MADRID, jueves 24 noviembre 2011 (ZENIT.org).- De nuevo en De la otra memoria, el historiador José Andrés-Gallego ofrece una historia que conviene conocer a las nuevas generaciones porque esta es también memoria y de la buena. La cuenta un “joven” de noventa años, único agustino superviviente de la matanza de Paracuellos del Jarama, Madrid, España.
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Por José Andrés-Gallego
Conocí a don Eliseo I. Bardón hace unas semanas, en unas jornadas a las que ya me he referido, sobre los mártires españoles del siglo XX. Me lo presentaron como el único agustino que se salvó de morir en Paracuellos, entre los detenidos que acabaron así. El padre Bardón es un joven –realmente lo es- de noventa años. Entendió divinamente la intención de esta sección de ZENIT. Ya ha publicado su memoria del trance de la guerra en el libro Mártires del siglo XX en España: Don y desafío, Madrid, Edice, 2008, pág. 133-156. Pero la ha reelaborado y, probablemente, ampliado y así me lo ha hecho llegar. Es un regalo. Voy a hacer lo siguiente, si a él le parece. Parte por parte, lo publicaré íntegro en el blog indicado abajo. Disfrutarán leyéndolo y verán todos los matices. Aquí, sólo transcribiré los párrafos que abundan –queriendo o sin quererlo- en lo que se pretende en esta sección: mostrar el bien que hubo en el mal. Hoy, por lo tanto, vuelvo al oficio de copista.
(I) Tormenta al iniciar el camino
Acudo a vivencias todavía muy presentes en mi memoria. […] Nací el 23 de enero de 1921 en una pequeña aldea leonesa, Santibáñez de Arienza, dentro de la comarca de Omaña, limítrofe con Babia, lugar del que todo el mundo ha oído hablar. Era mi familia de humildes labradores y ganaderos, y en la casa, además de mis otros cuatro hermanos y mis padres, estaba un tío carnal de mi madre, sacerdote ya anciano, que falleció en el mes de marzo de 1931 a los 95 años. […] Había en mi familia tres sobrinos de mi padre que eran religiosos agustinos, a quienes, alguna vez veía y admiraba, cuando en ocasiones esporádicas iban por el pueblo. Por esto, y acaso también por otras cosas, se despertó en mí el deseo de ser religioso y sacerdote. No tenía más de seis años cuando, a los postres de una fiesta que se celebraba en la localidad, un sacerdote llamado don Manuel, párroco de Soto y Amío, cogiendo un gran racimo de uvas, se dirigió a mi persona que, de vez en cuando andaba merodeando por la mesa de los comensales. Puesto de pie y muy solemnemente me dijo: “Eliseo: si en lugar de querer ir al seminario de los agustinos, vas al seminario diocesano, te doy este racimo de uvas”. Me quedé mirando y dije: “Sí, es verdad que me gustan las uvas, pero yo quiero ser fraile”. Don Manuel respetó mi decisión y además me dio el hermoso racimo de uvas. Ese deseo iba creciendo a medida que pasaban los años, y con los doce cumplidos, ingresé en el Monasterio de Santiago de Uclés, Cuenca. Y ¿por qué Uclés? Porque allí estaba otro primo carnal, que había hecho el ingreso en 1927, seis años antes que yo.
[…] En mayo de 1935 hubo en Uclés una concentración de la CEDA, partido político que dirigía el abogado don José María Gil Robles. Fue un día triste para el rector de la casa, padre José Gutiérrez, por no estar de acuerdo con tales actos, pero muy gozoso para los jóvenes seminaristas, que en aquella ocasión recorrimos todos los lugares mezclándonos con miles de personas que de diversos lugares habían acudido al evento. Aunque éramos pequeños nos percatábamos muy bien de la situación de la patria, especialmente cuando nuestros profesores y formadores hacían hincapié pidiéndonos más oraciones y visitas al Sagrario para lograr la paz y bien de la nación. […]
Estando un día disfrutando del recreo a la sombra del Castillo, observamos que junto a la torre estaban tres o cuatro hombres del pueblo con escopetas en sus manos. Tomamos los jóvenes la cosa un poco a broma y les dirigimos algunas palabras no del agrado de nuestro mentor, padre Emiliano López, quien nos hizo la corrección pertinente, terminando con estas palabras bien grabadas todavía en mi mente: “El día que quieran, pueden echarnos del convento”. Desde aquel momento aprendimos muy bien la lección y nos dimos cuenta de que la situación había cambiado radicalmente de rumbo. Ignorábamos que la guerra civil había comenzado el 18 de julio.
Eliseo I. Bardón
(Continuará, Deo volente)
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