SANTANDER, martes 12 de abril de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a nuestros lectores la segunda entrega de la carta pastoral sobre el sacramento de la penitencia que ha escrito el obispo de Santander (España), monseñor Vicente Jiménez Zamora, y en la que analiza el por qué de la crisis en la práctica de este sacramento.

La primera parte se publicó en el servicio de ayer lunes (www.zenit.org/article-38924?l=spanish) .



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3. El sacerdote, ministro de comunión y de reconciliación

Uno de los elementos centrales y esenciales de la Iglesia es el misterio  y la vivencia de la comunión. Aunque todo cristiano por razón del Bautismo está llamado a ser constructor de comunión y reconciliación, el sacerdote en virtud del sacramento del Orden está llamado a ser ministro de comunión y reconciliación.

No se puede definir la naturaleza y la misión del sacerdocio ministerial si no es bajo el multiforme y rico conjunto de relaciones que brotan de la Santísima Trinidad y se prolongan en la comunión de la Iglesia, como signo e instrumento, en Cristo, de la unión con Dios y de la unidad de todo el género humano. Por ello la Eclesiología de comunión resulta decisiva para descubrir la identidad del presbítero, su dignidad original, su vocación y su misión en el Pueblo de Dios y en el mundo.

El sacerdote debe esforzarse por orientar el don de su ministerio a ser signo e instrumento de comunión, sirviendo así a la unidad en la vida de la Iglesia. Debe procurar en todo momento ser hombre del perdón, mostrándose misericordioso y acogedor con todos; debe ser instrumento de concordia, siempre dispuesto a ayudar a sanar las rupturas entre los hermanos. El sacerdote es signo sacramental de Cristo, el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, que es misericordioso y fiel (cfr. Hb2, 17). El sacerdote es así el rostro misericordioso de Cristo Buen Pastor, que busca la oveja perdida, del Buen Samaritano, que cura las heridas, y del Padre bueno que espera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez, que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador. Podemos afirmar que una de las razones de nuestro ministerio es la de ser ministros del perdón de Dios: “Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y que nos encargó el ministerio de la reconciliación” (2 Cor , 5,18).

El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que: “puesto que Cristo confió a sus Apóstoles el ministerio de la reconciliación, los obispos, sus sucesores, y los presbíteros, colaboradores de los obispos, continúan ejerciendo este ministerio. En efecto, los obispos y los presbíteros, en virtud del sacramento del Orden, tienen el poder de perdonar todos los pecados “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. “El perdón de los pecados reconcilia con Dios y también con la Iglesia. El obispo, cabeza visible de la Iglesia particular, es considerado, por tanto, con justo título, desde los tiempos antiguos, como el que tiene principalmente el poder y el ministerio de la reconciliación: es el moderador de la disciplina penitencial. Los presbíteros, sus colaboradores, lo ejercen en la medida en que han recibido la tarea de administrarlo, sea de su obispo (o de un superior religioso), sea del Papa, a través del derecho de la Iglesia”[8].

4. De ministros de la misericordia a penitentes

No sólo es decisivo para nuestros fieles redescubrir el valor y la belleza del sacramento de la Penitencia, también lo es para nosotros los sacerdotes, como instrumento fundamental en el camino de nuestra propia santificación.

El Papa Juan Pablo II, en la Exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis, recuerda las condiciones y exigencias, las modalidades y frutos de la íntima relación que existe entre la vida espiritual del sacerdote y el ejercicio de su triple ministerio: la Palabra, el Sacramento y el servicio de la Caridad.

Con relación al sacramento de la Reconciliación el Papa Juan Pablo II escribe: “Quiero dedicar unas palabras al sacramento de la Penitencia, cuyos ministros son los sacerdotes, pero deben ser también sus beneficiarios, haciéndose testigos de la misericordia de Dios por los pecadores. Repito cuanto escribí en la Exhortación Reconciliatio et Paenitentia: “La vida espiritual y pastoral del sacerdote, como la de sus hermanos laicos y religiosos, depende, para su calidad y fervor, de la asidua y consciente práctica personal del sacramento de la Penitencia. La celebración de la Eucaristía y el ministerio de los otros sacramentos, el celo pastoral, la relación con los fieles, la comunión con los hermanos, la colaboración con el Obispo, la vida de oración, en una palabra, toda la existencia sacerdotal sufre un inevitable decaimiento, si le falta, por negligencia o cualquier otro motivo, el recurso periódico e inspirado en una auténtica fe y devoción al sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se confesase o se confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirían muy pronto y se daría cuenta también la Comunidad de la que es pastor”[9].

Es hermoso poder confesar nuestros pecados, y sentir como un bálsamo la palabra que nos inunda de misericordia y nos vuelve a poner en camino. Sólo quien ha sentido la ternura del abrazo del Padre, como lo describe el Evangelio en la parábola del hijo pródigo  - “se le echó al cuello y lo cubrió de besos” (Lc 15, 20) -  puede transmitir a los demás el mismo calor, cuando de destinatario del perdón pasa a ser su ministro.

Además, ¿cómo podemos pretender revalorizar la pastoral de este sacramento, si nosotros los sacerdotes, ministros del sacramento de la Penitencia, no nos confesamos frecuentemente?. El que el sacerdote se acerque con frecuencia a confesarse, constituye una condición favorable y un primer paso para proponer de manera convincente y eficaz la práctica del sacramento de la Penitencia. Por otra parte, el sacerdote que se confiesa, se halla en inmejorable condición para mostrar a los demás fieles laicos y religiosos el valor y la belleza de este sacramento.

[8]  Catecismo de la Iglesia Católica, 1461-1462.

[9] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis, 26 e.