ROMA, viernes 2 noviembre 2012 (ZENIT.org).- Nuestra columna «En la escuela de san Pablo…», escrita por nuestro colaborador el padre Pedro Mendoza, LC, ofrece el comentario y la aplicación correspondiente para el 31º domingo del Tiempo ordinario.
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Pedro Mendoza LC
«Además, aquellos sacerdotes fueron muchos, porque la muerte les impedía perdurar. Pero éste posee un sacerdocio perpetuo porque permanece para siempre. De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor. Así es el Sumo Sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por encima de los cielos, que no tiene necesidad de ofrecer sacrificios cada día, primero por sus pecados propios como aquellos Sumos Sacerdotes, luego por los del pueblo: y esto lo realizó de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. Es que la Ley instituye Sumos Sacerdotes a hombres frágiles: pero la palabra del juramento, posterior a la Ley, hace el Hijo perfecto para siempre». Heb 7,23-28
Comentario
El texto de la carta a los Hebreos (7,23-28), escogido como segunda lectura de este domingo del tiempo ordinario, pertenece a la sección del cap. 7 de la carta en la que el autor presenta el sacerdocio de Jesús según el orden de Melquisedec. El capítulo inicia presentando la figura de este rey sacerdote Melquisedec, cuando sale al encuentro de Abraham para ofrecer un sacrificio en su nombre (vv.1-3). De ahí pasa a afirmar la superioridad de Melquisedec con relación a Abraham, quien pagó a él el diezmo de entre lo mejor de su botín, sin tener la obligación de hacerlo como sí la tienen, con relación a los sacerdotes de Leví, quienes pertenecen a la estirpe de Abraham (vv.4-10). En un tercer momento, demuestra que en el sacerdocio levítico no reside la perfección, aunque en él descanse la Ley, sino en un sacerdocio de otro orden, a semejanza del sacerdocio de Melquisedec (vv.11-19). Finalmente, abrogado el sacerdocio levítico, por su ineficacia y utilidad, demuestra cómo Jesús es fiador de una alianza mejor (vv.20-25) y en Él se alcanza la perfección del Sumo Sacerdote celestial (vv.26-28).
Un poco antes del pasaje de este domingo, el autor cita el Sal 110, que refuerza con un juramento el sacerdocio de Jesús según el orden de Melquisedec (7,17). Esta imagen del juramento de Dios significa la inquebrantabilidad y el carácter definitivo de su promesa. La teoría del juramento de Dios fuerza al autor a emprender una cierta clasificación dentro del Antiguo Testamento. Hay aserciones, como, por ejemplo, la promesa hecha a Abraham, que son absolutamente seguras aunque no vayan acompañadas de juramento (cf. 6,17-18). Por el contrario, la Ley de Moisés, anunciada «por medio de ángeles» (2,2), no la considera el autor como palabra directa e inmediata de Dios, sino como un orden transitorio, carnal y por lo que se refiere a la consumación o «perfección» inútil (7,18). Así, el sacerdocio levítico, instituido sin juramento, no podía tampoco entenderse como una institución divina eternamente valedera (7,20).
La alianza, a la que servía este sacerdocio con sus sacrificios, debía ser sustituida por otra «mejor» cuyo fiador es Jesús, instituido sacerdote mediante un juramento de Dios (7,21-22). Presenta ahora el autor el contraste entre muerte y vida, que caracteriza a los dos órdenes sacerdotales. De este contraste deriva la contraposición entre la multiplicidad de los sacerdotes levíticos y la unicidad del sacerdocio de Jesús. Como los sacerdotes levíticos eran hombres mortales, hubo necesidad de que muchos de ellos desempeñaran el ministerio simultánea y sucesivamente (7,23). Jesús, en quien reside una fuerza de vida indestructible (7,16), es por toda la eternidad el único sacerdote de su orden (7,24). Tan definitiva, única e insustituible como su sacerdocio es también la salvación que proporciona a los que por Él se acercan a Dios (7,25). Jesús, nuestro Sumo Sacerdote, puede salvarnos por completo si vamos a Dios por su medio. La razón es que Él está siempre vivo, listo y dispuesto a interceder por nosotros.
