempre resultaban completamente acordes con la realidad de la Iglesia en todo el mundo”.

El problema es que estas garantías a veces “representaban un obstáculo objetivo, a veces insuperable por la escasez de medios, para la aplicación efectiva del sistema penal”.

Por otro lado, “el número de delitos tipificados había quedado drásticamente reducido sólo a aquellos comportamientos de especial gravedad, y la imposición de las sanciones quedó encomendada a los criterios de valoración de cada Ordinario, inevitablemente diferentes”.

“Hay que añadir, además, que en este sector de la disciplina canónica se notaba particularmente –y todavía hoy puede percibirse– el influjo de un difundido anti-juridicismo que, entre otras cosas, se reflejaba en la dificultad “ficticia” de lograr compaginar las exigencias de la caridad pastoral con las de la justicia y el buen gobierno”.

Incluso, señala el prelado, “la misma redacción de algunos cánones del Código contiene exhortaciones a la tolerancia que, a veces, podrían ser interpretadas incorrectamente como un intento de disuadir al Ordinario del empleo de las sanciones penales, en los casos en que fuese necesario por exigencias de justicia”.

Consulta de 1988

En febrero de 1988, apenas cinco años después de promulgarse el Código, el entonces prefecto para la Doctrina de la Fe, cardenal Joseph Ratzinger, elevó una consulta al Consejo para los Textos Legislativos.

El motivo era que la Congregación, encargada de estudiar las peticiones de dispensa del sacerdocio (medida que se entendía como una “gracia”) se encontraba con peticiones que procedían de sacerdotes que habían cometido actos graves y escandalosos.

La petición de dispensa se producía al haberse dificultado, a causa de las nuevas disposiciones, la aplicación de la pena de expulsión del estado clerical.

Esto llevaba a la incoherencia de que en casos de escándalo grave, el culpable, en lugar de recibir un “castigo” se le otorgaba una “gracia”. El resultado era el mismo, pero se evitaba el proceso jurídico.

“Era un modo 'pastoral' de proceder, como solía decirse en estos casos, al margen de lo que preveía el derecho. Pero actuando de este modo, se renunciaba también a la Justicia y, como señaló el cardenal Ratzinger, se dejaba injustamente de lado el bien de los fieles”, explica monseñor Arrieta.

A esto se unía, explica el prelado, que la competencia de la Congregación para la Doctrina de la Fe no estaba claramente definida en casos como estos (aunque sí en otros como el de solicitación, por ejemplo).

“La carta del Prefecto de la Congregación presupone, por tanto, que la responsabilidad jurídica en materia penal recaía sobre los Ordinarios o los Superiores religiosos, como resulta de la literalidad del Código”.

La respuesta a su carta llegó en seguida, en marzo, por parte del Consejo para los Textos Legislativos.

“En ella se compartían las motivaciones aducidas y la conveniencia de anteponer las sanciones penales a cualquier concesión de gracias; inevitablemente, sin embargo, en la respuesta se confirmaba también la necesidad prioritaria de atenerse debidamente a las normas del Código apenas promulgado por parte de quienes tenían autoridad y poder jurídico para hacerlo”, explica monseñor Arrieta.

Pastor Bonus

En junio del mismo año, el papa Juan Pablo II promulgaba la Constitución apostólica Pastor Bonus que modificó la organización de la Curia Romana de 1967.

En ella “se establece de modo claro la jurisdicción penal exclusiva de la Congregación para la Doctrina de la Fe, no sólo respecto de los delitos contra la fe o en la celebración de los sacramentos, sino también respecto de los delitos más graves cometidos contra la moral”.

Esta modificación había sido propuesta “por la Congregación presidida por el cardenal Ratzinger en función de la propia experiencia”.

“Difícilmente se hubiera realizado una opción de este tipo, que determinaba mejor las competencias de la Congregación y modificaba el criterio del Código sobre quién debía aplicar estas penas canónicas, si el sistema en su conjunto hubiese funcionado de forma adecuada”, subraya monseñor Arrieta.

Después de esto, hubo otras dos intervenciones del cardenal Ratzinger, dirigidas a tipificar más claramente los “delicta graviora” que quedaban bajo competencia de la Congregación.

Aunque se intentó “alentar la intervención de los Ordinarios locales”, en estas cuestiones, sin embargo, “la experiencia que seguía poniéndose de manifiesto confirmaba la insuficiencia de todas estas soluciones y la necesidad de adoptar otras de mayor envergadura y a un nivel diferente”.

Por ello, se llevó a cabo a finales de los años 90 unas Normas sobre los delicta graviora, promulgadas en el año 2001, en la que se especificaban “cuáles eran los delitos contra la moral y los cometidos en la celebración de los sacramentos que había que considerar como 'particularmente graves' y, por tanto, de la exclusiva competencia de la Congregación para la Doctrina de la Fe”.

Después de eso, cardenal Ratzinger “recibió del Santo Padre nuevas facultades y dispensas para afronta r las diversas situaciones, llegando incluso a la definición de nuevos casos penales”.

Entre otras modificaciones, la Congregación, para algunos casos muy graves, “no dudó en pedir al Sumo Pontífice el decreto de dimisión del estado clerical ex officio contra los clérigos que se habían manchado con crímenes abominables”.

Todo esto pone de relieve, concluye monseñor Arrieta, “el papel determinante que, en este proceso de más de veinte años de renovación de la disciplina penal, ha desempeñado la decidida actuación del actual Pontífice”.