CIUDAD DEL VATICANO, jueves 9 de junio de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso que Benedicto XVI dirigió este jueves a los nuevos embajadores de Moldavia, Guinea Ecuatorial, Belice, la República árabe de Siria, Ghana y Nueva Zelanda, al recibirles en audiencia en el Vaticano con motivo de la presentación de sus Cartas credenciales.
****
Señora y Señores Embajadores,
Con alegría os recibo esta mañana en el Palacio apostólico para la presentación de las Cartas que os acreditan como Embajadores extraordinarios y plenipotenciarios de vuestros respectivos países ante la Santa Sede: Moldavia, Guinea Ecuatorial, Belice, la República árabe de Siria, Ghana y Nueva Zelanda. Os doy las gracias por las amables palabras que me habéis dirigido de parte de vuestros Jefes de Estado respectivos. Tened la amabilidad, por favor, de transmitirles de vuelta mis deferentes saludos y mis deseos respetuosos por sus personas y por la alta misión que cumplen al servicio de sus países y de su pueblo. También deseo saludar a través vuestro a todas las autoridades civiles y religiosas de vuestras naciones, así como al conjunto de vuestros compatriotas. Mis oraciones y mis pensamientos se vuelven también naturalmente hacia las comunidades católicas presentes en vuestros países.
Como he tenido la oportunidad de encontrarme con cada uno de vosotros de manera particular, deseo ahora hablaros de una manera más amplia. El primer semestre de este año ha estado marcado por innumerables tragedias que han afectado a la naturaleza, la técnica y la gente. La magnitud de esas catástrofes nos interroga. El hombre es lo primero, es bueno recordarlo. El hombre, a quien Dios ha confiado la buena gestión de la naturaleza, no puede ser dominado por la tecnología y convertirse en su súbdito. Esta conciencia debe llevar a los Estados a reflexionar juntos sobre el futuro a corto plazo del planeta, frente a sus responsabilidades sobre nuestra vida y la tecnología. La ecología humana es una necesidad imperativa. Adoptar en todo una manera de vivir respetuosa con el entorno y apoyar la investigación y la explotación de energías limpias que preserven el patrimonio de la creación y no sean peligrosas para el hombre, deben ser prioridades políticas y económicas. En este sentido, es necesario revisar totalmente nuestro enfoque de la naturaleza. Ésta no es únicamente un espacio por explotar o lúdico. Es el lugar de nacimiento del hombre, su “casa” por así decirlo. Es esencial para nosotros. El cambio de mentalidad en este ámbito, aun con las contradicciones que conlleva, debe permitir llegar rápidamente al arte de vivir juntos que respete la alianza entre el hombre y la naturaleza, sin la cual la familia humana corre el riesgo de desaparecer. Debe llevarse a cabo por tanto una reflexión seria y se deben proponer soluciones precisas y viables. El conjunto de los gobernantes debe comprometerse a proteger la naturaleza y a ayudar a que desempeñe su función esencial en la supervivencia de la humanidad. Las Naciones Unidas me parece que son el marco adecuado de esa reflexión que no se deberá obstaculizar por intereses políticos y económicos ciegamente partidistas, para dar prioridad a la solidaridad sobre el interés particular.
Conviene también preguntarse sobre el justo lugar de la técnica. Las proezas de las que es capaz van a la par con desastres sociales y ecológicos. Al ampliarse el aspecto relacional del trabajo en el planeta, la técnica imprime a la globalización un ritmo especialmente acelerado. Sin embargo, la base del dinamismo del progreso corresponde al hombre que trabaja y no a la tecnología que no es más que una creación humana. Apostarlo todo a ella o creer que es el único agente de progreso, o de felicidad, entraña una cosificación del hombre que conduce a la ceguera y a la miseria cuando él mismo le atribuye y delega en ella poderes que no tiene. Sólo hay que constatar los “estragos” del progreso y los peligros que plantea a la humanidad una técnica todopoderosa y finalmente no controlada. La técnica que domina al hombre le priva de su humanidad. El orgullo que engendra hace nacer en nuestras sociedades un economicismo intratable y un cierto hedonismo que determina de manera subjetiva y egoísta los comportamientos. El debilitamiento de la primacía de lo humano entraña una confusión existencial y una pérdida del sentido de la vida. Porque la visión del hombre y de las cosas sin referencia a la trascendencia desarraiga al hombre de la tierra y, más fundamentalmente, empobrece la identidad misma. Es por tanto urgente llegar a conjugar la técnica con una fuerte dimensión ética, ya que la capacidad que tiene el hombre de transformar y, en cierto sentido, de crear el mundo a través de su trabajo se basa siempre en el primer don original de las cosas realizado por Dios (Juan Pablo II Centesimus annus, 37). La técnica debe ayudar a la naturaleza a prosperar en la línea querida por el Creador. Trabajando así, el investigador y el científico se adhieren al designio de Dios que ha querido que el hombre sea la cumbre y el gestor de la creación. Las soluciones basadas en este fundamento protegerán la vida del hombre y su vulnerabilidad, así como los derechos de las generaciones presentes y las venideras. Y la humanidad podrá continuar beneficiándose del progreso que el hombre, por su inteligencia, logra realizar.
Conscientes del riesgo que corre la humanidad frente a una técnica vista como una “respuesta” más eficiente que la voluntad política o el paciente esfuerzo educativo por civilizar las costumbres, los gobernantes deben promover un humanismo respetuoso con la dimensión espiritual y religiosa del hombre. Porque la dignidad de la persona humana no varía con la fluctuación de las opiniones. Respetar su aspiración a la justicia y a la paz permite la construcción de una sociedad que se promueve a sí misma, cuando apoya a la familia o rechaza, por ejemplo, la primacía exclusiva de las finanzas. Un país vive de la plenitud de la vida de los ciudadanos que lo componen, cada uno siendo consciente de sus propias responsabilidades y pudiendo hacer valer sus propias convicciones. Por otra parte, la tensión natural hacia lo verdadero y hacia el bien es fuente de un dinamismo que engendra la voluntad de colaborar para realizar el bien común. Así la vida social puede enriquecerse constantemente integrando la diversidad cultural y religiosa a través de la puesta en común de valores, fuente de fraternidad y de comunión. La vida en sociedad debe considerarse ante todo como una realidad de orden espiritual, los responsables políticos tienen la misión de guiar a los pueblos hacia la armonía humana y hacia la sabiduría tan deseadas, que deben culminar en la libertad religiosa, auténtico rostro de la paz.
Al empezar vuestra misión ante la Santa Sede, os aseguro, Excelencias, que encontraréis siempre en mis colaboradores la escucha atenta y la ayuda que podáis necesitar. Sobre vosotros mismos, vuestras familias, los miembros de vuestras Misiones diplomáticas y sobre todas la naciones que representáis, invoco la abundancia de Bendiciones divinas.
[Traducción del original francés por Patricia Navas
©Libreria Editrice Vaticana ]