CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 22 abril 2011 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció el padre Raniero Cantalamessa, ofmcap., predicador de la Casa Pontificia, durante la celebración de la Pasión del Señor que presidió Benedicto XVI este Vienes Santo en la Basílica de San Pedro del Vaticano.
P. Raniero Cantalamessa, ofmcap.
«¡VERDADERAMENTE, ESTE ERA HIJO DE DIOS!»
Predicación del Viernes Santo 2011 en la Basílica de San Pedro
En su pasión – escribe san Pablo a Timoteo – Jesucristo «dio buen testimonio ante Poncio Pilato» (1 Tim 6,13). Nos preguntamos: ¿testimonio de qué? No de la verdad de su vida y de su causa. Muchos han muerto, y mueren aún hoy, por una causa equivocada, creyendo que es justa. La resurrección, esta sí que da testimonio de la verdad de Cristo: Dios le «ha acreditado delante de todos, haciéndolo resucitar de entre los muertos», dirá el Apóstol en el Areópago de Atenas (Hch 17,31).
La muerte no da testimonio de la verdad, sino del amor de Cristo. Es más, ésta constituye la prueba suprema de él: «No hay amor más grande que dar la vida por los amigos» (Jn 15, 13). Se podría objetar que hay un amor más grande que dar la vida por los propios amigos, y es dar la vida por los propios enemigos. Pero esto es precisamente lo que Jesús hizo: «En efecto, cuando todavía éramos débiles, Cristo, en el tiempo señalado, murió por los pecadores. Difícilmente se encuentra alguien que dé su vida por un hombre justo; tal vez alguno sea capaz de morir por un bienhechor. Pero la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (Rm 5, 6-8). «Nos amó cuando éramos enemigos, para poder hacernos amigos»[1].
Una cierta «teología de la cruz» unilateral puede hacernos olvidar lo esencial. La cruz no es sólo el juicio de Dios sobre el mundo, confutación de su sabiduría y revelación de su pecado. No es el NO de Dios al mundo, sino su SÍ de amor: «La injusticia, el mal como realidad – escribe el Santo Padre en su último libro sobre Jesús – no puede ser simplemente ignorado, dejado estar. Debe ser eliminado, vencido. Esta es la verdadera misericordia. Y que ahora, dado que los hombres no son capaces, lo haga Dios mismo – esta es la bondad incondicional de Dios»[2].
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¿Pero cómo tener el valor de hablar del amor de Dios, cuando tenemos ante los ojos tantas tragedias humanas, como la catástrofe que se ha abatido sobre Japón, o las hecatombes en el mar de las últimas semanas? ¿No hay que hablar de ello? Pero quedarse del todo en silencio sería traicionar la fe e ignorar el sentido del misterio que estamos celebrando.
Hay una verdad que proclamar fuertemente el Viernes Santo. Aquel a quien contemplamos en la cruz es Dios «en persona». Sí, es también el hombre Jesús de Nazaret, pero éste es una sola persona con el Hijo del eterno Padre. Hasta que no se reconozca y no se tome en serio el dogma de fe fundamental de los cristianos – el primero definido dogmáticamente en Nicea – que Jesucristo es el Hijo de Dios, es Dios mismo, de la misma sustancia que el Padre, el dolor humano quedará sin respuesta.
No se puede decir que «la pregunta de Job todavía permanece sin respuesta», o que tampoco la fe cristiana tiene una respuesta que dar al dolor humano, si de entrada se rechaza la respuesta que ésta dice tener. ¿Cómo se hace para demostrar a alguien que una cierta bebida no contiene veneno? ¡Se bebe de ella antes que él, delante de él! Así ha hecho Dios con los hombres. Él bebió el cáliz amargo de la pasión. No puede estar por tanto envenenado el dolor humano, no puede ser sólo negatividad, pérdida, absurdo, si Dios mismo ha decidido saborearlo. En el fondo del cáliz debe haber una perla.
El nombre de la perla lo conocemos: ¡resurrección! «Yo considero que los sufrimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria futura que se revelará en nosotros» (Rm 8,18), y también «Él secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó» (Ap 21,4).
