ASÍS, jueves 27 octubre 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos el discurso provisional del doctor Rowan Williams, arzobispo de Canterbury, en el encuentro por la paz y la justicia celebrado en Asís.
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Vuestra Santidad, Santidad, Beatitudes
Hermanos y hermanas en Cristo, Queridos amigos,
es un gran honor estar con vosotros celebrando el aniversario de la primera Jornada de oración por la paz mantenida en este lugar bajo la dirección del beato Juan Pablo II. El difunto pontífice creía firmemente que la atención de los seres humanos por la justicia y la estabilidad en nuestra época exigía un testimonio común por parte de las personas religiosas, excluyendo todo compromiso acerca de las propias y particulares convicciones y tradiciones. Los años pasados desde aquella primera reunión han confirmado esta convicción del modo más decidido posible. Los desafíos de nuestro tiempo son tales que ningún grupo religioso puede pretender tener todos los recursos prácticos de quien tiene necesidad de afrontarlas, aunque estemos convencidos de tener todo lo que necesitamos en el campo espiritual y doctrinal. De tal manera, nosotros no estamos aquí para afirmar un mínimo común denominador de lo que creemos, sino para alzar la voz desde lo más profundo de nuestras tradiciones, en todas sus singularidades, de modo que la familia humana pueda ser plenamente consciente de cuanta sabiduría hay que adquirir en la lucha contra la locura de un mundo todavía obsesionado por miedos y sospechas, todavía enamorado de la idea de una seguridad basada sobre una hostilidad defensiva, y todavía capaz de tolerar o ignorar las enormes pérdidas de vida entre los más pobres a causa de las guerras y de las enfermedades.
Todos estos fracasos del espíritu tienen su raíz en gran medida en la incapacidad de reconocer a los extraños como personas que comparten con nosotros la única y misma naturaleza, la única dignidad de la persona. Una paz duradera inicia donde nosotros vemos al prójimo como a nosotros mismos y por tanto comenzamos a comprender por qué y cómo debemos amar al prójimo como a nosotros mismos.
Para los cristianos, el corazón de todo esto es la convicción de que en Jesús de Nazareth, Dios mismo se identifica con la naturaleza humana y por tanto con cada persona humana. Cada rostro, aparece ahora de una manera distinta, por el hecho de que Dios ha tomado rostro humano. En el prójimo reconocemos no sólo a alguno que tiene en sí la imagen de Dios en virtud de la creación, sino a alguien que tiene en sí la posibilidad de llevar la semejanza de Jesucristo en virtud de la nueva creación. Y si así es, no podemos ser, en un último análisis, extraños nunca más. Lo que afecta a la vida de cualquier persona o comunidad, afecta a la vida de todos.
Todos los hombres religiosos tiene en común la convicción de que nosotros, finalmente, no somos extraños los unos para los otros. Y si no somos extraños, debemos, antes o después, encontrar el modo de concretar tal reconocimiento recíproco en las relaciones de amistad verdaderas y duraderas. Estamos aquí hoy para declarar nuestra voluntad -o más bien nuestra apasionada determinación- de persuadir a nuestro mundo que los seres humanos no deben ser extraños, y que el reconocimiento es tan posible como necesario por nuestra universal relación con dios.
Termino citando algunos versos de un gran poeta cristiano de mi tierra, Gales, Waldo Williams, maestro, hombre de profunda oración y activista por la paz en su vida adulta.
Él escribió un poema llamado “¿Qué es el hombre?” y estos son los versos iniciales:
¿Qué significa estar vivos? Vivir en una gran sala
entre estrechos muros
¿Qué significa reconocer? ¿Encontrar una única raíz
bajo todas las ramas.
¿Qué significa tener fe?
Permanecer quietos al lado del hogar,
para estar preparados a recibir a nuestro huésped.
¿Qué significa perdonar? Encontrar un camino entre las espinas
para estar al lado de nuestro viejo enemigo.
Que Dios nos ayude a responder a estas preguntas de este modo, con nuestras palabras y con nuestro testimonio.