CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 7 noviembre 2011 (ZENIT.org).- La audiencia general de esta mañana tuvo lugar a las 10,30 en la plaza de San Pedro, donde Benedicto XVI se encontró con grupos de peregrinos de distintos países. En su discurso, el papa continuó el ciclo de catequesis sobre el Año de la fe y se centró en el deseo de Dios. Ofrecemos el texto de la catequesis del papa.
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Queridos hermanos y hermanas:
El camino de reflexión que estamos haciendo juntos en este Año de la fe nos lleva a meditar hoy sobre un aspecto fascinante de la experiencia humana y cristiana: el hombre porta en sí mismo un misterioso anhelo de Dios. De una manera significativa, el Catecismo de la Iglesia Católica se abre con la siguiente declaración: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar» (n. 27).
Tal declaración, que aún hoy en muchos contextos culturales parece bastante aceptable, casi obvia, podría parecer más bien una provocación en la cultura secularizada occidental. Muchos de nuestros contemporáneos podrían, de hecho, objetar que no sienten nada de ese deseo de Dios. Para amplios sectores de la sociedad, Él no es el esperado, el deseado, sino más bien una realidad que pasa desapercibida, frente a la cual no se debería hacer ni siquiera el esfuerzo de comentar. De hecho, lo que hemos definido como «el deseo de Dios», no ha desaparecido por completo, y se ve aún hoy en día, en muchos sentidos, en el corazón del hombre.
El deseo humano tiende siempre a ciertos bienes concretos, a menudo espirituales, y sin embargo, se encuentra de frente a la cuestión de qué es realmente «el» bien, y por lo tanto, a confrontarse con algo que es distinto de sí mismo, que el hombre no puede construir, pero que está llamado a reconocer. ¿Qué puede realmente satisfacer el deseo del hombre?
En mi primera encíclica Deus Caritas Est, traté de analizar cómo esta dinámica se realiza en la experiencia del amor humano, experiencia que en nuestra época es más fácilmente percibida como un momento de éxtasis, fuera de sí mismo, como un lugar donde el hombre se sabe atravesado por un deseo que lo supera. A través del amor, el hombre y la mujer experimentan de un modo nuevo, el uno gracias al otro, la grandeza y la belleza de la vida y de la realidad. Si lo que experimento no es una mera ilusión, si realmente deseo el bien del otro como un bien también mío, entonces debo estar dispuesto a des-centrarme, para ponerme a su servicio, hasta la renuncia de mí mismo.
La respuesta a la pregunta sobre el sentido de la experiencia del amor pasa por tanto, a través de la purificación y la sanación de la voluntad, requerida por el bien mismo que se quiere del otro. Debemos practicar, prepararnos, incluso corregirnos para que aquel bien pueda ser realmente querido.
El éxtasis inicial se traduce así en peregrinación, «camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios» (Encíclica Deus Caritas Est, 6). A través de este camino, el hombre podrá gradualmente profundizar el conocimiento del amor que había experimentado al principio.
Y se irá vislumbrando también el misterio de lo que es: ni siquiera el ser querido, de hecho, es capaz de satisfacer el deseo que habita en el corazón humano, es más, tanto más auténtico es el amor por el otro, más se deja abierta la pregunta sobre su origen y su destino, sobre la posibilidad de que eso vaya a durar para siempre.
Así, la experiencia humana del amor tiene en sí un dinamismo que conduce más allá de sí mismo, es la experiencia de un bien que lleva a salir de sí mismo y a encontrarse de frente al misterio que rodea a toda la existencia.
Consideraciones similares se pueden hacer también con respecto a otras experiencias humanas, tales como la amistad, la experiencia de la belleza, el amor por el conocimiento: todo bien experimentado por el hombre, va hacia el misterio que rodea al hombre mismo; cada deseo se asoma al corazón del hombre, se hace eco de un deseo fundamental que nunca está totalmente satisfecho.
Sin lugar a dudas que de tal deseo profundo, que también esconde algo enigmático, no se puede llegar directamente a la fe. El hombre, después de todo, sabe lo que no lo sacia, pero no puede imaginar o definir lo que le haría experimentar la felicidad que trae como nostalgia en el corazón. No se puede conocer a Dios solo a partir del deseo del hombre. De este punto de vista permanece el misterio: es el hombre el buscador del Absoluto, un buscador a pequeños e inciertos pasos. Y, sin embargo, ya la experiencia del deseo, el «corazón inquieto» como lo llamaba san Agustín, es muy significativo. Eso nos dice que el hombre es, en el fondo, un ser religioso (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 28), un «mendigo de Dios».
