El último día de Juan Pablo II

Testimonio de la enfermera que asistió al papa hasta su muerte

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ROMA, sábado 30 de abril de 2011 (ZENIT.org).- “Me llamaron a última hora de la mañana. Corrí, tenía miedo de no llegar a tiempo. En cambio, él me esperaba. ‘Buenos días, Santidad, hoy luce el sol’ le dije en seguida, porque era la noticia que en el hospital le alegraba”.

Así recuerda Rita Megliorin, ex enfermera jefe del servicio de reanimación en el Policlínico Gemelli, la mañana del 2 de abril, cuando fue llamada al apartamento pontificio, a la cabecera de Juan Pablo II, el papa agonizante.

“No creí que me reconociese. Él me miró. No con esa mirada inquisitiva que usaba para entender en seguida cómo iba su salud. Era una mirada dulce, que me conmovió”, añade la mujer.

“Sentí la necesidad de apoyar la cabeza sobre su mano, me permití el lujo de tomar su última caricia posando su mano si fuerzas sobre mi rostro mientras él miraba fijamente el cuadro del Cristo sufriente que estaba colgado en la pared frente a su cama”.

Mientras tanto, oyendo desde la plaza los cantos, las oraciones, las aclamaciones de los jóvenes que se hacían cada vez más fuertes, la mujer preguntó al cardenal Dziwisz, si esas voces no importunaban acaso al papa. “Pero él, llevándome a la ventana, me dijo: ‘Rita, estos son los hijos que han venido a despedir al padre’”.

Se conocieron en enero de 2005, cuando las condiciones de salud de Wojtyla se habían agravado. Megliorin explica que en aquellos días de comienzo de año, llegando al hospital para entrar en servicio e ignorando que el papa hubiera sido ingresado, se le dijo que se diera prisa, que fuese a la décima planta porque allí había “un huésped especial”.

“Pensad – dice la mujer – en un lugar donde no existe el espacio y donde no existe el tiempo, y pensad sólo en mucha luz”. La misma luz que acompañó las jornadas del pontífice.

“En aquellos meses, cada mañana entraba en su habitación encontrándole ya despierto, porque rezaba ya desde las 3. Yo abría las persianas y dirigiéndome a él decía: ‘Buenos días, Santidad, hoy luce el sol’. Me acercaba y él me bendecía. Arrodillándome, él me acariciaba el rostro”.

Este era el ritual que daba inicio a las jornadas de Wojtyla. “Por lo demás yo era una enfermera inflexible y él un enfermo inflexible. Quería estar al corriente de todo, de la enfermedad, de su gravedad. Si no entendía, me miraba como pidiendo que le explicara mejor”.

“Nunca dejó de estudiar los problemas del hombre. Recuerdo los libros de genética, por ejemplo, que él consultaba y estudiaba con atención, incluso en aquellas condiciones”. Ese no querer rendirse, ese querer vivir la gracia de la vida recibida: “Cada día nos decíamos que ‘todo problema tiene solución’”.

Y el papa lo decía también, y sobre todo, a las personas que encontraba, por las que sentía un amor paternal. “Y como todo padre, sentía una predilección por los más débiles. Por ejemplo, en la JMJ de Tor Vergata, en Roma, saludó a los jóvenes que estaban al fondo, pensando que no habrían podido ver mucho. También en el hospital, se entretenía con los más humildes y no con los grandes profesores, les preguntaba por sus familias, si tenían niños en casa”.

Recordando en cambio los últimos ingresos, la ex jefa de planta añade: “El papa vivió los momentos quizás más difíciles en el Policlínico”, pero “asistir a los enfermos es un don, al menos para quien cree en Dios. Y con todo, también para quienes no tienen fe es una experiencia única”.

Para quien comprende plenamente el sentido de lo que entiende Megliorin, resultan estridentes las preguntas de tantos periodistas, reunidos en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz para escuchar, en un encuentro con los medios de comunicación, el testimonio de la enfermera.

Hay quien pregunta si una película sobre la vida de Wojtyla se corresponde con la verdad, sobre todo el fragmento en que la película cuenta que el Papa tuvo espasmos en el momento de su muerte. Preguntas estrafalarias, a veces inoportunas si no fuesen de dudoso gusto. Y de hecho, la enfermera pregunta cuantas personas de la sala han asistido a la pérdida de un progenitor en los propios brazos: “No puedo responder – explica a regañadientes –. Quien no lo ha vivido no lo puede entender”.

Entonces, “¿la muerte fue un alivio?”, insiste otro. “La muerte nunca es un alivio – replica la mujer –. Como enfermera digo sólo que hay un límite en el tratamiento, más allá del cual esta se convierte en un tratamiento médico agresivo”. El morbo de saber si Wojtyla se ahogaba o tragaba, si tenía fuerzas para comer, beber o respirar, todo esto es una violación de la intimidad de un cuerpo, la sacralidad de una vida que ya no está. Su pensamiento vuelve a las palabras de Wojtyla que sin embargo, ha “restituido la dignidad al enfermo”, recuerda Megliorin.

En la Carta Apostólica Salvifici doloris de 1984, Juan Pablo II escribe que el dolor “es un tema universal que acompaña al hombre en todos los grados de la longitud y de la latitud geográfica: es decir que coexiste con él en el mundo”. También escribe el Papa, “el sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia del hombre: es uno de esos puntos, en lo que el hombre parece, en cierto sentido, ‘destinado’ a superarse a sí mismo, y llega a esto llamado de un modo misterioso”.

Juan Pablo II “en el último momento de su vida terrena – concluye Rita Megliorin – rescató su cruz, haciéndose cargo no sólo de la suya propia, sino también de todos los que sufren. Lo hizo con la alegría que nace de la esperanza de creer en un mañana mejor. Incluso creo que él tenía la esperanza de un hoy mejor”.

Por Mariaelena Finessi, traducción del italiano por Inma Álvarez

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ZENIT Staff

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