CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 26 de octubre de 2011 (ZENIT.org).- A continuación les ofrecemos la catequesis que el Santo Padre ha impartido a los peregrinos, provenientes de Italia y de todas partes del mundo, congregados para la Audiencia. Esta se ha desarrollado en el Aula Pablo VI, donde el Santo Padre ha presidido una Celebración de la Palabra en preparación de la Jornada de Reflexión, Diálogo y Oración por la Paz y la Justicia en el mundo Peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz.

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Queridos hermanos y hermanas,

hoy la cotidiana cita de la Audiencia general asume un carácter particular, ya que estamos en la vigilia de la Jornada de Reflexión, Diálogo y Oración por la Paz y la Justicia en el mundo, que tendrá lugar mañana en Asís, veinticinco años después del primer histórico encuentro convocado por el beato Juan Pablo II. He querido dar a esta Jornada el título de Peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz, para expresar el compromiso que queremos renovar solemnemente, junto con los miembros de diversas religiones, y también con hombres no creyentes pero que buscan con sinceridad la verdad, en la promoción del verdadero bien común de la humanidad y en la construcción de la paz. Como ya he tenido oportunidad de recordar “Quién está en camino hacia Dios no puede dejar de transmitir paz, quién construye la paz no puede dejar de acercarse a Dios”.

Como cristianos, estamos convencidos de que la contribución más valiosa que podemos ofrecer a la causa de la paz es la de la oración. Por este motivo nos encontramos hoy como Iglesia de Roma, junto a los peregrinos presentes en la Urbe, en la escucha de la Palabra de Dios, para invocar con fe el don de la paz. El Señor puede iluminar nuestra mente y nuestros corazones y guiarnos para ser constructores de justicia y de reconciliación en nuestras realidades cotidianas y en el mundo.

En la lectura del profeta Zacarías, que acabamos de escuchar, ha resonado un anuncio lleno de esperanza y de luz (cfr Zc 9,10). Dios promete la salvación, invita a “alegrarnos mucho” porque esta salvación se está concretando. Se habla de un rey: “Mira que tu Rey viene hacia ti; él es justo y victorioso” (v.9), pero el que es anunciado no es un rey que se presenta con la potencia humana, la fuerza de las armas; no es un rey que domina con el poder político y militar; es un rey manso, que reina con humildad y suavidad frente a Dios y a los hombres, un rey distinto con respecto a los grandes soberanos del mundo: “está montado sobre un asno, sobre la cría de una burra”, dice el profeta (ibidem). Se manifiesta cabalgando en el animal de la gente normal, del pobre, en contraste con los carros de guerra de los ejércitos de los potentes de la tierra. Incluso, es un rey que hará desaparecer estos carros, destruirá los arcos de batalla, anunciará la paz a las naciones (cfr v. 10).