El capítulo séptimo se cierra con una alabanza casi hímnica del Sumo Sacerdote Jesús (7,26-28), que sirve a su vez de resumen del capítulo y de preparación de los siguientes. Tenemos el Sumo Sacerdote que necesitamos, un sacerdote consagrado a Dios, puro, sin mancha, ahora y por siempre segregado del contacto de los pecadores, exaltado por encima de los cielos (7,26). En el santuario celestial el verdadero Sumo Sacerdote no necesita ofrecer sacrificios diariamente; el ofrecimiento del siempre perfecto Hijo Sumo Sacerdote que se sacrifica a sí mismo, la eterna víctima perfecta, se realizó una vez (7,27). Un sacrificio realmente perfecto tiene que ser único. Esta es la primera vez que se nombra a Jesús como víctima. Hay, por tanto, una inmensa diferencia entre la debilidad de los simples hombres que desempeñaban su oficio sacerdotal bajo la Ley y la perfección del sacerdote que es el Hijo (7,28).
Podríamos preguntarnos extrañados por qué precisamente a nosotros, pecadores y hombres mortales, nos «convenía» un Sumo Sacerdote tan santo y tan elevado por encima de todo lo terrenal. El Sumo Sacerdote celestial nos «convenía» por la razón de que ningún otro hubiera podido ayudarnos. Sólo Jesús, que se interesó por los pecadores, sin ser Él mismo pecador, y que venció a la muerte mediante su elevación a Dios, podía salvarnos.
Aplicación
Descubrir a Cristo siempre vivo para interceder en nuestro favor.
La liturgia de la Palabra de este domingo ordinario contiene una enseñanza fundamental para nuestra vida, ofreciéndonos la orientación al amor que debe marcarla por completo. En el Evangelio (Mc 12,28-34), a la pregunta dirigida a Jesús sobre cuál es el primero de todos los mandamientos, Él responde no escogiendo uno de entre los mandamientos del decálogo o de otros preceptos de la Ley, sino señalando el amor a Dios por encima de todo, a este mandamiento añade el segundo más importante que es el amor al prójimo. Este mandamiento primero encuentra una referencia explícita en la primera lectura, tomada del libro del Deuteronomio (6,2-6), que sirve a Jesús de inspiración. La lectura de la carta a los Hebreos (7,23-28) nos invita a descubrir la grandeza de nuestro Sumo Sacerdote, Jesucristo, siempre vivo para interceder por nosotros.
La lectura del libro del Deuteronomio (6,2-6) nos recuerda uno de los dogmas centrales de la fe del pueblo elegido: la fe en el Dios único, que se les ha revelado, y al cual están llamados a amar con todo el corazón, con toda el alma y con toda la fuerza (v.5). Pero este dogma no siempre fue practicado en todas sus consecuencias. Los israelitas rendían honra a Dios, y buscaban manifestar su amor a Él, a través del ofrecimiento de sacrificios, de inmolaciones. Pero esto no bastaba. Los profetas criticaban tal modo de practicar la fe cuando éste iba separado del amor al prójimo, de la práctica de la justicia y de la caridad.
El pasaje del Evangelio de este domingo (Mc 12,28-34) nos presenta la respuesta de Cristo a la pregunta que le dirigen los fariseos: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?» (v.28). El decálogo y la multiplicidad de otras leyes buscaron ofrecer una respuesta al problema de la falta de un amor a Dios practicado en todas sus consecuencias. Pero con ello surgió otro problema: ¿en medio de tantos preceptos, cómo distinguir lo esencial de los mismos? Cristo, respondiendo a los fariseos, no escoge uno de los preceptos antiguos de la Ley, pues ninguno era capaz de expresar correctamente el principio que debe regir nuestra relación con Dios. Por eso propone como mandamiento principal la orientación positiva y dinámica, contenida en un pasaje del Deuteronomio, que constituye el fundamento de la fe de los isra
elitas: amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la fuerza (Dt 6,5). Pero enriquece este mandamiento añadiendo un segundo mandamiento: «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12,31).
En la segunda lectura (Heb 7,23-28), el autor de la carta nos dice que Jesús es nuestro Sumo Sacerdote perfecto que se ha ofrecido a sí mismo, y que está siempre vivo para interceder en nuestro favor. Jesús se ha ofrecido a Dios, y se ha ofrecido por nuestros pecados. De este modo Cristo se nos presenta como modelo del amor más grande que sea posible tener en su doble dimensión de amor hacia Dios y de amor hacia el prójimo. Él nos enseña cómo vivir este amor a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la fuerza (v.30) y cómo practicar el auténtico amor al prójimo amándolo como a nosotros mismos (v.31).