CIUDAD DEL VATICANO, viernes 17 de junio de 2011 (ZENIT.org).- A continuación ofrecemos el discurso que el Santo Padre Benedicto XVI ha dirigido a los obispos de la Conferencia Episcopal de la India (IV grupo), con ocasión de la Visita ad Limina Apostolorum.
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Queridos hermanos obispos,
estoy contento de daros la bienvenida en ocasión de vuestra visita ad Limina Apostolorum, un tiempo privilegiado en el que se profundizan los lazos de fraternidad y de comunión entre la Sede de Pedro y las Iglesias particulares que ustedes conducen. Deseo agradecer a monseñor Malayappan Chinnappa por los cordiales sentimientos que ha expresado en vuestro nombre y en el nombre de aquellos a los que pastoreáis. Un cálido saludo a los sacerdotes, hombres y mujeres religiosos, y a todos los fieles laicos que están confiados a vuestro cuidado pastoral. Por favor aseguradles mi atención y mis oraciones.
Continuando estas reflexiones sobre la vida de la Iglesia en la India, me gustaría dirigir una palabra a vosotros, queridos hermanos obispos, sobre vuestras responsabilidades hacia el clero y los religiosos y religiosas del país. Por la imposición de las manos y la invocación del Espíritu Santo, se les nombra Pastores del pueblo de Dios, y estáis llamados a enseñar, santificar y gobernar las Iglesias locales. Hacéis esto a través de la enseñanza del Evangelio, la celebración de los Sacramento, y vuestra supervisión de la santidad y la acción pastoral efectiva del clero. A través de ellos, sois más capaces de llegar de forma más eficiente a los religiosos y a los laicos a vuestro cuidado. También estáis llamados a gobernar con caridad a través de una vigilancia prudente con vuestras capacidades legislativas, ejecutivas y judiciales (cf. Código de Ley Canónica, cc. 384-394). En este delicado y exigente papel, el obispo, como pastor y padre, debe unir y moldear a su rebaño en una familia, donde todos, conscientes de sus deberes, quieran vivir y actuar como si fueran uno en la caridad (cf. Christus Dominus, 16). Promoviendo este carisma de unidad, que es un testimonio poderoso de la unicidad de Dios y un signo de que la Iglesia es una. Católica y apostólica, es una de las responsabilidades más importantes del obispo. En las muchas tareas que requieren su atención orante, queridos obispo, reconocéis la presencia del Espíritu del Señor que está activo en la Iglesia. El Espíritu, prometido a todos en el Bautismo, se derrama sobre el pueblo de Dios para guiarlos y santificarlos en la Confirmación, anhela unir a todos los cristianos con los lazos de la fe, esperanza y caridad. Por vuestro ministerio estáis llamados a fortalecer a las personas que Dios ha elegido para sí, para servirlas y construirlas como un templo unificado, digna morada para el Espíritu Santo, sean jóvenes o viejos, hombres o mujeres, ricos o pobres. El Señor, por el derramamiento de su sangre, ha rescatado a las personas de toda raza, lengua, pueblo y nación (cf. Ap 5:9). Por tanto os animo a seguir en el servicio de unidad y, dirigiendo a su pueblo con el ejemplo, para conducir a la gente a la que lideráis a una profunda comunión, fraternidad y paz.
Una de las maneras en la que la comunión de la Iglesia se manifiesta claramente es en la relación particularmente importante que existe entre vosotros y vuestros sacerdotes, sean diocesanos o religiosos, que comparten y ejercitan con vosotros el único sacerdocio de Cristo. Juntos en vuestras diócesis, formáis un cuerpo sacerdotal y una familia, de la que sois el padre (cf. Christus Dominus, 29). Por tanto debéis ser apoyo para vuestros sacerdotes, vuestros colaboradores cercanos, estando atentos a sus necesidades y aspiraciones, siendo solícitos con su bienestar espiritual, intelectual y material. Ellos, como hijos y colaboradores, están llamados a respetar vuestra autoridad, trabajando con alegría humildad y dedicación completa para el bien de la Iglesia, pero siempre bajo vuestra dirección. Los lazos de amor fraternal y de preocupación mutua que debéis fomentar entre vuestros sacerdotes constituirán la base para superar las tensiones que puedan surgir y promover las condiciones más adecuadas para servir al pueblo de Dios, edificándoles espiritualmente, ayudándoles a conocer su valor y así asumir la dignidad que les corresponde como hijos de Dios. Por otra parte el testimonio del amor recíproco y de servicio entre vosotros y vuestros sacerdotes -sin tener en cuenta la casta o etnia sino centrados en el amor de Dios, la difusión del Evangelio y la santificación de la Iglesia- es necesario para la gente a la que servís. Ellos buscan en vosotros y en vuestros sacerdotes un modelo de santidad, amistad y armonía que habla a sus corazones y les enseña con el ejemplo, como vivir el nuevo mandamiento del amor.
Los religiosos y religiosas también os buscan como guías y apoyo. El testimonio de vuestro profundo amor por Jesucristo y su Iglesia servirá para inspirarlos en su dedicación a la pobreza, castidad y obediencia de la vida a la que han sido llamados. Se sentirán confirmados en su vocación por vuestra fe, ejemplo y confianza en Dios. En este sentido, en unión con ellos, daréis gran testimonio ante los hombres y las mujeres de nuestro tiempo del hecho de que, mientras que este mundo pasa rápidamente (cf. 1 Cor 7:31), quien hace la voluntad de Dios permanece (cf. 1 Jn 2:17).
El testimonio radiante de la vida consagrada es, por supuesto, un tesoro para los que han sido agraciados con esta vocación, pero también lo es para el resto de la Iglesia. A través de una cooperación cercana con los superiores religiosos, continuad supervisando que los miembros de los institutos religiosos de vuestras diócesis vivan sus particulares carismas en plenitud y en armonía con los sacerdotes y fieles laicos. Además de garantizar que reciban una sólida base humana, espiritual y teológica, aseguraos de que reciban una formación completa que les ayude a madurar en todos los aspectos de su vida consagrada. Debido a la singular contribución realizada por todos los religiosos, hombres y mujeres, contemplativos y activos, a la misión de la Iglesia, y por su papel como protagonistas de la evangelización a través de la oración y la súplica, educación, atención sanitaria, caridad y otros apostolados, sus carismas continuarán reforzando la comunidad eclesial en su conjunto y enriqueciendo en gran manera a la sociedad. De modo particular, deseo expresar el aprecio de la Iglesia por las muchas mujeres religiosas de la Iglesia en la India. Dan un gran testimonio de su santidad, vitalidad y esperanza. Ofrecen innumerables oraciones y realizan infinidad de buenas obras, que a menudo no se ven, pero que son de gran valor para la edificación del Reino de Dios. Os pido que las animéis en su vocación, y que invitéis a las jóvenes a considerar este tipo de vida que se realiza en el amor de Dios y en el servicio a los demás.
Con estos pensamientos, queridos hermanos obispos, expreso mi afecto fraternal y estima. Invocando sobre vosotros la maternal intercesión de María, Madre de la Iglesia, y asegurándoos mis oraciones por vosotros y por los que se confían a vuestro cuidado pastoral, con alegría os imparto mi Bendición Apostólica como prenda de la gracia y de la paz en el Señor.
Traducción del original inglés por Carmen Álvarez
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