Podemos decir, en palabras de Pascal: «El hombre supera infinitamente al hombre» (Pensieri, 438; ed. Chevalier; ed. Brunschvicg 434). Los ojos reconocen los objetos cuando son iluminados por la luz. De ahí el deseo de conocer la misma luz que hace brillar las cosas del mundo y que les da el sentido de la belleza.
En consecuencia, debemos creer que es posible aún en nuestro tiempo, aparentemente refractario a la dimensión trascendente, abrir un camino hacia el auténtico sentido religioso de la vida, que muestra cómo el don de la fe no es absurdo, no es irracional. Sería muy útil para este fin, promover una especie de pedagogía del deseo, tanto para el camino de aquellos que aún no creen, como para aquellos que ya han recibido el don de la fe. Una pedagogía que incluye al menos dos aspectos. En primer lugar, aprender o volver a aprender el sabor de la alegría auténtica de la vida. No todas las satisfacciones producen en nosotros el mismo efecto: algunas dejan una huella positiva, son capaces de pacificar el ánimo, nos hacen más activos y generosos.
Otras en cambio, después de la luz inicial, parecen decepcionar las expectativas que había despertado y dejan detrás de sí amargura, insatisfacción o una sensación de vacío. Educar desde una edad temprana para saborear las alegrías verdaderas, en todos los ámbitos de la vida, esto es, la familia, la amistad, la solidaridad con los que sufren, la renuncia del propio yo para servir al otro, el amor por el que carece de conocimientos, por el arte, por la belleza de la naturaleza, todo lo que signifique ejercer el sabor interior y producir anticuerpos efectivos contra la banalización y el abatimiento predominante hoy.
Incluso los adultos necesitan descubrir estas alegrías, desear la realidades auténticas, purificándose de la mediocridad en la que se hallan envueltos. Entonces será más fácil evitar o rechazar todo aquello que, aunque en principio parezca atractivo, resulta ser bastante soso, fuente de adicción y no de libertad. Y por tanto hará emerger ese deseo de Dios del que estamos hablando.
Un segundo aspecto, que va de la mano con el anterior, es nunca estar satisfecho con lo que se ha logrado. Solo las alegrías verdaderas son capaces de liberar en nosotros esa ansiedad que lleva a ser más exigentes –querer un bien superior, más profundo–, para percibir más claramente que nada finito puede llenar nuestro corazón.
Por lo tanto vamos a aprender a someternos, sin armas, hacia el bien que no podemos construir o adquirir por nuestros propios esfuerzos; a no dejarnos desalentar de la fatiga y de los obstáculos que provienen de nuestro pecado.
En este sentido, no debemos olvidar que el dinamismo del deseo está siempre abierta a la redención. Incluso cuando nos envía por caminos desviados, cuando sigue p
araísos artificiales y parece perder la capacidad de anhelar el verdadero bien. Incluso en el abismo del pecado no se apaga en el hombre aquella chispa que le permite reconocer el verdadero bien, para saborearlo, iniciando así un camino de salida, al cual Dios, con el don de su gracia, no deja de dar su ayuda. Todos, por otra parte, tenemos necesidad de seguir un camino de purificación y de curación del deseo. Somos peregrinos hacia la patria celestial, hacia aquel pleno bien, eterno, que nada nos podrá arrebatar jamás.
No se trata, por lo tanto, de sofocar el deseo que está en el corazón del hombre, sino de liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera altura. Cuando en el deseo se abre la ventana hacia la voluntad de Dios, esto ya es un signo de la presencia de la fe en el alma, fe que es una gracia de Dios. Decía siempre san Agustín: «Con la expectativa, Dios amplía nuestro deseo, con el deseo, ensancha el alma y dilatándola la vuelve más capaz» (Comentario a la Primera Epístola de Juan, 4,6: PL 35, 2009).
En esta peregrinación, sintámonos hermanos de todos los hombres, compañeros de viaje, incluso de aquellos que no creen, de los que están en busca, de los que se dejan interrogar con sinceridad sobre el propio deseo de verdad y de bien. Recemos, en este Año de la fe, para que Dios muestre su rostro a todos aquellos que lo buscan con corazón sincero. Gracias.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.