Beato Juan Garbella de Vercelli

«Intrepidez apostólica y espíritu pacificador»

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MADRID, viernes 30 noviembre 2012 (ZENIT.org).- Isabel Orellana Vilches nos propone hoy la vida del beato dominico italiano Juan Garbella, reputado diplomático y maestro general de su Orden, amigo y defensor de santo Tomás de Aquino.

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Nació en la localidad italiana de Mosso Santa María (Vercelli), a inicios del siglo XIII, sin que se pueda precisar la fecha exacta. La primera etapa de su vida está envuelta en la penumbra por falta de datos que alumbren su acontecer. Cursó estudios universitarios y fue profesor de derecho romano y canónico en las universidades de París y Vercelli. En esa época el insigne teólogo alemán, beato Jordán de Sajonia, primer biógrafo de santo Domingo de Guzmán y sucesor suyo como maestro general de la Orden de Predicadores, con su celo apostólico obtenía la gracia de numerosas vocaciones entre personas de gran talla intelectual que escuchaban sus vibrantes y carismáticas predicaciones.

Juan fue uno de los doctores que el beato atrajo a la Orden dominica. Ingresó en ella en 1220. Su testimonio de vida evangélica, que encarnaba el ideal que santo Domingo legó a todos, signado por la pobreza, el rigor en el estudio y el ardor apostólico manifestado a través de la predicación, y fruto de intensa oración, le hicieron acreedor de una primera misión: fundar Vercelli. No defraudó las esperanzas depositadas en él. Puso en marcha esa fundación que tuteló como prior de forma ejemplar, pero estaba llamado a impulsar elevadas gestas. Algunas las llevó a cabo por indicación del Papa. Así durante el pontificado de Clemente IV fue su consejero, amén de actuar como legado pontificio con Felipe III de Francia y Alfonso X de Castilla (España), y de asumir delicadas acciones en el ámbito de la diplomacia como embajador en diversas ciudades italianas. Juan ha sido otro de los grandes pacificadores que ha habido en la Iglesia.

Cuando el 7 de junio de 1264 fue elegido sexto maestro general de la Orden, tenía un gran bagaje a sus espaldas en el gobierno. Había sido vicario del maestro general en Hungría, prior de Bolonia y provincial de Lombardía. Y todo ello, recayó en este virtuosísimo dominico, que no tenía buena opinión de su propia fisonomía y carácter. Porque una de las escasas y entrañables anécdotas que se conocen, aluden a la consideración que le merecía su baja estatura, por la que él mismo se denominaba «pobre hombrecito», y también a su agradable carácter, que se reflejaba en su rostro. Tanto es así que, quizá pensando que debía contrarrestar el semblante afable y su corta estatura, parece que durante casi veinte años de gobierno se hacía acompañar por un fraile de talla y aspecto diametralmente opuestos al suyo. Es obvio que ni su temperamento ni apariencia física constituyeron un veto para su misión, que incluyó la reforma de los conventos dominicos esparcidos por Europa. Por algo se le negó por dos veces su renuncia a continuar en el alto gobierno de la Orden.

Su fuerza radicaba en Cristo, como el de todo el que se entrega a Él, como hizo este gran beato, amigo y defensor de santo Tomás de Aquino, en quien halló eco a sus inquietudes teológicas. Había sido él quien lo designó para asumir la cátedra de teología en París cuando fue rechazada por san Albergo Magno. También Juan, en su momento, rehusó la dignidad episcopal que le ofrecieron y una alta misión en la curia romana. Eso sí, fue promotor de la cruzada y asistió al pontífice con plena obediencia. Gregorio X le confió la delicada misión de pacificar los estados italianos, y contó con su participación en el Concilio de Lyon en 1274, donde Juan conoció al franciscano Jerónimo de Ascoli, futuro Nicolás IV, redactando ambos una carta a sus respectivos frailes. Además, el Papa le encomendó promover la devoción al Nombre de Jesús en un momento en el que urgía su reparación, ya que era objeto de blasfemia por parte de los albigenses.

Juan había tenido la gracia de conocer a santo Domingo, al que siguió con absoluta fidelidad, y tras su fallecimiento se ocupó de erigirle el sepulcro: un arca de mármol, obra de Nicolás de Pisa, y trasladar sus reliquias en 1267. La muerte sorprendió a Juan de Vercelli en Montpellier el 30 de noviembre de 1283. Sus restos quedaron calcinados y, por tanto, desaparecieron en el fragor de las luchas religiosas que se produjeron en el siglo XVI. Pío X confirmó su culto el 7 de septiembre de 1903. En el calendario anterior su celebración estaba fijada el día 1 de diciembre.

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ZENIT Staff

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