P. Raniero Cantalamessa, OFM Cap
«Por cuanto todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús. Él fue puesto por Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre […] para mostrar su justicia en el tiempo presente, siendo justo y justificado a los que creen en Jesús (Rom. 3, 23-26).
Hemos llegado a la cumbre del Año de la fe y a su momento decisivo. ¡Esta es la fe que salva, «la fe que vence al mundo» (1 Jn. 5,5)! La fe –apropiación por la cual hacemos nuestra la salvación obrada por medio de Cristo, y nos revestimos con el manto de su justicia. Por un lado está la mano extendida de Dios que ofrece su gracia al hombre; por otro lado, la mano del hombre que se estira para acogerla mediante la fe. La «nueva y eterna alianza» está sellada con un apretón de manos entre Dios y el hombre.
Tenemos la capacidad de asumir, en este día, la decisión más importante de la vida, aquella que abre las puertas de la eternidad: ¡creer!
¡Creer que «Jesús murió por nuestros pecados y ha resucitado para nuestra justificación» (Rom. 4, 25)! En una homilía pascual del siglo IV, un obispo pronunció estas palabras excepcionalmente modernas y existenciales: «Para todos los hombres, el principio de la vida es aquello, a partir de lo cual Cristo se sacrificó por él. Pero Cristo se sacrificó por él cuando él reconoce la gracia y se vuelve consciente de la vida adquirida por aquella inmolación»1
Este Viernes Santo, celebrado en el Año de la fe y en presencia del nuevo sucesor de Pedro, podría ser, si se quiere, el principio de una nueva vida. El obispo Hilario de Poitiers, que se convirtió al cristianismo en edad adulta, mirando hacia atrás antes de convertirse, dijo: «Antes de conocerte, yo no existía» y habla a Jesús “Antes de conocerte yo no existía”.
Lo que se requiere es que nos pongamos solo del lado de la verdad, que reconozcamos que tenemos necesidad de ser justificados; que no nos auto-justifiquemos. El publicano de la parábola subió al templo e hizo una breve oración: «Oh Dios, ten piedad de mí, pecador». Y Jesús dice que aquel hombre fue a su casa «justificado», es decir, hecho justo, perdonado, hecho criatura nueva, quizáscantando alegremente en su corazón (Lc. 18,14).
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Al igual que quien escala una pared de montaña, después de superar un paso peligroso se detiene un momento para recuperar el aliento y admirar el nuevo panorama que se abre ante él, así lo hace también el apóstol Pablo al inicio del capítulo 5 de la Carta a los Romanos, después de haber proclamado el gran mensaje de la justificación gratuita por la fe en Cristo: «Justificados, entonces, por la fe, nosotros estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Jesucristo nuestro Señor, por medio del cual tuvimos también por la fe, el acceso a esta gracia (paz, fe, gracia) en la cual estamos firmes y por él nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios.
Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce paciencia, la paciencia experiencia, la experiencia esperanza. Y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rom. 5, 1-15).
Hoy en día se hacen desde los satélites artificiales, fotografías infrarrojas de regiones enteras de la tierra y de todo el planeta. ¡Qué diferente se ve el paisaje visto desde arriba, a la luz de los rayos, en comparación con lo que vemos con la luz natural! Recuerdo una de las primeras fotos de satélite difundidas en el mundo; reproducía toda la península del Sinaí. Los colores de los relieves y de las depresiones eran muy diferentes, más evidentes. Es un símbolo. Incluso la vida humana, vista desde los rayos infrarrojos de la fe, desde las alturas del Calvario, es diferente de lo que se ve «a simple vista».
«Todo –dijo el sabio, el Qohelet, en el Antiguo Testamento– le pasa también al justo y al impío … He visto algo más bajo el sol: en lugar del derecho,está la maldad; y en lugar de la justicia, la iniquidad» (Ecl. 3, 16, 9, 2). De hecho, en todos los tiempos se ha visto a la maldad triunfante y a la inocencia humillada. Pero para que no se crea que en el mundo hay algo fijo y seguro, notaba Bossuet, que a veces se ve lo contrario, es decir la inocencia en el trono y la iniquidad en el patíbulo. ¿Pero qué concluía el Qohelet, el sabio sobre todo esto? «Así que pensé: Dios juzgará al justo y al malvado, porque allá hay un tiempo para cada cosa» (Ecl. 3, 17). Encontró el punto de observación justo.
Aquello que el Qohelet no podía saber y que nosotros más bien sí sabemos es que este juicio ya se ha dado: «Ahora dice Jesús –caminando hacia su pasión–, ha llegado el juicio de este mundo, ahora será echado fuera el príncipe de este mundo, y cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí «(Jn. 12, 31-32).
