MADRID, viernes 9 marzo 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos un artículo de nuestro habitual colaborador monseñor Juan del Río Martín, arzobispo castrense de España, en el que aborda la vigilancia como uno de los valores a cultivar en este tiempo de Cuaresma.
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+ Juan del Río Martín
La persona que no está atenta a si misma malgasta su vida. Quedará a merced del ambiente, de los demás y sobre todo del enemigo número uno que es el diablo. Estamos en una sociedad que adormece al individuo. De esta manera, el pensamiento dominante puede controlar más fácilmente sus intereses. La madurez humana se muestra en la vigilancia diligente para que: el vértigo de la pasión no ciegue la mente y la influencia maligna no endurezca el corazón.
Quienes no son cuidadosos en el cultivo de la interioridad, nunca podrá conocerse, jamás descubrirá la riqueza o pobreza que pueda haber en “la bodega interior”. Dijo Abba Arsenio: “Es necesario que cada uno vigile sobre sus propias acciones para no fatigarse en vano”. De ahí que, vivir con atención, da unidad a nuestro pensamiento, palabra y acción. Cuando falta esta conexión, sucede que ya no vivimos, sino que somos vividos, nuestra historia nos la trazan otros. Quienes piensan, hablan y actúan de manera inconsciente e irreflexiva hiere a los demás y se hace daño a sí mismo.
La virtud de la vigilancia requiere la prudencia y la mansedumbre para evitar trastornos personales y comunitarios que causan las falsas seguridades. Porque el pecado que ha cometido un hombre lo puede hacer otro. Por lo tanto: “quien se sienta seguro que tenga cuidado y no caiga” (1Cor 10,12). Por ello concluye Basilio de Cesarea: “¿Qué es lo propio del cristiano? Vigilar cada día y cada hora y estar dispuesto a cumplir perfectamente lo que agrada a Dios, sabiendo que el Señor viene a la hora en que menos lo pensamos”.
Para ser centinelas de una misión eclesial, primero tenemos que ser celosos guardianes de nuestras almas. Uno de los valores de la Cuaresma es despertar la atención espiritual sobre nosotros mismos. Nunca se debería olvidar que la vida cristiana es un continuo combate contra los adversarios de la fe: mundo, demonio y la carne. San Pablo compara esta vigilancia a la “guardia” de un soldado bien armado que no se deja sorprender, por eso dirá: “no durmamos como hacen los demás, sino vigilemos y vivamos sobriamente… cubiertos con la coraza de la fe y del amor, y con la esperanza de la salvación como casco protector” (1Tes 5,6-8; cf. 1Pdr 5,8).
Es necesario estar alertas contra los enemigos de Dios tan presentes en el mundo actual. Pero también, contra la complicidad que ofrecen nuestras malas inclinaciones que nos envuelven en un seductor sopor. Por eso, Jesús dijo a sus discípulos en Getsemaní: “Vigilad y orad para no caer en la tentación, porque el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mt 26,41).
Un buen vigilante realiza su cometido con todos los sentidos del cuerpo y las potencias del alma. No permitirá las distracciones. Ni abandonarse a las improvisaciones que surjan, sino que en todo momento estará atento a poner en práctica los valores que motivan su misión. Eso mismo sucede en el orden espiritual. El cristiano centinela no sólo ha de estar atento, sino que además ha de cultivar la espiritualidad de las pequeñas cosas. Porque como dice el Señor: “el que es fiel en lo poco, lo será en lo mucho” (Lc 16,10).
En esta lucha no estamos solos. Dios mismo se presenta como nuestro guardián “que no duerme, ni reposa” (Sal 120). Su gracia nos precede y nos acompaña. El cristiano por los sacramentos de la iniciación se convierte en un soldado de Cristo revestido con las “armas de la fe” que son: las virtudes teologales y morales, la austeridad de vida, la oración continua, la caridad sin límites y el cultivo de los deseos de santidad (cf. Ef 6, 10-18).