FLORENCIA, miércoles 20 de abril de 2011 (ZENIT.org).- Original meditación sobre el destino del hombre, el “Tríptico Romano” es uno de los textos poéticos más importantes de Karol Wojtyla, que salió en 2003 y ha sido presentado al público, fieles y amantes de la literatura, en el Cenáculo franciscano de la Basílica de la Santa Cruz en Florencia el pasado 29 de marzo, en el ámbito de una conferencia organizada por el Estudio teológico para los laicos y por la Opera di Santa Croce junto a la Sociedad dantesca y la Fundación Il Fiore.

Una ocasión para recorrer la vida y obra del poeta Karol, también en vista de su beatificación el próximo 1 de mayo, entender el origen de su inspiración y la fuente de su lírica a través de un análisis crítico del “Tríptico”, a cargo de Maria Grazia Beverini Del Santo, presidenta de la Fundación Il Fiore. Hablará de la pasión cultural del pontífice polaco, el cardenal Paul Poupard, presidente emérito del Consejo Pontificio para Cultura, que fue estrecho colaborador de Wojtyla durante años.

El pontificado de Wojtyla estuvo “caracterizado desde el primer momento por una convicción profunda, largamente madurada, de que la cultura no era otra cosa más que un modo específico de ser hombre”, explica el cardenal. “Es el camino esencial para su progresiva humanización. Y la promoción de la cultura, y del diálogo entre esta y la Iglesia, se convierte en un tema importante en su magisterio”

Lo afirmó el mismo Wojtyla en la carta de fundación del Consejo Pontificio para la Cultura, en la que escribió: “Existe efectivamente una dimensión fundamental, capaz de consolidar o de remover desde sus cimientos los sistemas que estructuran el conjunto de la humanidad, y de liberar la existencia humana, individual y colectiva, de las amenazas que gravitan sobre ella. Esta dimensión fundamental es el hombre, en su integridad. Ahora bien, el hombre vive una vida plenamente humana gracias a la cultura”.

El joven cardenal polaco hizo de la persona el centro de su reflexión intelectual y en la primera encíclica, “Redemptoris Mater”, afirmó: “El hombre es el camino de la Iglesia”. “De esta atención al hombre y a su existencia concreta -explica el purpurado- surge la convicción de que el centro de la cultura es el hombre”, de manera que “se puede medir la altura moral de una cultura, y de sus acciones, de la imagen que el hombre da de ella”.

Juan Pablo II coloca al hombre y la cultura en el centro de sus reflexiones y de sus intervenciones. Propone la centralidad de este tema ya en la primera reunión del Colegio de Cardenales que, por sorpresa, reunió en Vaticano el 9 de noviembre de 1979. “Una bella novedad -recuerda Poupard- que él explicó desenvuelto y sonriente: 'Mejor reunirnos ahora todos juntos sin esperar la muerte del Papa'”. Y así dijo: “Señores cardenales, no se les habrá escapado el interés que personalmente y con la ayuda de mis colaboradores pretendo dedicar a los problemas de la cultura, de la ciencia y del arte, campos vitales sobre el que se juega el destino de la Iglesia y del mundo en esta visión final de nuestro siglo”.

Dirigiéndose después a los intelectuales europeos, que se reunieron en Roma el 15 de diciembre de 1983, Wojtyla afirma sus profundas convicciones sobre la cultura: “Ustedes saben, ilustres Señores, como el problema de la cultura en sí mismo, aún más la relación entre la cultura y la fe, ha sido uno de los que, como estudioso, como cristiano, como sacerdote, como obispo y hoy como Papa, he meditado largamente a la luz de mis distintas experiencias (...)Si Cristo, mediante la Redención, realizó la obra de salvación de cada hombre y de todo hombre, también ha redimido la cultura humana”.


Para el Pontífice “venido de lejos” el respeto profundo de la Iglesia por toda cultura es la consecuencia necesaria del profundo respeto que el mismo Cristo tiene por cada persona concreta, por las condiciones de su existencia, por su estilo y modo de vida. “Obviamente más allá de la dimensión antropológica -aclara el cardenal- la preocupación del Papa es que la cultura tiene una naturaleza esencialmente salvífica. Para Wojtyla está viva la conciencia de que el Evangelio es un creador de cultura. 'Una fe que no se convierte en cultura es una fe que no ha sido plenamente acogida, ni totalmente pensada, ni vivida fielmente'. Tres afirmaciones difíciles que resumen el pensamiento de Juan Pablo II”.

