MADRID, sábado, 5 de febrero de 2011 (ZENIT.org).-Publicamos el artículo que ha escrito monseñor Juan del Río Martín, arzobispo castrense de España, con el título «Iglesia viva, Iglesia perseguida».
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El pensamiento ilustrado siempre ha vaticinado el fin del cristianismo, ya que parte de un principio falso de que la religión, sea cual sea, es, por naturaleza irracional, además su lectura de la historia de la fe cristiana está llena de prejuicios. La posmodernidad es heredera de esas mismas tesis y ve a la Iglesia Católica como un enemigo a destruir, o al menos a desactivar o silenciar, porque es el gran colectivo global y organizado que se resiste el pensamiento único relativista y secularizador. De ahí, todo intento mediático de acallar su labor humanitaria, samaritana y docente en favor de la sociedad. A la vez, que se persiste en la leyenda negra de tiempos pasados y redimensiona los pecados, delitos y faltas de algunos de sus miembros.
Esta corriente ha calado en grandes sectores de la sociedad que piensa que al cristianismo le queda «tres telediarios» en Occidente. También algunos grupos de cristianos han sucumbido a esta mentalidad y se han convertido en «profetas de calamidades» que impregnan el tejido eclesial de un pesimismo contagioso que impide ver la santidad, la belleza y la bondad en el seno de «su propia madre», la Iglesia Católica. Pero como dice el refrán tan conocido: «no hay peor ciego que el que no quiere ver».
Lo cierto es que nuestra fe en Jesucristo, Hijo de Dios vivo, no contradice ninguna verdad racional, no exige al hombre la renuncia de todo aquello que lo hace verdaderamente hombre, para ser cristiano. No es aceptable la idea de que también el cristianismo es una religión fundamentalista, ya que la interpretación de la Biblia a luz la Tradición y del Magisterio de la Iglesia preserva a los cristianos de las excesivas sujeciones políticas nacionales -auténticos subjetivismos colectivos- como se da en otros credos (Cf. Benedicto XVI, Verbum Domini, 36-38).
Es más, la realidad moderna de la laicidad tiene su origen precisamente en el cristianismo, que desde sus inicios es una religión universal y no identificable con el Estado (cf. Lc 20,25). Para los cristianos ha sido siempre claro que la religión y la fe no están en la esfera política, sino en la realidad humana. El Papa en su Mensaje para la Jornada de la Paz de este año, así como en su discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, ha descrito como en la actualidad hay dos tendencias opuestas, dos extremos fundamentalistas y socialmente nocivos: el laicismo excluyente en el mundo occidental y los fanatismos islamistas e hindúes que quieren imponer su credo por la fuerza. Tanto en un caso como el otro, hay una carencia y falta de respeto por la libertad religiosa, poniendo en peligro la seguridad y la paz de los pueblos.
Mientras tanto la Iglesia Católica camina en medio del mundo entre «tribulaciones y consolaciones del Señor» (S. Agustín). Ella es «joven y tiene vida». Su acción benefactora hacia los más pobres y necesitados, nace del Evangelio que anuncia, celebra y vive. Ella no es una multinacional de servicios sociales, sino «maestra en humanidad», que ofrece y no impone la salvación integral del hombre. Su carta de presentación no es otra que el «amor a Dios y al prójimo» como Cristo nos enseñó. En esta síntesis está la clave de la felicidad personal y el motor de una sociedad más humana.
Por eso la Iglesia «no cesa de convocar hombres de toda raza y cultura… y abre a todos las puertas de la esperanza» (Plegaria eucarística V/d). ¿Creéis que si la Iglesia no estuviera viva se le iba a perseguir como está sucediendo en la actualidad? ¡Qué verdad es el axioma popular!: «A los muertos se les entierra, a los vivos se les combate». Por eso mismo, sólo el año pasado fueron asesinadas en el mundo 150.000 cristianos por animadversión religiosa. A ello hay que añadir 200 millones de cristianos perseguidos y otros 150 millones discriminados por sus convicciones. (Cf. Informe de libertad religiosa en el mundo 2010, Roma, P.C. Justicia y Paz).
Viene bien que nunca olvidemos aquella máxima de Tertuliano: «La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos« (Apologético 50,13).Por nuestra parte, oremos sin cesar por la Iglesia perseguida; crezcamos en vida interior para no devolver mal por mal; perseveremos en nuestra ayuda a los más pobres; estemos prestos al diálogo interreligioso y busquemos siempre lo que más nos une que aquello que nos separa (Cf. Juan XIII).