¿Quién salvó al comendador? Fuenteovejuna, señor

Pero ocurrió en Madrid y en 1936

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Por José Andrés-Gallego

MADRID, jueves 27 octubre 2011 (ZENIT.org).- De nuevo en De la otra memoria, el historiador José Andrés-Gallego ofrece una historia de humanidad en medio de la barbarie que se desencadena en los conflictos armados. El buen hacer de un sacerdote educador y caritativo en la guerra de España de 1936-39 le salvó la vida porque antes se había ganado el respeto y la estimación de sus vecinos.

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El artículo anterior (“Sagunto y la frustración del mal absoluto”) ha tenido cierta repercusión y estoy a la espera de comprobar los datos que me piden. Mientras tanto, copio (del otro bando) y esta vez cito nombres y apellidos, puesto que así me lo permite quien ha incluido el relato en el blog (joseandresgallego.wordpress.com):

“El que suscribe, Enrique Berenguer León, nació en Madrid el 8 de agosto de 1938. Mis padres vivían aquellos días de guerra en el primer piso de la calle Narváez 19 y mi madre, Antonia León Crespo, me dio a luz en la habitación que hace el chaflán con la calle Duque de Sesto (el edificio está tal cual actualmente). Vivían también en aquel piso el sacerdote diocesano don Fernando Palatín Martínez, tutor de la familia de mi madre, huérfana de padre desde muy joven, mi padre, don Enrique Berenguer Pérez y mis hermanos mayores, Daniel y Fernando.

“El reverendo don Fernando había trasladado a sus pupilos (mi abuela, y sus hijos: una chica –mi madre– y dos adolescentes varones -mis tíos-) desde Sevilla (ciudad natal de todos ellos) a Madrid, donde fundó un colegio titulado “Sagrado Corazón de Jesús”, para niños y niñas, como medio de subsistencia de toda la familia. La fecha no la sé, pero, unos años después, el 24 de septiembre de 1931 contrajeron matrimonio canónico y civil mis padres. (El tiempo de noviazgo tampoco lo sé, pero creo que fue breve; ambos tenían 29 años el día de la boda).

“El 18 de julio de 1936 vivían todos en el colegio, que constaba de dos chalets comunicados interiormente, con tres pisos cada uno, en la misma calle Narváez, pero el nº 18 (frente por frente a mi casa natal). Tras la inevitable incautación del colegio por la FAI, los anarquistas instalaron allí un “Ateneo Libertario”. Mi madre me contó el sufrimiento de la familia al ver cómo, en los primeros días, tiraron por las ventanas los pupitres y los enseres de las clases.

“Conocí de sobra a don Fernando Palatín (murió en el colegio restaurado, cuando yo tenía nueves años, en 1947), y recuerdo que años más tarde me vino la pregunta que no podía faltar. Tras oír relatos de tantos asesinatos de sacerdotes, pregunté a mi madre: Mamá, ¿cómo es que no mataron a Don Fernando? Mi madre me dijo:

“Sí, al principio de la guerra se presentaron en el portal del edificio unos cuantos milicianos armados y desde el pie de la escalera (no debían conocer el piso en que vivía mi familia) empezaron a gritar: ¡Que baje don Fernando, que baje don Fernando!
Y ocurrió lo inesperado. Empezaron a abrirse las puertas de los vecinos de al lado y de arriba y las amas de casa, con gran entereza, contestaron con voces y con tono similar: ¡De ninguna manera, a don Fernando no se lo llevan ustedes!

“Mi madre me aclaró que, como director del colegio, había facilitado económicamente el acceso a la enseñanza a familias con carencias de recursos. Cosa que era conocida en el barrio y envalentonó a las mujeres del edificio a salir en su defensa.

“Mi madre me dijo que los milicianos se fueron. Y lo que es más admirable no volvieron más, estando los edificios de mi casa y el del Ateneo [Libertario] frente por frente”.

“Me parece es un “Testimonio de Bondad” en el que se reconoció la generosa atención de aquel sacerdote para con los pobres, no solo por las valientes vecinas, sino también por los mismos milicianos”.

Por la copia, José Andrés-Gallego

blog: joseandresgallego.wordpress.com.

www.joseandresgallego.com.

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ZENIT Staff

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