Por Isabel Orellana Vilches
MADRID, 26 noviembre 2012 (ZENIT.org).- Hoy la historia es de un gigante de la comunicación católica y la vida religiosa al servicio de esta modernización del mensaje eclesial por medio de las nuevas tecnologías. Nacido en Italia, el fundador de la Familia Paulina, beato Santiago Alberione ve su obra extendida en todo el mundo.
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Quien tiene madera de apóstol escruta lo que le rodea con una mirada penetrante siempre atenta a los signos que Dios extiende ante sí, los lleva a la oración y procede a actuar sin dilación alguna. Es lo que hizo Santiago. Nació en la localidad italiana de San Lorenzo di Fossano el 4 de abril de 1884. Sus sueños infantiles apuntaban al sacerdocio. Y cuando en la escuela le formularon esa pregunta conocida que tantos niños han de responder: «¿qué quieres ser de mayor?», sin vacilar dijo que sacerdote. Un buen párroco le ayudó en su empeño. En 1896 inició estudios en el Seminario de Bra y en 1900, año que marcó su acontecer, prosiguió la formación en el Seminario de Alba. En un primer peldaño para la gran misión que iba a desempeñar, la providencia puso en su camino al P. Francisco Chiesa, una persona que influyó enormemente en su vida. Pero justamente cuando el reloj marcaba las primeras horas del año 1901 vivió una experiencia que le marcó para siempre.
¿Dónde hallan los santos las respuestas que precisan? En la oración, naturalmente. Y esa madrugada mientras en tantos lugares del mundo se celebraba con grandes fastos la entrada del Año Nuevo, el joven seminarista se hallaba orando en la catedral, postrado ante el Santísimo. En su mente rebullían las inquietudes de quien busca la gloria de Dios. En concreto tenía presente la encíclica de León XIII Tametsi Futura Prospicientibus y en un momento dado el fulgor que emanaba la Sagrada Forma le instó a actuar. Debía formarse con toda urgencia para servir a la Iglesia y a la Humanidad en una vía, aún desconocida para él, pero que iba a tener una extraordinaria repercusión a lo largo del siglo que acababa de nacer: los mass media, que serían en sus manos un instrumento de innegable fecundidad apostólica.
Siete años más tarde fue ordenado y comenzó su ministerio pastoral en Narzole (Cúneo) si bien ejerció también su labor en otras parroquias del entorno. Predicaba, impartía conferencias y catequesis, entre otras acciones. Como la fruta madura cae del árbol, a Santiago ya le llegaba la hora de poner en marcha la misión que Dios había determinado para él. Por esta época conoció a uno de sus estrechos colaboradores, José Giaccardo, se percató del importante papel que la mujer tiene en la evangelización y no tuvo duda de que la vía que debía seguir para ejercer la labor apostólica se hallaba en los recursos que proporciona la comunicación. Ejerció la docencia en el Seminario de Alba y en 1913 se le encomendó la dirección del semanario Gazzetta d’Alba. Entretanto vio que la ingente labor apostólica que tenía en ciernes, sería más efectiva en manos de personas consagradas. Y en 1914 fundó la Sociedad de San Pablo de la que fue Superior General hasta 1969. En 1915, junto a Teresa Merlo, creó la Congregación de las Hijas de San Pablo. Y en 1921 al erigir la Pía Sociedad de San Pablo comenzaron a emitir votos privados algunos de sus componentes. Ese mismo año cursó la solicitud para su aprobación como Congregación Diocesana. En 1923 enfermó gravemente y los médicos no aventuraron nada bueno. Pero se equivocaron, ya que se curó; él atribuyó a san Pablo su sorprendente recuperación.
La obra que puso en marcha, nutrida con trece revistas, a través de las cuales difundía el Evangelio a todas las gentes, se extendía por distintos lugares. Aquello era ya imparable. De la fecundidad de este beato dan prueba las instituciones que componen la «Familia Paulina», un emporio apostólico que puso en marcha entre 1914 y 1960. Era un hombre de oración, con carisma entre los jóvenes, de una fe arrolladora. Decía que había que «trabajar con las rodillas». Su mente abierta al infinito se resumía en el «pensar en grande» que aconsejaba a los suyos. De modo clarividente, decía: «Pensar y hacer; no solo soñar». Ayunaba frecuentemente y durante varios días, sin que hiciese mella en él este esfuerzo. Junto a las preocupaciones propias de su misión fundadora, vivió con dolor la separación de algunos de sus colaboradores que le precedieron en la muerte. Padecía una escoliosis que le dio muchos sufrimientos y le fue debilitando hasta que falleció el 26 de noviembre de 1971. Antes le había visitado Pablo VI que ensalzó sus virtudes y su magna obra. Fue beatificado por Juan Pablo II el 27 de abril de 2003.