Por Rafael Navarro- Valls
MADRID, lunes 10 de octubre de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos hoy una nueva contribución a “Observatorio Jurídico”, sobre las palabras del Papa en el Bundestag, durante su reciente visita a Alemania. “Observatorio Jurídico” es una columna que dirige el español Rafael Navarro – Valls, catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, y secretario general de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España.
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La importancia del viaje del Papa por Alemania no ha estribado solamente en la carga sentimental de un reencuentro entre compatriotas, radica sobre todo en la posición central que ese país tiene en la realidad histórica y actual. Repárese que es la nación más poblada de Europa, con notable influencia sobre sus vecinos de las fronteras del Este y del Oeste , durante mucho tiempo la locomotora intelectual de Occidente, y, ahora, uno de sus puntos de referencia económica. Por lo demás, ha sido – y sigue siendo- una potencia del pensamiento jurídico.
Se entiende así que, el momento más importante de la visita de Benedicto XVI, fuera su discurso en el Reichstag (el Parlamento federal alemán). El propio Papa lo reconocía cuando volvió a Italia, y añadió: “En esa ocasión quise exponer el fundamento del derecho y del libre estado de derecho, es decir, la medida de todo Derecho, inscrito por el Creador en el mismo ser de su creación”. Permítaseme glosarlo desde el punto de vista de un jurista.
El discurso en el Reichstag
Se ha dicho que la oración de Salomón con la que el Papa inició su discurso “es la oración de un jurista”. En efecto esa oración - “Da, pues, a tu siervo un corazón dócil para que sepa hacer justicia y discernir entre lo bueno y lo malo “(Libro I de los Reyes) - es la súplica de alguien que pide la sabiduría necesaria para decir el Derecho. Benedicto XVI ve en este relato, no solamente la oración de un jurista, sino también la de un político. Es decir, la de alguien cuyo criterio último, “no debe ser el éxito y mucho menos el beneficio material”, sino “un compromiso por la justicia y por la paz”.
Ahora bien, para que esa aspiración del Papa se cumpla, es necesario que en las relaciones sociales domine la verdadera justicia, cuya misión no es otra que imponer el orden de la razón en los asuntos humanos. Tal vez por eso, hace siglos, Plutarco observaba que la justicia solamente es posible cumplirla “cuando tan imposible llega a hacerse que gobiernen los injustos como que no gobiernen los justos”. Yo creo que, consciente de ello, las más duras palabras de Benedicto XVI en Alemania han sido contra lo que podríamos llamar “el gobierno de los injustos”. Es decir, parafraseando a San Agustin, el de aquellos políticos que, separando el poder del derecho, convierten el Estado “en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada”.
¿Pero de donde extrae un político y un jurista occidental la noción de justicia que ha de orientar sus pasos? El Papa lo explicó así a los políticos alemanes: “La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma – del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este encuentro configura la íntima identidad de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico “.
Las tres colinas sobre las que nace Europa
Efectivamente , las tres colinas sobre las que nace Europa (Acrópolis, Capitolio y Gólgota) dieron luz a lo que se ha llamado la filosofía del sentido común, ese milagro natural griego, fecundado por la revelación judeocristiana, que aportó a Europa las ideas básicas que durante siglos han nutrido sus raíces. Me refiero a la libertad y dignidad de la persona humana, la instauración de un orden laico de la vida en el cual todos los hombres puedan vivir y buscar la verdad, la valoración del trabajo, el sentido de la trascendencia, el monoteísmo que, al eliminar del cosmos a los dioses, dio vía libre a la empresa de su conocimiento científico. Además, todas las conquistas jurídicas modernas identificadas con la regla áurea “considera al otro como fin y no como medio”, son de matriz cristiana auténtica, desde los principios de respeto a cada hombre singular que están en la base del liberalismo hasta la inspiración solidaria que late en los socialismos modernos, siempre que se los considere purificados de sus desviaciones colectivistas o totalitarias.
El menosprecio de esta cultura cristiana, es más, la tendencia del relativismo positivista a verla como subcultura, fue brillantemente criticada por el Papa comparándola con “los edificios de cemento armado sin ventanas, en los que logramos el clima y la luz por nosotros mismos, y sin querer recibir ya ambas cosas del gran mundo de Dios … Es necesario volver a abrir las ventanas, hemos de ver nuevamente la inmensidad del mundo, el cielo y la tierra, y aprender a usar todo esto de modo justo”.
Hacia una ecología moral
Ciertamente en estas palabras se adivina una velada llamada a la ecología moral , que conecta la realidad del hombre con la realidad de Dios, es decir, que contempla al hombre y su entorno en su verdadera condición de criatura. Lo que en ese frase se adivina, se torna en certeza cuando el Pontífice de 84 años a renglón seguido se refiere directamente al movimiento ecologista – naturalmente, dirá con buen humor, "sin querer aquí hacer propaganda de un movimiento político determinado " – como “un grito que anhela aire fresco”. El mismo aire fresco que respira un país cuando en él impera la justicia.
Recuerdo que hace unos años, paseando por Washigthon, reparé en una frase inscrita en la fachada del Departamento de Justicia de Estados Unidos que me hizo pensar. En su traducción castellana dice algo así : “Para que la justicia reine en el estado, antes es necesario que reine en el corazón y en las almas de los ciudadanos “. Esa reconversión, primero individual y luego social, reclama una exigente labor pedagógica de un derecho que ha de ser más de convicción que de simple gestión, cuyo fruto sea más una legislación de modelos o ideales que de remedios o parches. De esta forma lo expresaba Benedicto XVI: “ Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista – y este es en gran parte el caso de nuestra conciencia pública – las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego. Ésta es una situación dramática que interesa a todos y sobre la cual es necesaria una discusión pública; una intención esencial de este discurso es invitar urgentemente a ella.”
Tal vez la primera base de ese debate sea reconocer con T. S. Eliot que “la fuerza dominante en la creación de una cultura común para distintos pueblos es la religión…Un europeo puede dudar de la verdad de la fe cristiana, pero todo lo que dice, crea y hace, surge de una herencia cultural que es cristiana”. Lo que se trataría es transfundir a los individuos lo que está en el código genético de la civilización en que viven. Cuando un grupo audaz se apodera del poder y comienza a legislar contra la ley natural para obtener un lucro económico o político, comienza un proceso de erosión social producido, precisamente, porque las leyes morales son la estrella polar que permite al hombre ser lo que es y llegar a un destino cierto. Ignorarlas una y otra vez supone ignorar lo que es la naturaleza del hombre. Es decir, ignorar sus instrucciones de uso.
Por eso, se está comenzando a difundir en la filosofía política la idea de que una acción social basada en el compromiso moral no es so lamente un ideal que entusiasma más que una política de simples intereses. Es también “un fundamento más prometedor de una sociedad justa” (Michael J. Sandel). Lo expresaba así Benedicto XVI al final de su discurso: “¿Carece verdaderamente de sentido reflexionar sobre si la razón objetiva que se manifiesta en la naturaleza no presuponga una razón creativa, un Creator Spiritus?”.
Probablemente sea el reconocimiento de una ley natural la mejor protección de los ciudadanos frente a esa destrucción de la justicia , que inevitablemente ocurre – a la larga o a la corta- cuando el derecho es manipulado por quienes buscan tan sólo su interés o su enriquecimiento.