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Si alguien nos pregunta a los obispos y sacerdotes: ¿cómo es que hablamos de Dios a los hombres? La primera respuesta es que podemos hablar de Dios porque Él ha hablado con nosotros. La condición de hablar con Dios es la escucha de cuanto Él nos ha manifestado.
El amor de Cristo es tan grande que tiene tiempo para nosotros, se ocupa de nosotros.
Hablar de Dios requiere familiaridad con Jesús y con su Evangelio. Esto supone nuestro conocimiento real y personal de Dios, y una fuerte pasión por su proyecto de salvación, sin ceder a la tentación del éxito; no olvidemos que es necesario el recuperar la sencillez, un retorno a lo inicial del anuncio: Dios, su amor y su deseo de salvarnos. Al hablar de Dios quiere decir expropiar el propio yo ofreciéndolo a Cristo.
Las comunidades católicas están llamadas a mostrar la acción transformadora de la gracia de Dios, superando individualismos, egoísmos e indiferencias, viviendo el amor de Dios en lar relaciones cotidianas. Debemos ponernos en marcha para llegar a ser siempre anunciadores de Cristo y no de nosotros mismos.
En nuestro tiempo, un lugar privilegiado para hablar de Dios es la familia, la primera escuela para comunicar la fe a las nuevas generaciones. Y en esta grave y delicada tarea es muy importante el papel del sacerdote. Para cumplir esta responsabilidad de educar, de abrir las conciencias de los niños y adolescentes como un servicio fundamental, los primeros maestros de la fe son los padres de familia, animados frecuente y oportunamente por el sacerdote. En esta labor, es importante la vigilancia, que significa saber aprovechar las ocasiones favorables para introducir en familia el tema de la fe.
Además, la alegría. La alegría pascual que no calla o esconde la realidad del dolor, del sufrimiento, de la fatiga, de la dificultad, de la incomprensión, de la indiferencia. Es importante ayudar, por parte del sacerdote, a todos los miembros de la familia a comprender que la fe no es un peso, sino una fuente de alegría profunda; es percibir la acción de Dios, reconocer la presencia del bien que no hace ruido, ofreciendo orientaciones precisas para vivir bien, según Dios. Finalmente, el sacerdote debe colaborar en crear una ambiente de escucha y de diálogo.
Hablar de Dios, es escucharlo y compartir lo que Él nos ofrece. Dios no es rival de nuestra existencia y nuestra alegría, sino el verdadero garante de la grandeza de la persona humana. Hablar de Dios, en familia, es comunicar con fuerza y sencillez, con la palabra y la vida, lo que es esencial: la fe en Jesucristo, Hijo de Dios, Redentor universal.