Si la carrera por la vida terminara aquí abajo, habría de verdad que desesperarse pensando en los millones y quizás miles de millones de seres humanos que parten en desventaja, clavados por la pobreza y el subdesarrollo al punto de partida, mientras algunos pocos nadan en el lujo y no saben cómo gastar el dinero exagerado que ganan. Pero no es así. La muerte no sólo acaba con las diferencias, sino que les da la vuelta. «El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado, en la morada de los muertos, en medio de los tormentos» (cf. Lc 16, 22-23). No podemos aplicar de manera simplista este esquema a la realidad social, pero éste está allí para advertirnos de que la fe en la resurrección no deja a nadie en su vida tranquila. Nos recuerda que la máxima «vive y deja vivir» no debe nunca transformarse en la máxima «vive y deja morir».
La respuesta de la cruz no es solo para nosotros los cristianos, es para todos, porque el Hijo de Dios murió por todos. Hay en el misterio de la redención un aspecto objetivo y un aspecto subjetivo; está el hecho en sí mismo y la toma de conciencia y la respuesta de fe ante él. El primero se extiende más allá del segundo. «El Espíritu Santo – dice un texto del Vaticano II – de modo que solo Dios sabe, ofrece a cada hombre la posibilidad de ser asociado al misterio pascual» [3].
Una de las formas de asociarse al misterio pascual es precisamente el sufrimiento: «Sufrir – escribía Juan Pablo II después de su atentado y de la larga convalecencia que le siguió – significa volverse particularmente susceptibles, particularmente sensibles a la obra de las fuerzas salvíficas de Dios ofrecidas a la humanidad en Cristo»[4]. El sufrimiento, todo sufrimiento, pero especialmente el de los inocentes, pone en contacto de modo misterioso, «que sólo Dios conoce», con la cruz de Cristo.
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¡Después de Jesús, quienes «dieron buen testimonio» y «bebieron el cáliz» son los mártires! Los relatos de su muerte se titulaban al principio «passio«, pasión, como el de los sufrimientos de Jesús que acabamos de escuchar. El mundo cristiano ha vuelto a ser visitado por la prueba del martirio que se creía acabada con la caída de los regímenes totalitarios ateos. No podemos pasar en silencio su testimonio. Los primeros cristianos honraban a sus mártires. Las actas de su martirio eran leídas y distribuidas entre las Iglesias con inmenso respeto. Precisamente hoy, Viernes Santo del 2011, en un gran país de Asia, los cristianos han rezado y marchado en silencio por las calles de algunas ciudades para conjurar la amenaza que pende sobre ellos.
Hay algo que distingue las actas auténticas de los mártires de las legendarias, reconstruidas al terminar las persecuciones. En las primeras, no hay casi trazas de polémica contra los perseguidores; toda la atención se concentra en el heroísmo de los mártires, no en la perversidad de los jueces y de los verdugos. Incluso san Cipriano llegó hasta ordenar a los suyos dar veinticinco monedas de oro al verdugo que le iba a cortar la cabeza. Son discípulos de aquel que murió diciendo: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». En verdad, «la sangre de Jesús habla un lenguaje distinto respecto a la de Abel (cfr Hb 12,24): no pide venganza y castigo, sino reconciliación» [5].
También el mundo se inclina ante los testigos modernos de la fe. Se explica así el inesperado éxito en Francia de la película «De dioses y hombres» que narra las vicisitudes de los siete monjes cistercienses asesinados en Tibhirine en marzo de 1996. ¿Y cómo no permanecer admirados por las palabras escritas en su testamento por el político católico Shahbaz Bhatti, asesinado por su fe el mes pasado? Su testamento es también para nosotros, sus hermanos de
fe, y sería ingratitud dejarlo caer pronto en el olvido.