Pero ¿quién es este rey del que habla el profeta Zacarías? Vamos por un momento a Belén y escuchemos de nuevo lo que el Ángel dice a los pastores que velan de noche, guardando a su propio rebaño. El Ángel anuncia una alegría que será la de todo el pueblo, vinculada con un signo pobre: un niño envuelto en pañales, tumbado en un pesebre (cfr Lc 2,8-12). Y la multitud celeste canta “Gloria a Dios en los más alto de los cielos y sobre la tierra paz a los hombres que Él ama” (v. 14), a los hombres de buena voluntad. El nacimiento de aquel niño, que es Jesús, lleva un anuncio de paz a todo el mundo. Pero vamos también a los momentos finales de la vida de Cristo, cuando entra en Jerusalén acogido por una multitud en fiesta. El anuncio del profeta Zacarías de la venida de un rey humilde y manso volvió a la mente de los discípulos de Jesús de un modo especial, después de los sucesos de la pasión, muerte y resurrección, del Misterio pascual, cuando revisaron con los ojos de la fe el feliz ingreso del Maestro en la Ciudad Santa. Cabalgaba sobre un asno prestado (cfr Mt 21,2-7): no sobre una rica carroza, no a caballo como los grandes. No entra en Jerusalén acompañado de un potente ejército de carros y de caballeros. Era un rey pobre, el rey de los que son los pobres de Dios. En el texto griego aparece el término  praeîs, que significa los mansos, los humildes; Jesús es el rey de los anawim, de los que tienen el corazón libre de la ambición del poder y de la riqueza material, de la voluntad y de la búsqueda del dominio sobre el otro. Jesús es el rey de los que tienen esa libertad interior que les hace capaces de superar la avidez, el egoísmo que hay en el mundo, y que saben que sólo Dios es su riqueza. Jesús es el rey pobre entre los pobres, manso entre los que quieren ser mansos. De este modo, Él es el rey de paz, gracias a la potencia de Dios, que es la potencia del bien, la potencia del amor. Es un rey que hará desaparecer los carros y caballos de batalla, que destrozará los arcos de guerra; un rey que lleva a su cumplimiento la paz desde la Cruz, uniendo la tierra y el cielo y colocando un puente fraterno entre los hombres. La Cruz es el nuevo arco de paz, signo e instrumento de reconciliación, de perdón, de comprensión, signo de que el amor es más fuerte que toda violencia, y toda opresión más fuerte que la muerte: el mal se vence con el bien, con el amor.

Este es el nuevo reino de paz en el que Cristo es el rey; y es un reino que se extiende sobre toda la tierra. El profeta Zacarías anuncia que este rey manso, pacífico, dominará “de mar a mar y del Río hasta los confines de la tierra” (Zc 9,10). El reino que Cristo inaugura tiene dimensiones universales. El horizonte de este rey pobre, humilde, no es el de un territorio, de un Estado sino los confines del mundo; más allá de toda barrera de raza, lengua, cultura, crea comunión, crea unidad. Y ¿dónde vemos realizarse actualmente este anuncio? En la gran red de las comunidades eucarísticas que se extiende sobre toda la tierra reemerge luminosa la profecía de Zacarías. Es un gran mosaico de comunidades en las que se hace presente el sacrificio de amor de este rey manso y pacífico; es el gran mosaico que constituye el “Reino de paz” de Jesús de mar a mar, hasta los confines del mundo; es una multitud de “islas de paz” que irradian paz. Por todas partes, en todas las realidades, en toda cultura, de las grandes ciudades con sus edificios hasta los pequeños pueblos con las moradas humildes, de las potentes catedrales a las pequeñas capillas. Él viene, se hace presente; y al entrar en comunión con Él, también todos los hombres se unen entre ellos en un único cuerpo, superando divisiones, rivalidades, rencores. El Señor viene en la Eucaristía para sacarnos de nuestro individualismo, de nuestras particularidades que excluyen a los demás, para formar con nosotros un solo cuerpo, un solo reino de paz en un mundo dividido.

¿Pero cómo podemos construir este Reino de paz en el que Cristo es el Rey? El mandamiento que Él deja a sus Apóstoles y, a través de ellos, a todos nosotros es: “Id pues y haced que todos los pueblos sean mis discípulos... yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28,19-20). Como Jesús, los mensajeros de la paz de su reino deben ponerse en camino, deben responder a su invitación. Deben ir, pero no con la potencia de la guerra o con la fuerza del poder. En la lectura del Evangelio que hemos escuchado, Jesús envía a setenta y dos discípulos a la gran mies que es el mundo, invitándoles a rezar para que el Señor de la mies, mande obreros a su mies (cfr Lc 10,1-3); pero no les envía con medios potentes sino “como corderos en medio de lobos” (v.3), sin bolsa ni cayado, ni sandalias (cfr v. 4). San Juan Crisóstomo, en una de sus homilías, comenta: “Siempre que seamos corderos, venceremos y aunque estemos rodeados de muchos lobos, conseguiremos superarlos. Pero si nos convertimos en lobos, seremos derrotados, porque nos faltará la ayuda del Pastor (Homilía 33, 1: PG 57, 389). Los cristianos no deben ceder nunca a la tentación de convertirse en lobos entre lobos; el reino de paz de Cristo no se extiende con el poder, con la fuerza, con la violencia sino con el don de uno mismo, con el amor llevado al extremo, también a los enemigos. Jesús no vence al mundo con la fuerza de las armas, sino con la fuerza de la Cruz, que es la verdadera garantía de la victoria. Y esto tiene como consecuencia para quien quiere ser discípulo del Señor, su enviado, el estar preparado para la pasión y para el martirio, para perder la propia vida por Él, para que en el mundo triunfe el bien, el amor, la paz. Esta es la condición para poder decir, entrando en toda realidad: “Paz a esta casa”(Lc 10,5).