En Cristo muerto y resucitado, el mundo ha llegado a su destino final. Y si se necesita la fe para creerlo. El progreso de la humanidad avanza hoy a un ritmo vertiginoso, y la humanidad ve desarrollarse ante sí nuevos e inesperados horizontes fruto de sus descubrimientos. Aún así, puede decirse que ya ha llegado el final de los tiempos, porque en Cristo, subido a la diestra del Padre, la humanidad ha llegado a su meta final. Ya han comenzado los cielos nuevos y la tierra nueva.
A pesar de todas las miserias, las injusticias y la monstruosidad existentes sobre la tierra, en Él se ha abierto ya el orden definitivo del mundo. Lo que vemos con nuestros ojos puede sugerirnos otra cosa, más aún, a la mayoría de los hombres le sugiere lo contrario, pero el mal y la muerte son realmente derrotados para siempre. Sus fuentes se han secado; la realidad es que Jesús es el Señor. El mal ha sido realmente vencido por la redención que Él trajo.
Una cosa sobretodo se ve diferente, vista a través de los ojos de la fe: ¡la muerte! Cristo ha entrado en la muerte como se entra en una oscura prisión; pero salió por la pared opuesta. No ha regresado de donde había venido, como Lázaro que vuelve a a la vida para morir de nuevo. Abrió una brecha hacia la vida que nadie podrá cerrar jamás a esa brecha. La muerte ya no es un muro contra el que se estrella toda esperanza humana; se ha convertido en un puente, quizás un «puente de los suspiros», tal vez porque a nadie le gusta morir, pero un puente, ya no más un abismo que todo cae y se precipita. «El amor es fuerte como la muerte», dice el Cantar de los Cantares (8,6). ¡Pero en Cristo ha sido más fuerte que la muerte!
En su «Historia eclesiástica del pueblo inglés», Beda el Venerable narra cómo la fe cristiana hizo su ingreso en el norte de Inglaterra. Cuando los primeros misioneros llegaron de Roma el rey del lugar tenía dudas y convocó a un consejo de dignatarios para decidir si se les debía permitir o no, a difundir el nuevo mensaje. Algunos de los presentes se mostraron a favor, otros en contra. En cierto momento, un pájaro salió de un agujero de la pared, sobrevoló asustado un rato por la sala, afuera estaba la tempestad, la sala estaba caliente y luego desapareció por un agujero en la pared opuesta.
Entonces se levantó uno de los presentes y dijo: «Señores, nuestra vida en este mundo es como ese pájaro. Venimos de la oscuridad, no sabemos de dónde venimos, por un poco de tiempo gozamos de la luz y del calor de este mundo, y luego desaparecemos de nuevo en la oscuridad, sin saber a dónde vamos. Si estos hombres son capaces de revelarnos algo del misterio de nuestras vidas, debemos escucharlos».
Y quizás la fe cristiana podría retornar a nuestro continente y en el mundo secular por la misma razón por la que hizo su entrada: como la única doctrina que puede dar una respue
sta seria sobre la muerte.
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La cruz separa a los creyentes de los no creyentes, porque para algunos es un escándalo y una locura, y para los otros es el poder de Dios y la sabiduría de Dios (cf. 1 Co. 1, 23-24); pero en un sentido más profundo, la Cruz une a todos las hombres, creyentes y no creyentes. «Jesús tenía que morir [dice el evangelio de San Juan] no solo por la nación, sino para reunir a todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 51 s.). Los nuevos cielos y la tierra nueva pertenecen a todos y son para todos: porque Cristo murió por todos.
La urgencia que deriva de todo esto es evangelizar: «El amor de Cristo nos apremia, al pensar que uno murió por todos» (2 Cor. 5,14). ¡Nos impulsa a la evangelización! Anunciamos al mundo la buena nueva de que «ya no hay condena para aquellos que viven unidos a Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu, que da la Vida, me libró, en Cristo Jesús, de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8, 1-2).
(Y padre Cantalamesa repite esta última frase en varios idiomas)
Hay una historia del judío Franz Kafka que es un fuerte símbolo religioso y adquiere un significado nuevo, casi profético, escuchado el Viernes Santo. Se llama «Un mensaje imperial». Habla de un rey que, en su lecho de muerte, llama junto a sí un súbdito y le susurra un mensaje al oído. Es tan importante aquel mensaje que se lo hace repetir al oído para estar seguro que lo haya escuchado bien. Luego despide con un gesto al mensajero que se mete en camino. Pero oigamos directamente del autor lo que sigue de la historia, marcada por el tono onírico y casi de pesadilla típico de este escritor:
«Avanzando primero un brazo, luego el otro, se abre paso a través de la multitud como ninguno. Pero la multitud es muy grande; sus alojamientos son infinitos. ¡Si ante él se abriera el campo libre, cómo volaría! En cambio, qué vanos son sus esfuerzos; todavía está abriéndose paso a través de las cámaras del palacio interno, de los cuales no saldrá nunca. Y si lo terminara, no significaría nada: todavía tendría que luchar para descender las escaleras. Y si esto lo consiguiera, no habría adelantado nada: tendría que cruzar los patios; y después de los patios la segunda cerca de palacios circundante. Y cuando finalmente atravesara la última puerta –aunque esto nunca, nunca podría suceder–, todavía le faltaría cruzar la ciudad imperial, el centro del mundo, donde se amontonan montañas de su escoria. Allí en medio, nadie puede abrirse paso a través de ella, y menos aún con el mensaje de un muerto. Tú, mientras tanto, te sientas junto a tu ventana y te imaginas tal mensaje, cuando cae la noche». Hasta aquí el mensaje de Kafka.
