La continuación de “La vida es bella”, de Benigni (II)

Historia de un niño que aprendió a perdonar a quienes mataron a su padre

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MADRID, jueves 28 de julio de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a nuestros lectores una nueva entrega de la serie La otra memoria con la que ZENIT está sacando a la luz actos de bondad en la guerra civil española que ayuden verdaderamente a la reconciliación y la paz.

El historiador José Andrés Gallego continúa contando la historia uno de los testimonios que han llegado a su blog: el de un niño que aprendió a perdonar a quienes mataron a su padre (ver www.zenit.org/article-39921?l=spanish).

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Quizá recuerden que, en la entrega anterior, hablábamos de un niño cuya historia real podía servir de continuación para “La vida es bella”, la película de Benigni. En la película, la madre se encontró con su hijo cuando caminaba con las demás reclusas que habían sobrevivido en el campo de concentración. Caminaban con dejadez, no se sabe hacia dónde. Podía correr el año 1944 ó 1945. En cambio, la madre de aquel niño del pueblo de Quero, en La Mancha española, a cuyo padre fusilaron en Paracuellos en 1936, nunca se había separado de sus hijos. Pero a Quero llegó un rumor que llevaba esperanza. Se decía que algunos fusilados en Paracuellos sobrevivían a las balas y había gente del pueblo que los recogía y llevaba a sus casas e intentaba curarlos. Y a la mujer se le pasó por la cabeza la posibilidad de que su esposo fuera uno de los salvados.

No lo podía comprobar. Noticias como ésa no se daban en los periódicos. Y resulta que Paracuellos dista de Quero unos ciento cincuenta kilómetros. Así que no se le ocurrió sino ponerse en camino con los hijos, a buscar al marido. Son locuras que sólo pueden explicarse por amor. Sabía cómo llegar a Madrid. Quero está a unos quince kilómetros de Alcázar de San Juan, que era ya un nudo ferroviario importante. Desde Alcázar, en tren, llegaría a la capital y, a partir de ahí, habría que saber dónde quedaba Paracuellos y, en Paracuellos, en qué lugar podía refugiarse su marido, si es que había sobrevivido.

Pero eso lo abordaría en su momento. Como primera providencia, hizo un ato con pan y alguna cosa más y echó a andar con los hijos a la estación de Quero, que debía quedar entonces a dos o tres kilómetros. Se subieron a un tren de mercancías y se plantaron en Alcázar. No pudieron pasar de allí. El jefe de estación se lo impidió. Le dijo –con razón- que aquello era una locura, entre otras cosas porque la aviación del bando contrario bombardeaba a veces los trenes, si creían que podían llevar soldados o armas. Y no le dejó continuar.

La mujer y los niños tuvieron  que regresar a Quero. Pero no había tren que los llevara y no tuvieron más remedio que echar a andar por la vía del tren. Y es justo en ese punto donde las dos historias coinciden. La de Benigni se detiene ahí, cuando la madre, en el camino, al encontrar al hijo, parece olvidar el dolor de la probable muerte del esposo y desborda alegría. Begnini no nos cuenta qué sucedió después: cuando tuvieron que reemprender la marcha, a pie, para llegar a algún lugar donde pudieran refugiarse, y cómo pudo soportarlo aquel niño de pocos años. En la realidad de la madre de don Julián –el cura del barrio del Pilar, un niño entonces, de seis años-, sí sabemos cómo se las arreglaron su hija –de ocho años- y ella para rebosar alegría que contagiase al niño y le hiciese capaz de andar quince o veinte kilómetros para volver a Quero. Hicieron lo que había hecho el padre de la película de Begnini al convertir el cautiverio en el campo de concentración en un juego infantil para que su hijo sobreviviera. La hermana de Julián empezó a simular que desfilaban a paso militar; Julián entró en el juego y desfilaron mucho rato, junto a los raíles del tren, divertidos de ser soldados en la imaginación. Y, cuando la fatiga apareció, la madre dio en cantar lo que a Julián solía gustarle: zarzuelas. La condición de madre que tenía que sacar del atolladero a sus hijos se sobrepuso a su tremendo dolor de esposa y a la angustia por la vida de su marido.

Setenta y cinco años después, al contarlo, don Julián centra de nuevo la atención en aquello con le distrajeron entonces. La pieza de zarzuela de la que más se acuerda –de aquellas que le cantó su madre- es la que dice: “Ay, ay, ay, qué trabajos nos manda el Señor: levantarse y volverse a agachar…”. También, de aquella otra de “Vale más un labrador con fajones y alpargatas que la serranía con todo su terciopelo”. Y “Las mocitas de Talavera son niñas de cara bonita y limpias de corazón”. Pero la que más le gustaba era la canción de los pajaritos. Y le pedía a su madre que la cantara una y otra vez. Es una canción en la que los distintos pájaros van a escuchar a san Antonio, que predica. A Julián, le gustaban los pájaros. Buscar nidos era lo más divertido para los chicos de Quero, comenta.

Aquel día, era plenamente consciente de lo que sucedía en aquella jornada, de la razón por la que hacían ese viaje e incluso de la intención de distraerle de su hermana y su madre. Pero, como su hermana y su madre iban así –rebosando alegría (comiéndose la pena), él fue del mismo modo, tan feliz. Recuerda que el cielo estaba encapotado y que llovía; que era a finales del otoño, cuando los días son más cortos, y que se echó la noche encima y, con la noche, el frío; que tuvieron que saltar al terraplén cuando oyeron que se acercaba un tren; que se calentaron un poco con las ascuas de carbonilla que arrojaba al pasar… Pero no recuerda que se le hiciera el viaje insoportable. Llegó un momento en el que preguntó cuándo llegaban y su hermana le respondió: “Detrás de esa colina está el pueblo”. No le añadió que entre pueblo y colina había otras colinas; de manera que la respuesta le sirvió para algunas más. Llegaron a Quero y se fue enseguida a la cama. Le dijeron, después, que había dormido dos días seguidos. Pero piensa que exageraron.

La madre hizo aún algo más cuando perdió toda esperanza de que su marido viviera: les dijo que aquello había pasado y que, por tanto, no había que darle vueltas. Había, simplemente, que rezar y hacer el bien. Ellos dos –su hermana y Julián- dedujeron que su madre preferiría que no se hablase nunca más de llegar hasta Paracuellos. Setenta y cinco años después, don Julián no conoce el lugar, por respeto a su madre. Ha podido poner y ha puesto, eso sí, a su padre en la patena unas veinte mil veces. Calculo que más. Tantas como misas ha dicho desde el día en que se ordenó.

José Andrés-Gallego, con información de Valvanera Andrés Urtasun

http://joseandresgallego.wordpress.com

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ZENIT Staff

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