«Se me han propuesto – escribía – altos cargos en el Gobierno, y se me ha pedido que abandone mi batalla, pero yo siempre me he negado, incluso a riesgo de mi propia vida. No quiero popularidad, no quiero posiciones de poder. Sólo quiero un lugar a los pies de Jesús. Quiero que mi vida, mi carácter, mis acciones hablen por mi y digan que estoy siguiendo a Jesucristo. Este deseo es tan fuerte en mí que me consideraría privilegiado si, en este esfuerzo mío y en esta batalla mía por ayudar a los necesitados, los pobres, los cristianos perseguidos de mi país, Jesús quisiera aceptar el sacrificio de mi vida. Quiero vivir para Cristo y quiero morir por Él».
Parece que volvamos a escuchar al mártir Ignacio de Antioquía, cuando venía a Roma a sufrir el martirio. El silencio de las víctimas no justifica, sin embargo, la indiferencia culpable del mundo ante su suerte. «El justo desaparece y a nadie le llama la atención; los hombres de bien son arrebatados, sin que nadie comprenda que el justo es arrebatado a consecuencia de la maldad» (Is 57,1)!
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Los mártires cristianos no están solos, lo hemos visto, en sufrir y morir a nuestro alrededor. ¿Qué podemos ofrecer a quien no cree, además de nuestra certeza de fe de que hay un rescate para el dolor? Podemos sufrir con el que sufre, llorar con el que llora (Rm 12,15). Antes de anunciar la resurrección y la vida, ante el luto de las hermanas de Lázaro, Jesús «se echó a llorar» (Jn 11, 35). En este momento, sufrir y llorar, en particular, con el pueblo japonés, víctima de una de las más grandes catástrofes naturales de la historia. Podemos decir a estos hermanos en humanidad que estamos admirados de su dignidad y del ejemplo de compostura y de mutua ayuda que han dado al mundo.
La globalización tiene al menos este efecto positivo: el dolor de un pueblo se convierte en el dolor de todos, suscita la soliradidad de todos. Nos da ocasión de descubrir que somos una sola familia humana, unida en lo bueno y en lo malo. Nos ayuda a superar las barreras de raza, color y religión. Como dice el verso de un poeta italiano: «¡Hombres, paz! Sobre esta tierra de dolor demasiado grande es el misterio «[6].
Debemos sin embargo recoger también la enseñanza que hay en acontecimientos como este. Terremotos, huracanes y otras desgracias que afectan a la vez a culpables e inocentes nunca son un castigo de Dios. Decir lo contrario supone ofender a Dios y a los hombres. Pero son una advertencia: en este caso, la advertencia a no engañarnos con que la técnica y la ciencia bastarán para salvarnos. Si no sabemos imponernos límites, pueden convertirse, precisamente ellas, lo estamos viendo, en la amenaza más grave de todas.
Hubo un terremoto también en el momento de la muerte de Cristo: «El centurión y los hombres que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y todo lo que pasaba, se llenaron de miedo y dijeron: ‘¡Verdaderamente, este era el Hijo de Dios!'» (Mt 27,54). Pero hubo otro aún más grande en el momento de su resurrección: «De pronto, se produjo un gran temblor de tierra: el Ángel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella» (Mt 28,2). Así será siempre. A cada terremoto de muerte sucederá un terremoto de resurrección y de vida. Alguien dijo: «Ahora solo un dios puede salvarnos», «Nur noch ein Gott kann uns retten» [7]. Tenemos una garantía cierta de que lo hará porque «Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna» (Jn 3,16).
Preparémonos para cantar con renovada convicció y agradecimiento conmovido las palabras de la liturgia: «Ecce lignum crucis, in quo salus mundi pependit: Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. Venite, adoremus: venid, adoradlo.
[Traducción realizada por Inma Álvarez]
[1] S. Agustín, Comentario a la Primera Carta de Juan 9,9 (PL 35, 2051). [2] Cf. J. Ratzinger – Benedicto XVI, Gesù di Nazaret, II Parte, Libreria Editrice Vaticana 2011, pp. 151. [3] Gaudium et spes, 22. [4] Salvifici doloris, 23. [5] J. Ratzinger – Benedicto XVI, op. cit. p.211. [6] G. Pascoli, I due fanciulli [Los dos niños]. [7] Antwort. Martin Heidegger im Gespräch, Pfullingen 1988.