Desde su lecho de muerte, Cristo confió a su Iglesia un mensaje: «Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio a toda criatura» (Mc. 16, 15). Todavía hay muchos hombres que están junto a la ventana y sueñan, sin saberlo, con un mensaje como aquel. Juan, acabamos de oírlo, dice que el soldado traspasó el costado de Cristo en la cruz «para que se cumpliese la Escritura que dice: «Mirarán al que traspasaron»» (Jn. 19, 37). En el Apocalipsis añade: «He aquí que viene entre las nubes, y todo ojo le verá, mismo aquellos que le traspasaron; y por él todos los linajes de la tierra harán lamentación» (Ap. 1,7).
Esta profecía no anuncia la venida final de Cristo, cuando ya no será el momento de la conversión, sino del juicio. En su lugar describe la realidad de la evangelización. En ella se verifica una misteriosa, pero real venida del Señor que les trae la salvación. Lo suyo no será un grito de desesperación, sino de revisión y de consuelo. Es este el significado de la escritura profética que Juan ve realizada en el costado traspasado de Cristo, y por lo tanto, de Zacarías 12, 10: «Y derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén, un espíritu de gracia y de súplica; y mirarán hacia mí, al que ellos traspasaron».
La evangelización tiene un origen místico; es un don que viene de la cruz de Cristo, de aquel lado abierto, de aquella sangre y de aquel agua. El amor de Cristo, como aquel Trinitario, que es la manifestación histórica, es «diffusivum sui», tiende a expandirse y alcanza a todas las criaturas especialmente a las más necesitadas de su misericordia. La evangelización cristiana no es conquista, no es propaganda; es el don de Dios para el mundo en su Hijo Jesús. Es dar al Jefe la alegría de sentir la vida fluir desde su corazón hacia su cuerpo, hasta hacer vivificar a sus miembros más alejados de su cuerpo.
Tenemos que hacer todo lo posible para que la Iglesia se parezca cada vez menos a aquel castillo complicado y sombrío descrito por Kafka, y el mensaje pueda salir de él tan libre y feliz como cuando comenzó su carrera. Sabemos cuáles son los impedimentos que puedan retener al mensajero: los muros divisorios, partiendo de aquellas que separan a las distintas iglesias cristianas, la excesiva burocracia, los residuos de los ceremoniales, leyes y controversias del pasado, aunque se han convertido ya en detritos.
En el Apocalipsis Jesús dice que está en la puerta y llama. A veces, como ha observado nuestro papa Francisco, no golpea para entrar, sino desde adentro porque quiere salir hacia las periferias existenciales del pecado, del dolor, de la injusticia, de la ignorancia, de la indiferencia religiosa, de toda forma de miseria.
Ocurre como con algunos edificios antiguos. A través de los siglos, para adaptarse a las necesidades del momento, se les llenas de divisiones, escaleras, de habitaciones y cubículos pequeños. Llega un momento en se ve que todas estas adaptaciones ya no responden a las necesidades actuales, sino que son un obstáculo, y entonces hay que tener el coraje de derribarlos y llevar el edificio a la simplicidad y la sencillez de sus orígenes. Fue la misión que recibió un día un hombre que estaba orando ante el crucifijo de San Damián: «Ve, Francisco y repara mi Iglesia».
«¿Quién está a la altura de este encargo?», se preguntaba aterrorizado el apóstol Pablo frente a la tarea de ser en el mundo «el perfume de Cristo», y he aquí su respuesta que vale también hoy: «No porque podamos atribuirnos algo que venga de nosotros mismos, ya que toda nuestra capacidad viene de Dios, quien nos ha dado el don para que seamos los ministros de un nuevo pacto, no de la la letra, sino en el Espíritu; porque la letra mata, pero el Espíritu da vida (2 Cor. 2, 16; 3, 5-6).
Que el Espíritu Santo, en este momento en que se abre para la Iglesia un tiempo nuevo, lleno de esperanza, reavive en los hombres que están en la ventana a la espera del mensaje, y en los mensajeros, la voluntad de hacérselo llegar, incluso a costa de la vida.
1 Homilía pascual del año 387 (SCh 36, p. 59 s.).
Traducción del original italiano por José Antonio Varela V. y controlado con el discurso hecho en la basílica