San Juan Calabria

«Campeón de evangélica caridad»

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MADRID, martes 4 diciembre 2012 (ZENIT.org).- Isabel Orellana Vilches nos propone a un veronés excepcional, san Juan Calabria. Fundador de la Pía Unión para la Asistencia a los Enfermos Pobres, posteriormente fundaría la Congregación de los Pobres Siervos de la Divina Providencia y su rama femenina.

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«La Providencia existe, Dios es Padre y piensa en nosotros, siempre que nosotros pensemos en él y le correspondamos buscando en primer lugar el Santo Reino de Dios y su justicia».Fue la honda convicción de Juan que había experimentado claramente la providencia en su vida y en ella sustentó el carisma de sus fundaciones. Era el séptimo hijo de una humilde y cristiana familia que rayaba en la pobreza y que le acogió gozosa en su seno cuando nació en Verona el 8 de octubre de 1873. La muerte de su progenitor cuando era un adolescente truncó su primera andadura académica ya que tuvo que ponerse a trabajar para ayudar a la familia. Entretanto, un bondadoso sacerdote constató que el muchacho mostraba unos rasgos de virtud que le hacían apto para iniciar los estudios eclesiásticos y no escatimó ningún esfuerzo para que pudiera ingresar en el seminario. La situación económica que ayudaba a sostener con su trabajo solo le permitía estudiar como alumno externo, y así permaneció tres años hasta que partió a cumplir el servicio militar. Tenía madera de santo y en el cuartel tuvieron ocasión de constatarlo. Cuando salió de allí, muchos, instados por él, habían abierto sus brazos a Dios. 

Algunas de las circunstancias que concurrieron en su vida, especialmente la experiencia de precariedad en la que había discurrido su corta existencia, y el gesto generoso y atento del sacerdote que le ayudó, P. Scapini, unido a sus entrañas de misericordia, se trenzaron en fecundo anillo una gélida noche de 1897 cuando tras realizar la visita a los enfermos halló un niño fugitivo que yacía en el umbral de su casa aterido de frío. La pobreza, la soledad, la enfermedad, el abandono…, serían para siempre dramáticas realidades que jamás le dejarían impasible. Por el contrario, a ellas dedicó todo su quehacer buscando siempre el modo de paliarlas implicando a seminaristas, sacerdotes y laicos. Por de pronto, aquella inolvidable noche en la que descubrió la naturaleza de su verdadera vocación, cobijó al pequeño en su propia casa y a los pocos meses ya había puesto en marcha la «Pía Unión para la asistencia de los enfermos pobres».

Desde 1901, año en el que fue ordenado sacerdote, junto a la labor pastoral que realizó en la parroquia de San Esteban y en la rectoría de San Benito del Monte, los enfermos, los ancianos, los pobres y cualquier persona necesitada recibieron de él gestos de caridad ofrecida a manos llenas. Las fundaciones se iban multiplicando mientras la providencia seguía acompañándole en su incansable labor. En noviembre de 1907 puso en marcha el Instituto «Casa Buoni Fanciulli», y a esta obra siguió la fundación de la «Congregación de los Pobres Siervos de la Divina Providencia», formada con un grupo personas que secundaron su acción apostólica compartiendo su vocación, y la rama femenina «Pobres Siervas de la Divina Providencia». Creó la «Cittadella della caritá», la «Familia de los Hermanos Externos» para los laicos, y fue impulsor de casas de acogida y hospitales. Preocupado por los «Parias» en 1934 extendió la fundación a Vijayavada (India). Además, promovió las vocaciones, el diálogo interreligioso dejando abierta una fecunda vía ecuménica con protestantes, ortodoxos y hebreos, fue un extraordinario confesor, y no dudó en exponer su vida salvando la de personas en peligro, como la de una doctora hebrea amenazada de muerte en la persecución nazi y a la que rescató manteniéndola oculta entre las religiosas fundadas por él. Algunos de los agraciados por tan bondadoso corazón, como hizo esta mujer, enviaron cartas a Roma a la postulación pidiendo que fuese elevado a los altares.

Juan se ofreció a sí mismo por la santificación de la Iglesia y la unidad de los cristianos, y alentó a todos a la vivencia del rigor evangélico. Junto con su proverbial caridad, asentada en su oración, pervivió la gratuidad en todo lo que hizo. De hecho, quería que sus hijos realizaran su misión en «donde nada hay, humanamente, para recibir». Solo les pedía «humildad,escondimiento total, abandonada por entero y totalmente en la divina Providencia; no pedir nada, rezar mucho; que nadie pague; prohibido todo tipo de publicidad; no conferencias, no reuniones de beneficencia, no agradecimientos públicos, porque Dios no necesita estas cosas y Él se ocupa de esta Obra que es totalmente suya. Nosotros busquemos almas, solamente almas». Enfermo de gravedad y sabedor de que Pío XII se hallaba agonizante, puso a los pies del Padre su vida con el anhelo de que éste sanase. Y eso sucedió; Dios escuchó sus súplicas. Juan murió el 4 de diciembre de 1954, mientras el pontífice salía adelante y le sobrevivía cuatro años más. Al conocer el postrer gesto de caridad que había tenido, Pío XII lo calificó como «campeón de evangélica caridad». Por su parte,el cardenal Schuster ordenó cincelar este epitafio sobre la tumba de Juan que sintetiza su grandeza y el impacto de su admirable virtud y quehacer apostólico: «Resplandeció como un faro luminoso en la Iglesia de Dios». Juan Pablo II lo beatificó el 17 de abril de 1988, y él mismo lo canonizó el 18 de abril de 1999.

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ZENIT Staff

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