Ante la basílica de San Pedro, se encuentran dos grandes estatuas de los santos Pedro y Pablo, fácilmente identificables: san Pedro tiene en las manos las llaves, san Pablo, sin embargo, tiene en las manos una espada. Para quien no conoce la historia de este último, podría pensar que ha sido un gran general que condujo potentes ejércitos y que con la espada sometió a pueblos y naciones, procurándose fama y riqueza con la sangre de los demás. Sin embargo, es exactamente lo contrario: la espada que tiene en las manos es el instrumento con el que Pablo fue muerto, con el que sufrió el martirio y esparció su propia sangre. Su batalla no fue la de la violencia, de la guerra, sino la del martirio por Cristo. Su única arma fue el anuncio de “Jesucristo y Cristo crucificado” (1Cor 2,2). Su predicación no se basó en “discursos persuasivos de sabiduría, sino en la manifestación del Espíritu y de su potencia” (v.4). Dedicó su vida a llevar el mensaje de reconciliación y de paz del Evangelio, gastando sus energías en hacerlo resonar hasta los confines de la tierra,. Y esta fue su fuerza: no buscó una vida tranquila, cómoda, lejos de las dificultades, de las contrariedades, sino que se consumió por el Evangelio, se dio a sí mismo sin reservas, y así se convirtió en el gran mensajero de la paz y de la reconciliación de Cristo. La espada que san Pablo tiene en las manos recuerda también la potencia de la verdad, que a veces puede herir, puede hacer daño; el Apóstol permaneció fiel a esta verdad, la sirvió, sufrió por ella, entregó su vida por ella. Esta lógica también nos sirve a nosotros, si queremos ser portadores del reino de paz anunciado por el profeta Zacarías y realizado por Cristo: debemos estar dispuestos a pagar en persona, a sufrir en primera persona la incomprensión, el rechazo, la persecución. No es la espada del conquistador la que construye la paz, sino la espada del sufridor, del que sabe dar su propia vida.

Queridos hermanos y hermanas, como cristianos queremos invocar de Dios el don de la paz, queremos pedirle que nos convierta en instrumentos de su paz en un mundo lacerado por el odio, las divisiones, los egoísmos, las guerras, queremos pedirle que el encuentro de mañana en Asís favorezca el diálogo entre las personas de distinta pertenencia religiosa y que lleve un rayo de luz capaz de iluminar la mente y el corazón de todos los hombres, para que el rencor le devuelva el sitio al perdón, la división a la reconciliación, el odio al amor, la violencia a la mansedumbre, y en el mundo reine la paz. Amén.

Queridos hermanos y hermanas, antes de saludaros en las distintas lenguas, comienzo con un llamamiento. En este momento, el pensamiento va a la población de Turquía duramente golpeada por el terremoto, que ha causado graves pérdidas de vidas humanas, numerosos desaparecidos y daños incalculables. Os invito a uniros a mí en la oración por los que han perdido la vida y a estar espiritualmente cercanos a tantas personas que tan duramente han sido probadas. Que el Altísimo dé apoyo a todos los que están comprometidos en la obra de socorro. Ahora saludo en las distintas lenguas.

[En español dijo:]

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España, México, Costa Rica, Argentina y otros países latinoamericanos. Invito a todos a ser incansables en construir la paz, y pedir al Señor que este don de su gracia reine en las naciones y en el corazón de todos los hombres.

[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]