Y la cultura, explica el cardenal Poupard pocas semanas antes del bautismo del “Atrio de los Gentiles”, “se convierte en un terreno adecuado de encuentro entre los creyentes y los que no los son”. Hoy, en particular, si bien “se trata más de reconocer las actitudes de indiferencia de las del ateísmo militante”.

En 1993, cuando con el Motu proprio "Inde a Pontificatus" se unieron en un solo dicasterio el Consejo Pontificio de la Cultura con el del diálogo con los no creyentes, Juan Pablo II escribió: “He tratado de promover el encuentro con los no creyentes sobre el privilegiado terreno de la cultura, dimensión fundamental del espíritu que pone a los hombres relacionándose entre ellos y los une en los que más propio tienen, la común humanidad”.

Y humanidad es lo que el pontífice ha vertido en sus obras poéticas, como en el “Tríptico Romano”, escrito durante una estancia estiva en Castelgandolfo, en la que se mostró la triple dimensión de Wojtyla en cuanto a poeta, filósofo y teólogo. La primera estancia, titulada “Torrente”, se centra en el encanto de la naturaleza.

La segunda, “Meditación sobre el Génesis, Desde el umbral de la Capilla Sixtina”, nace de la admiración por las imágenes sobre la creación de Miguelangel. La tercera, finalmente “Colinas en el país de Moria”, describe el camino de Abraham, el símbolo de la fe en Dios.

“La palabra vive antes de ser pronunciada”, Maria Grazia Beverini Del Santo recuerda una expresión del mismo Wojtyla – tomado del volumen autobiográfico "Don y misterio" (Libreria Editrice Vaticana) -,  para explicar la importancia de la poesía en su vida. En otros términos, esta es la tesis, dentro de cada uno hay un mundo que debe ser descifrado: “La palabra da a la experiencia espiritual la posibilidad de ser comunicada”.

“Era un poeta – continúa Beverini Del Santo – aunque si la figura gigantesca del hombre no podía poner en primera fila la grandeza del poeta, que también lo fue”. Consciente de amar la poesía ya en los tiempos del Gimnasio y, sobre todo, consciente de tener “la capacidad de escribirla” , el joven Karol madura en aquellos años dos vocaciones juntas “una empieza, la otra la sigue, se retrasa, después alcanza a la primera”. Son la vocación literaria y la sacerdotal.

Nacido en el año 1920, año del famoso milagro en el Vístula, cuando los polacos consiguieron librarse del Ejército Rojo, Wojtyla “creció en los años del nazismo, al que seguirá el comunismo y precisamente en el abismo del mal se dedicará a lecturas de naturaleza épica. Reconoció en la literatura y en la poesía – explica la presidenta de la Fundación Il Fiore – la capacidad de reaccionar al dominio nazi, que estaba realizando una labor de embrutecimiento con el objetivo de privar al pueblo de su identidad. Esta es la razón por la que amaba la literatura, por la que Karol se refugió en ella con tanta pasión”.

“Es verdad que muchos pontífices antes que él, fueron grandes humanistas en la historia -comenta Baverini Del Santo -. Muchos han escrito, proyectado, protegido a artistas pero él es distinto. Inició su camino de búsqueda del hombre, lo inició como poeta y dramaturgo, después como filósofo y teólogo. Para él la cultura no fue accesoria o secundaria sino inherente al hombre. Como un complejo intelectual consiguió reunir la tradición y la modernidad y me ditar sobre los que los poetas consideran en sí mismos como componentes necesarios e indispensables, es decir la capacidad de asombro que a lo largo de nuestra vida se empaña y que consideramos como algo natural en los niños, que son capaces de llegar intuitiva e inmediatamente al corazón de las cosas”.

En el mismo “Torrente”, primera estancia del “Tríptico Romano”, el Papa se detiene en el encanto de la naturaleza y fundamentalmente en el estupor que siente el hombre ante la belleza del torrente que discurre. Después, nace la necesidad de descubrir el origen de tanto estupor. La maravilla del resto – concluye Baverini Del Santo – es el impulso primordial del conocimiento hacia el descubrimiento. “Nuestra mente se dirige intencionadamente hacia el objeto que se encuentra fuera de ella – son palabras de Wojtyla – y así, adquiere numerosos conocimientos objetivos, pero al mismo tiempo el hombre como descubridor de tantos misterios de la naturaleza permanece como 'un ser desconocido'”.

Por Mariaelena Finessi. Traducción del italiano por Carmen Álvarez