Ciertamente la mayor parte de los niños y adolescentes de hoy viven en una época y mentalidad en la que prima lo digital, lo funcional e inmediato. Mínimo esfuerzo con la pretensión de máximos resultados. Libertad rebelde sin coacciones ni vínculos con cero exigencias de quien manda. Hiperconectividad frente al encuentro humano. Los chicos de hoy no se educan solos aunque algunos de ellos, incluidos sus padres, así lo crean o realmente no sepan cómo.
En este marco de pobreza de autoridad y referencias, el educador (padres, profesores y catequistas) han de moverse entre la espada y la pared, entre la simpatía y el toque de atención, ayudando no sólo a crecer, sino a madurar en la conciencia de toda la realidad. Para ello pueden marcarse unos objetivos graduales: a través del respeto del turno de palabra -como norma- al principio, y más tarde pedir reconocer en sí y en otros la importancia de sus pensamientos y sentimientos, tomarse en serio como personas.
Es necesaria cierta exigencia en los más jóvenes poniéndose a sí mismo en el papel de quien antes lo fue y aprendió. Para conducir a otros es preciso mostrar el camino que uno mismo ha hecho antes. Un recorrido que requiere cierto grado de sacrificio o de renuncia personal, de no ceder frente a la tentación del cansancio antes de tiempo, un esfuerzo personal mantenido.
Es bueno que les digamos que si quieren ser escuchados y valorados primero han de procurar escuchar y valorar a los demás. Y que ello va a ayudarles también a madurar como personas, más responsables y por lo tanto que confíen más en ellos y puedan ser más útiles a la sociedad, a sus semejantes buscando su bien, amables y capaces de amar. En suma, ser más felices.
Y todo comienza, como ya he dicho, por entrenar a escuchar. Silencio para escuchar. Silencio también para escucharme a mí mismo, no sólo por parte de los demás, también para hacer silencio dentro de mí. Hasta saber escuchar nos puede preparar para el encuentro del misterio que somos con ese Tú del Señor que es el que más me ayuda a madurar, que me hace, porque de Él salí y a Él volveré.
Una vez que logramos escuchar de verdad, y que nos escuchen, podemos correr el riesgo de parecer débiles pero eso no es tan cierto. Valorando las opiniones del otro como dignas de escucha, consideración y respuesta, también estamos lanzando el mensaje a los jóvenes de hoy que merece la pena tener en cuenta al otro, que nos estamos tratando en una relación sana de mutua confianza, afecto sincero y ayuda.
Tengamos en cuenta también que a medida que ayudamos a otros a reconocer así la realidad con esperanza y digna de ser vivida intensamente, también a nosotros mismos nos ayuda. Los alumnos se hacen con los profesores y éstos maduran también profesional y humanamente con aquellos que tienen a su cargo. Los padres van creciendo como tales con sus hijos y viceversa, lo mismo que ocurre entre catequistas y catecúmenos.
Mientras que unos tienen (tenemos) el cometido de educar, de ayudar a crecer y madurar otros tienen la tarea de dejarse ayudar, colaborando en ese encuentro y no impidiendo a sí mismos, y a otros, que el ejercicio de ese trabajo se haga efectivo en las aulas, en las familias, en los grupos de catequesis… Para ello, lo digo desde mi experiencia como padre y profesor, hace falta mucha paciencia y tacto, pero sobre todo: vocación. Falta tesón por educar, de verdad, pues se gana más con miel que con hiel. El camino y la meta merecen la pena: ser persona madura.